A mi me duraba el disfraz dos o tres días, después el vacío, la muerte y a cambiar de territorio para seguir el engaño. Del Palacio de Gaviria a Garamon, de Pachá a la Joy, de Gabana a Fortuny, luciendo ganas y carencias, pugnando al rojo vivo, aparentando a toda máquina, hablando de viajes imposibles a lugares donde nunca estuve. Tocaba mariconear con los relaciones, dejarse sobar porque era lo moderno, alternar con las gogos, saludar con abrazos a desconocidos, siempre con mucha alegría, siempre con un grado de felicidad y satisfacción varios puntos por encima de la plebe. Éramos los elegidos, éramos pequeños imbéciles, ebrios, envanecidos, ridículos.
Estuve varios años viviendo por encima de mis posibilidades, disimulando como podía el olor a pobre, abordando a mujeres que estaban fuera de mis posibilidades ofensivas. Eran coños envueltos en pan de oro, vaginas perladas, diamantinos clítoris con hechuras de modelo eslava. No era mi lugar, yo era un arribista con mucho verbo y poco monedero, capaz de serpentear hábilmente entre las alambradas, entre la idiotez gelatinosa y estomagante, zalamero, sonriente, sin vergüenza ni dignidad, dispuesto a todo por ser el macho omega de ese rebaño feliz y luminoso.
Los cool también cagan, ignoran, sufren y lucen cornamentas con cascabeles y luces navideñas. Los cool son de izquierda, multiculturales y tienen amigos de la Europa septentrional. No son gente de fiar, detrás de su argentada pátina, caída la costra, la irisada cutícula, hay un abuelo alfarero, una madre que hace de extra en Cuéntame y muchos veranos en el pueblo achicharrado por el sol canicular de la Meseta. Son como nosotros pero siempre están de carnaval.