Hombre blandengue
Aborto de Forero
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- 14 Jun 2018
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Recientemente he descubierto los placeres de defecar en plena naturaleza, aprovechando los paseos mañaneros que suelo darme los fines de semana. Todo comenzó con un apretón cerca de un río, y la grata experiencia de darse un agüilla fresca en el ojete. Dejar el ñordo allí como una breve huella de tu existencia, sabiendo que estás devolviendo al mundo parte de lo que él te dio a ti.
Tras la primera experiencia acomodaba mis rutas al hecho de que hubiese un riachuelo por ahí cerca donde acicalar mis posaderas, pero pronto agoté todas las posibilidades cercanas y a fin de no repetir la ruta tuve que recurrir a otros métodos. Así descubrí el limpiaojales perfecto:

La hoja de higuera.
El papel de doble capa de la naturaleza, rasposa por un lado, ideal para arrastrar las primeras zurraspas, suave por el otro para el toque final. Obviamente es un árbol difícil de encontrar lejos de zonas civilizadas, y muchas veces he tenido que conformarme con la versión hacendado del mundo arbóreo:

La hoja de avellano.
Apreciada por sus dimensiones y su textura, denostada por su fragilidad, muchas veces acabas llenándote las uñas de mierda porque sufre la misma debilidad que el papel higiénico barato. Por supuesto, si estamos hablando de cagar en el monte no vamos a andarnos con escrúpulos, y si hay que sacarse un puñado de mierda de los calzoncillos, limpiarte buenamente con dicha prenda y luego dejarlo allí todo como resto de un campamento, pues se hace.
Por desgracia los bosques cántabros no son demasiado prácticos en lo que a higiene ojetal se refiere: encinas, robles, hayas... hojas pequeñas e inútiles para dicha función, y muchas veces, en contra de los dictados naturo-nacionalistas, debe servirse uno del infame eucalipto.

Hoja demasiado recia, apenas empapa, más valorada como último toque aromático que como herramienta práctica: a un hombre lo que le importa es que no le escueza en ojete.
Es por eso que recientemente tuve que echar mano de un nuevo sistema, con satisfactorio resultado. Caminaba por el monte bajando una peña rodeada de escajos y notaba ya el primer retortijón de café. Vi al fondo de un valle un soto cerrado y sombrío, donde la hierba crecía verde y lozana. Vagué buscando alguno de mis árboles totem sin resultado, así que allí donde pillé agaché el pantalón y dejé que todo fluyese. Luego, tras constatar que el ticket de la gasolinera era tan exiguo como ineficaz, agarré un puñado de hierba aún empapado en rocío y luego otro, y otro. Uno no queda nunca muy confiado con este sistema, y obviamente al volver a casa encontré hierbecitas por todo el cillo, pero tomé nota de su eficacia y frescor (suelo pasarme un dedo por el exterior del ojete y oler, como mera comprobación científica).
Hasta el día de hoy estas han sido mis experiencias como superviviente en plena naturaleza, o como convertir una situación incómoda en uno de los grandes placeres de la vida. Y es que pocas cosas pueden comprarse a sentir como todas cervezas, risquetos y toda la porquería de una noche de pajas y soledad salen de ti hediendo el aire en una fresca mañana; el riachuelo saltarín en la vaguada, los mirlos canturreando en la ribera, un venado huyendo entre los brezales. Solo, lejos del mundo, alimentando tanta belleza con la mierda que abandona mis entrañas.
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