Socorro (micro-relatos)

A ti, mi amor.


ASUNTOS DE FAMILIA​

Las amapolas ya habían cuajado y se destacaban a oleadas entre los trigales secos que bordeaban el camino. Avanzábamos en medio de la nada y del silencio, atropellando y esquivando los lagartos que dormían la siesta en medio de la carretera, acostumbrados a la cálida quietud de un asfalto que se deshacía en el abandono. Algunos seguían aletargados e imperturbables, otros quedaban aplastados como calcomanías sangrientas. No había mucho margen para evitarlos y yo tampoco ponía demasiado interés en prolongar la vida de aquellos reptiles que invadían mi espacio. Era una lucha entre el hombre y la bestia y de momento iba ganando. Mi mujer y mi suegra se abandonaron en un plácido letargo bajo la pesadumbre del calor estival mientras yo conducía por aquel territorio masticado por la erosión y la ruina y pensaba en los lagartos y su mala cabeza. Ellos no eran muy listos y yo no era Félix Rodríguez de la Fuente.

Después de atravesar varios pueblos abandonados, llegamos a nuestro destino, otro pueblo aún más abandonado que los anteriores. Resistía la Iglesia, la fuente de la plaza y algún vecino que ya no tenía donde ir y se empeñaba en aguantar día tras día por si de repente llegaba el Juicio Final le cogía dormido. Toneladas de soledad, locura de verano lóbrega y polvorienta, animales caminando a saltos sobre guijarros abrasados, mientras el ruido áspero de un viejo transistor rompía la tarde. El invierno nuclear de los pueblos perdidos de Castilla.

Íbamos de visita, al cementerio, a vigilar que los muertos de la familia siguieran en orden. Al llegar la puerta estaba atascada, la empujé con fuerza y finalmente se abrió zumbando en el aire como el ala gigante de un insecto de metal. Allí estábamos los tres, tres personas que en el mundo no son nada pero que en aquel lugar, vacío y silencioso, éramos inmensos. Caminamos sobre el cementerio como si fuera la piel de un tambor, alborotando la tarde a los difuntos. Nuestras pisadas sobre el camposanto eran como las campanas celestiales de la resurrección.

Cuando nos fuimos estábamos contentos. Los muertos estaban bien, y los vivos, estábamos vivos, y por lo tanto, mejor. Nos esperaba algo así, un sarcófago con nuestro nombre en algún momento y en algún lugar, pero aquella tarde, a la vuelta, nos concentramos en la vida frente a un chocolate caliente rodeados de dulces de la tierra. La inmortalidad era eso, esponjosos bizcochos de espaldas al cementerio.
 
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