La inmersión del ser humano en el mundo sensorial es tan necesaria para la salud y el buen funcionamiento de nuestro cerebro como lo es el oxígeno y el agua para nuestro cuerpo. Y no podía ser de otra manera porque el ser humano se ha construido dentro de una historia de física y química de la que forma parte. Y aunque no lo parezca, eso es así hoy en nuestro mundo técnico y civilizado tanto como lo fue en el origen de ese mismo cerebro, con apenas unas neuronas dispersas, hace 500 millones de años. Sólo en los últimos pocos millones de años, con la aparición azarosa de nuestro exagerado cerebro, hemos creado la ilusión de nuestra excelsitud espiritual. Y hemos creído poseer así nuestra autonomía espiritual del medio que nos rodea sin darnos cuenta de que, en realidad, somos irremisiblemente esclavos de nuestro entorno. De que somos verdaderos esclavos sensoriales.
Y eso lo hemos comprobado muchas veces. En una ocasión se hizo un experimento consistente precisamente en averiguar las consecuencias de una deprivación sensorial casi completa. El experimento consistió en aislar a unos estudiantes por unas horas en habitaciones insonorizadas. Se les pusieron gafas a través de las cuales sólo se podía percibir una luz tenue, gris, uniforme pero no formas, colores o movimiento de objetos. Se les enfundó en trajes que sólo permitían una percepción muy atenuada del tacto sin posibilidad de discrimicación táctil. Ni tampoco había en el ambiente nada que permitiera la percepción de gustos u olores. Finalmente, se les tumbó en camas individualizadas.
Los estudiantes pensaban, antes de comenzar el experimento, que pasarían unas horas felices, relajados y pensando en sus cosas. Nada más lejos de la realidad. Tras finalizar el experimento, varias horas después, los estudiantes contaron que tuvieron verdaderas alucinaciones y que “físicamente” vieron delante de ellos personas o animales a veces en procesión por la selva. Y que estas imágenes les venían como impuestas y sin control para cambiarlas o borrarlas de su mente. O voces claras y objetivas que les hablaban o la percepción de una fuente luminosa, de sonidos y música. Algunos contaron incluso que experimentaron con certeza que alguien les tocaba o se acostaba a su lado. ¿Qué les sucedió a estos estudiantes que al terminar el experimento no contaron que se lo habían pasado estupendamente imaginando cosas o recordando cosas y tener ademas una conciencia clara de ello? ¿Qué hizo que cuanto experimentaron lo hicieran con la conciencia incierta de un sueño o la conciencia “falsificada” pero cierta de realidad?
Algunos de ellos, además, dijeron que al poco tiempo de iniciado el experimento fueron incapaces de pensar con claridad y les invadió una especie de confusión mental que les impedía concentrarse en nada y terminaron, incluso algunos días tras el experimento, teniendo la sensación de que habían experimentado algo sobrenatural y que influiría en ello para el resto de sus vidas. La respuesta a todo esto es clara. El cerebro necesita de ese alimento constante que es el mundo de las energías que nos rodean y que decodifica constantemente, sean éstas electromagnéticas, ondas de presión, mecánicas o moléculas de varia y diversa naturaleza. Unas veces con significado otras sin él. Pero que son, a fin de cuentas, como el oxígeno o el agua para el organismo. Sin esas referencias sensoriales constantes el cerebro, el poderoso cerebro, “las inventa”, las crea, porque las necesita en aras a escapar del suicidio mental. El aislamiento sensorial completo enajena la mente humana en apenas unas horas. Tal vez por eso, Demócrito, el gran filósofo atomista, que según se dice quemó sus ojos para poder concentrarse sin que la superficie sensorial del mundo le molestara en su pensamiento, murió loco. Lo que nadie sabe es si fue esa locura la que al final maduró el ingrediente genial de su pensamiento.
Esclavos sensoriales
por Francisco Mora