stavroguin 11
Clásico
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- 14 Oct 2010
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La dicotomía rural-urbano es una de las esquizofrenias que han escindido mi vida.
No soporto el tedio, la tristeza y monotonía de vivir en un pueblo. No me gusta, en general, la compañía de los urbanícolas. Difícil conciliar esas contradicciones.
Soy nativo de un pequeño pueblo lucense, que cuando transcurría mi infancia estaba inmerso en plena ruralidad: carros de vacas, matanzas del cerdo, cantos de vencejos. Aquellas tardes veraniegas amenizadas por el sonido de las malladoras (no conozco la traducción de la palabra, ni me importa) están impresas en el fondo de mis circunvoluciones cerebrales. Fue una infancia feliz, libre y medio salvaje, que no cambiaría por nada.
Pero con la adolescencia todo cambia, y ese idílico ambiente empezó a tornarse opresor y siniestro, por más que por mis estudios sólo pasase allí los fines de semana y vacaciones. Estas últimas parecían no tener fin, con aquella ausencia total de opciones de ocio, de mujeres (salvando a las cuatro garrulas malparidas a las que conocía desde la cuna) y con la compañía de aquellos otrora entrañables amigos que de pronto parecieron transformarse en unos plomizos plastas que sólo sabían hablar machaconamente de coches y torneos de fútbol sala...
Sigo yendo con cierta frecuencia a ver a la poca familia que me queda y, ocasionalmente, a algún amigo superviviente no abducido por una maruja de mierda. No soy capaz de pasar allí mas de tres días seguidos, la melancolia me agobia y los recuerdos me abruman, pero tampoco puedo pasar mucho tiempo sin ir: empiezo a sentirme raro, inquieto, a soñar con personas y hechos de hace muchos años, el tema se convierte en una de obsesión, y entonces vuelvo a asomar por el reducto de mi niñez, sólo por un par de días.
Ahora he encontrado una solución de compromiso para vivir mi dualidad: mi trabajo y vivienda están en la ciudad, pero casi toda mi vida social se desarrolla en el rural que la rodea. Por una parte disfruto del ocio y las comodidades urbanas, y por el otro de una compañía y un ambiente que me recuerdan a las de mi niñez, con conversaciones acerca de la pesca, las cosechas, el vino, en un ambiente tabernario y fraternal, escuchando la lengua del país, a un millón de años luz de la prepotencia, el adocenamiento, la incultura y el castellano rechinante y grotesco de los urbanícolas galaicos.
Por supuesto, nunca me he tirado a una cretina de mi pueblo.
No soporto el tedio, la tristeza y monotonía de vivir en un pueblo. No me gusta, en general, la compañía de los urbanícolas. Difícil conciliar esas contradicciones.
Soy nativo de un pequeño pueblo lucense, que cuando transcurría mi infancia estaba inmerso en plena ruralidad: carros de vacas, matanzas del cerdo, cantos de vencejos. Aquellas tardes veraniegas amenizadas por el sonido de las malladoras (no conozco la traducción de la palabra, ni me importa) están impresas en el fondo de mis circunvoluciones cerebrales. Fue una infancia feliz, libre y medio salvaje, que no cambiaría por nada.
Pero con la adolescencia todo cambia, y ese idílico ambiente empezó a tornarse opresor y siniestro, por más que por mis estudios sólo pasase allí los fines de semana y vacaciones. Estas últimas parecían no tener fin, con aquella ausencia total de opciones de ocio, de mujeres (salvando a las cuatro garrulas malparidas a las que conocía desde la cuna) y con la compañía de aquellos otrora entrañables amigos que de pronto parecieron transformarse en unos plomizos plastas que sólo sabían hablar machaconamente de coches y torneos de fútbol sala...
Sigo yendo con cierta frecuencia a ver a la poca familia que me queda y, ocasionalmente, a algún amigo superviviente no abducido por una maruja de mierda. No soy capaz de pasar allí mas de tres días seguidos, la melancolia me agobia y los recuerdos me abruman, pero tampoco puedo pasar mucho tiempo sin ir: empiezo a sentirme raro, inquieto, a soñar con personas y hechos de hace muchos años, el tema se convierte en una de obsesión, y entonces vuelvo a asomar por el reducto de mi niñez, sólo por un par de días.
Ahora he encontrado una solución de compromiso para vivir mi dualidad: mi trabajo y vivienda están en la ciudad, pero casi toda mi vida social se desarrolla en el rural que la rodea. Por una parte disfruto del ocio y las comodidades urbanas, y por el otro de una compañía y un ambiente que me recuerdan a las de mi niñez, con conversaciones acerca de la pesca, las cosechas, el vino, en un ambiente tabernario y fraternal, escuchando la lengua del país, a un millón de años luz de la prepotencia, el adocenamiento, la incultura y el castellano rechinante y grotesco de los urbanícolas galaicos.
Por supuesto, nunca me he tirado a una cretina de mi pueblo.