Durante mi primera infancia sólo había dibujos animados americanos, que serían como fuesen pero inculcaban valores como la valentía, la generosidad, el deber, el patriotismo y la lucha del bien contra el mal, me estoy acordando de series como He-Man, G.I. Joe, Thundercats o Isidoro. También había series patrias basadas en clásicos de la literatura como Dartacán y los tres mosqueperros, David el Gnomo, Los trotamúsicos, La vuelta al mundo de Willy Fog o Los Fruitis, que eran una delicia.
De repente llegaron los dibujos japoneses y todo se desmoronó, ahí no había buenos contra malos, eran todos personajes caóticos que se movían en ambientes en los que reinaba la ultra violencia, los personajes afeminados, la degeneración y la zoofilia. Se habla mucho de la epidemia de la heroína que se llevó a los mejores de la generación anterior, pero aquello fue peor. Tenía un vecino que le chupó la polla a su perro influenciado por Chicho Terremoto, otro que mató a su abuela de una pedrada en la cabeza imitando a los Caballeros del zodiaco, y otro que se volvió transexual por culpa de Ranma. Dragon Ball tenía todo lo malo reunido en una sola serie, por eso no hay nada que lamentar hoy y mucho que celebrar. Los dibujos japoneses son en gran parte los culpables de la descristianización de varias generaciones con sus antivalores paganos y paganizantes.