El niño de la bicicleta, de Jean Pierre e Luc Dardenne (2011)

Un chaval con una camiseta roja subido a una bicicleta. Todo el argumento de la película concentrado en esta imagen. A esta mancha en fuga que atraviesa la pantalla a diferentes velocidades: cargada de decisión en la primera parte, entregada a un ritmo calmado en la segunda, echando chispas nerviosas en su paseo por el borde de la ley en la tercera y, finalmente, instalada en el ritmo plácido de quien ha encontrado un camino por el que andar al menos con un mínimo de seguridad.
Lo primero que llama la atención es ese signo colorido que porta como un estandarte durante toda la película el protagonista. Una señal de alarma permanente que no deja un momento de tranquilidad y que nos recuerda que, en el espacio diegético del film hay una alerta que no cesa, un aviso siempre en primer plano de una urgencia que no remite. Este signo, claro, no es gratuito. Sin madre, y con un padre del que pronto sabremos que es un desertor sin escrúpulos de su función como tal, el protagonista está en manos de los mecanismos de acogida del estado. Quizás para un adulto la labor de recogida pueda ser asumida más o menos problematicamente, pero para un niño de doce años es simplemente una tarea imposible, un trauma no asimilable.
Ciril, así se llama el portador del signo rojo, aparece ante nosotros como el resultado de una deserción evidente, la del padre, la de la función paterna. Pero siendo esta grave, es más terrible el vacío estructural de la madre, de la función materna. De algún modo esa función paterna es asumible por la institución social, la inscrición simbólica va pareja de la cobertura de las necesidades básicas y de la regulación de la vida cotidiana. Pero la función materna, esa identificación básica de la que nacerá nuestra necesidad de amar y ser amados no soporte en una institución. Ciril corre en su bici creyendo perseguir la figura de un padre, cuando, sin saberlo, está ansiando la figura de una madre.
Como si fuera una coincidencia misteriosa, Ciril se abraza en la consulta de un médico en la que entra escapando de los agentes de protección social a Samantha, una mujer tranquila que lleva una vida plácida sin problemas graves, que no tiene hijos pero que no muestra necesidad de ellos, que está en unos indefinidos primeros treinta años en los que todo parece posible de la mano de un asomarse a una madurez que se divisa en el horizonte vital. La mujer, conmovida por la decisión de Ciril de encontrar a su padre, le ofrece un trato al niño: puede quedar con ella los fines de semana mientras busca al hombre que él cree estar buscando. En la consulta del médico, Ciril recibe una suerte de inesperadas primeras ayudas.
La confirmación de la deserción paterna lleva a Samantha a tomar una decisión vital: adoptará a Ciril si él decide adaptarse a las reglas de ella. En un gesto de generosidad que deviene acto ético pleno por su rotura con las posibilidades posibles a priori, Samantha cubre ese vacío estructural del comienzo: la función materna ausente es asumida inesperadamente por una mujer. Ciril encuentra algo que no sabía que estaba a buscar, su vagar furioso en la búsqueda de un padre es un error que lo lleva a la solución correcta.
En este punto, no todo será fácil para él ni para ella. Cada uno deberá pagar un precio por su reinscripción en un nuevo orden simbólico. Ella romperá con su novio y él se verá obligado a cometer un delito por lo que después pagará para certificar que dejó atrás la fascinación por esa figura paterna que lo dejó abandonado.
El relato, descubrimos, va girando sobre la fundación de una familia, una vez más, y del precio a pagar por ese gesto fundador en este momento histórico concreto. Ciril viene de abajo, del peldaño que precede al abismo del lumpen, carece de red social real que lo proteja, y, por lo tanto, dejado en manos de los servicios sociales intuye un futuro sin posibilidades de llevar algo parecido la una vida. Su fuga frente a ese proceso gravitatorio que lo va a arrastrar hacia el abismo está expresado en su vagar en bicicleta continuado en la búsqueda de ese padre que parece su último asidero, cuando en realidad lo que lo mueve es ese vacío materno. Ciril busca algo equivocado, pero su busca es correcta y eso es lo que, finalmente, establece un principio de salvación para él.
El paralelismo madre-sociedad da luz a la toda la película. La inscripción en la sociedad está naturalizada si uno tiene la experiencia de algo semejante a una familia. Sabemos que hay familias que de-socializan, claro, pero la experiencia familiar parece fundamental para ocupar un lugar en el seno de la sociedad. Samantha ejecuta un gesto que parece personal -ese compromiso individual ante el dolor ajeno- pero que, en el fondo, ocupa el lugar en el cual lo ético y lo político se anudan con fuerza. Samantha encarna una idea de igualdad, de fraternidad e incluso, al darle un sitio a Ciril, un marco de referencia estable, una idea de libertad posible.
La película juega, por lo tanto, con diferentes niveles de simbolización, y, a pesar de su naturalismo formal deja emanar una potente carga ideológica en los tiempos que corren del sálvese-quien-pueda: es posible hacer algo, siempre lo es, y aunque todo parezca apuntar a que cualquier iniciativa que se tome esté dirigida al fracaso, el mismo hecho de llevarla a cabo establece un punto de fuga frente a lo dominante, a lo que consideramos natural por ser presencia asfixiante. Un gesto particular siempre acaba por ser político y arrastra con él una constelación de consecuencias, de alumbramientos y iluminaciones para otros. Permear nuestro contexto de esos gestos, acaba diciendo el film, abre caminos impensables, y lo subraya con ese hermoso y conmovedor plano final de Samantha subida a la bicicleta de Ciril, Ciril subido a la bicicleta de Samantha, cada uno fuera de su sitio predefinido, incómodos pero caminando juntos pese a todo. Siempre es pese a todo.
Un
7.