Mi padre murió en un accidente en el trabajo el día de mi decimotercer cumpleaños. Alguno puede que recuerde la noticia. Un viaducto que se desplomó cuando lo estaban probando para abrirlo al tráfico. Era un hombre muy joven, mis padres me tuvieron cuando aún eran unos adolescentes.
Mi madre no podía dormir sola. Solo conciliaba el sueño cuando me metía en su cama. Me acariciaba el pelo entre lágrimas hasta que al fin caía rendida de puro cansancio. Pasaron las semanas y llegó el verano. Ella dormía con un modesto camisón de raso. Sus formas femeninas quedaban ocultas bajo esa pieza de tela. Era la noche más tórrida que conozco. El sudor me caía por las sienes, yo me movía buscando la pequeña corriente de aire que entraba por la ventana abierta. El molesto ruído de las chicharras me retumbaba en la cabeza. Mi madre se levantó de la cama. Tenía el cabello empapado en sudor, la rubia melena se le pegaba a los hombros. En un solo gesto se despojó del camisón y lo dejó en el suelo. A la luz de la luna pude ver el cuerpo más femenino que nunca ví. Tenía unos enormes pechos, unos pezones negros como la boca del infierno, su vientre brillaba a causa del sudor. Un pequeño riachuelo dorado bajaba desde su ombligo hasta desembocar en un encendido mar. La sombra que la cama proyectaba contra el fondo de la habitación hacía que no se acertara a adivinar si sus piernas tocaban o no el suelo, haciéndolas más largas y estilizadas de lo que en realidad eran.
Se tumbó pesadamente en su lado de la cama. Yo solo quería abrazar aquel cuerpo. No era nada sensual lo que sentía, era una especie de incontrolable atracción hacia algo tan bello. Tan femenino. Me situé a su espalda. Puse mi mano en su hombro. La deslicé hacia abajo por todo su brazo, notaba erizarse cada vello tras el paso de mi mano, hasta llegar a las yemas de sus dedos. Al llegar a su mano advertí que me la agarraba. Con mimo me sujetó la muñeca. Dirigía ella mi mano ahora por su vientre, haciendo círculos alrededor de su ombligo. Luego la subió hasta sus tetas. Tenía los pezones duros, movía mi mano grácilmente de un pecho a otro. La bajó, tan delicadamente como antes la subió. Ahora me encontraba acariciando su monte de venus. Luego sus muslos. Por último noté una cálida humedad, tenía la mano en su vulva. Nunca antes había tocado una, tampoco creía que fuera así. Tenía un tacto como de una especie de tejido desconocido para mí, como un terciopelo aún más delicado. Gimió. Me asusté y retiré la mano, creía que le había hecho daño. Me la cogió y la situó de nuevo en su coño. Se estaba masturbando con mi mano adolescente. Cerró las piernas en torno a ella y comenzó a mover las caderas. Sus nalgas de piedra me rozaban la polla que ahora tenía a punto de estallar. Yo ya me masturbaba, no creais que no sabía lo que sentía. Pero nunca había estado tan cachondo. Su mano ahora libre comenzó a buscar dentro de mi pantalón. Me liberó la polla y comenzó a meneármela. Seguía dándome la espalda, todavía no había articulado ninguna palabra, pero yo la estaba masturbando y ella a mí.
Cuando quiso algo más que mi mano, se liberó de ella y se dió la vuelta. Me tumbó boca arriba, se sentó a horcajadas sobre mí y se metió mi polla de un tirón en su aún estrecho coño. Me estaba desvirgando. Mi madre me estaba desvirgando. Yo quería cerrar los ojos, pero no podía dejar de mirar aquellas tetas, su cara henchida de gozo. Tenía la barbilla apuntando hacia arriba, se mordía el labio inferior -ahora no puedo ver a una mujer morderse el labio inferior sin tener una erección- sus ojos estaban fijos en algún punto entre el cabecero de la cama y el techo, su cuerpo subía y bajaba, pero sus ojos seguían inmóviles fijos en aquel punto. Creo que en todo el rato no me miró a la cara, algo que yo agradecí.
La experiencia me superaba. No podía obviar que era mi madre la que me estaba follando, tampoco quería perder detalle de cada rincón de su cuerpo, quería inmortalizar en mi cerebro cada poro de su piel. También estaba pendiente de las sensaciones. Ese cosquilleo que producía su vello en la base de mi polla, la calidez y la humedad de su vagina, mi capullo rozando alternativamente sus paredes y su cérvix, podía distinguir su suavidad y su delicada rugosidad, alternativamente. La piel de mi glande subiendo y bajando. Sus uñas clavadas en mi pecho.
Ella empezó a gemir más quédamente, como queriendo oírse solo ella, noté que yo empezaba a estar de más, que me iba haciendo invisible. Se movía más rápido y menos rítmicamente. Su coño se iba haciendo más pequeño, abrazaba a mi polla, cada vez que ella se levantaba parecía querer expulsarla cuando de nuevo se volvía a sentar sobre mí. Por fin noté, un último gemido quedo de ella mediante, como por entre mis muslos se deslizaba una viscosa sustancia. Ella se quedó muy quieta, se levantó, me dió la espalda y, a cuatro patas y tratando de recuperar la respiración, me ofreció su culo. Me situé detrás suya y torpemente traté de metérsela en el coño. Era la primera vez que me veía en esa situación, era realmente difícil. Noté como su mano me la sujetaba, notó que aún seguía con la polla dura y la dirigió hacia su agujero del culo. Aquello sí que era realmente nuevo para mí. Nunca había follado antes, claro, pero tenía una idea muy fiel a la realidad, pero nunca antes había tomado en serio a aquellos críos que en el colegio decían que se podía follar también por el culo. Ni lo había visto en ninguna revista de esas que compartíamos algunos chavales. Lo tomé como una equivocación por su parte, pero no me atreví a decir nada, ella todavía no había dicho ni una palabra y yo no me atrevía a hablar. Así que hice lo que se suponía que tenía que hacer. Empujé. Primero tímidamente, podía notar como mi polla se doblaba sin poder penetrar su culo. Más fuerte después. Advertí como mi capullo se introducía por aquel estrecho agujero. Me sentía morir de gusto. Como poseído empujé con todas mis fuerzas, introduciendo de un tirón la polla entera por el culo de mi madre. Ella gimió. De dolor, pensé. Ya no me importaba. Yo solo podía meterla y sacarla, meterla y sacarla. Estaba disfrutando aquello como nunca antes había disfrutado nada. Cualquiera diría que aquella noche marcó la frontera entre mi niñez y mi juventud. Nunca me he sentido más niño que esa vez. Gozando el instante como si no existieran el pasado y el futuro, como si nunca más fuera a amanecer. Solo existíamos yo y aquel rotundo trasero.
Ella ahora gritaba, nada de gemidos o morder las sábanas. Gritaba como si la estuvieran apuñalando con un estilete empapado en vinagre. De pronto habló. La primera palabra que me dijo desde la cena. -¡Pégame! No podía hacer otra cosa que hacerle caso. Le dí un azote en un cachete. -¡Más fuerte! -Insistía. Le dí otro azote, esta vez más fuerte. -¡Más fuerte! -La que dijo esto último ya no era mi amante, volvía a ser mi madre, era una orden. Aquello me sacó de mis casillas. La ví como mi madre, me sentí mal. Fatal. Me sentía sucio, pensé en mis trece años, en todos los días juntos. En sus caricias, en sus azotes, sus regañinas, sus cuentos, nuestros juegos. Recordé a mi padre. Recordé cuando íbamos juntos a la playa. Me sentí morir. Iría al infierno sin solución. Como poseído comencé a golpearla con todas mis fuerzas. Primero el culo, la espalda. Le tiré del pelo haciendo que ella volviera su cara, le solté un puñetazo en la nariz. Ella se dejó caer en la cama. Seguía pegándole y arañándola, ella ya no gritaba, ahora gemía cada vez más quedamente, como antes, yo se la metía todo lo profundo que podía sin dejar de golpearla en ningún momento. Quería golpearla por robarme mi inocencia, por mostrarme ese nuevo camino que sería mi perdición. Ella quería ser castigada. Sus orgasmos cabalgaban uno encima del otro igual que yo cabalgaba sobre su culo. Enrollé en mi mano un mechón de su cabello, atraje su cabeza hacia mí, presioné mi cadera contra su culo con toda mi fuerza y, en ese momento, me corrí. Vacié mis huevos y mi alma dentro de ella.
Esa noche ya no dormí junto a ella. Ni ninguna otra.