Libros CONAN EL BÁRBARO - libros y cómics

No os quejaréis de mí, hoy estoy que lo tiro:

Más Buscema:

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joder si que me gustaban a mi los tebeos del Conan.
Barry Smith es muy detallista pero me resulta demasiado estatico y refinado, es como ver una pintura mas que un comic.Mi preferido era Buscema, sobre todo cuando se entintaba a si mismo, que no era muy frecuente. Tenia un dinamismo en el dibujo brutal.
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Lastima la peli que habian hecho sobre el personaje que practicamente lo reduce a nivel de subnormal profundo.
 
Sí, una lástima.
No creo que a Howard le hubiese gustado.

En eso no es nada fiel al personaje, que aunque bárbaro no tiene un pelo de tonto.
 
Unos enlaces:

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Joder Molay menudo currele, los elinks se agradecen. Yo en su día me vicié a Flash Gordon, mi viejo se pillo una reedición en foro de 8 tomos gigantes, me enganchó bastante y casí lo leí entero. Supongo que aunque tengan temáticas muy distintas el desarollo en plan "personaje que se vé sumido en 1000 tipos de aventuras distintas, un día aquí y un día allá" será el mismo. Los pillaré pues.
 
Esto acaba de empezar, amigos.

Enlaces para "Conan the King".

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Y para "Conan the barbarian":

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Os advierto que yo sólo me he bajado, de momento, los de Conan Rey y se ven perfectamente. Imagino que los otros también.
 
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:wink:


P.D. Ahora, donde esté el papel... :roll:
 
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:wink:


P.D. Ahora, donde esté el papel... :roll:
 
Me gustaría destacar los números que hicieron Jim Owsley, Vak Semeiks y George Isherwood
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Donde el bárbaro era más enorme y astuto que nunca y se rodeaba de un grupo de "amigos" que le ayudaban a desfacer entuertos, quizá la más realista andanza de Conan(por lo militar y tal) y mi favorita los 3 números de la trilogia de heku. si puedo escaneo algo.....
A ver si lo recuperase planeta....
 
Si mi memoria no me juega una mala pasada te refieres a la etapa en la que se une a una especie de "grupo de nagníficos" entre los que se encontraba un gigante fortachón (padre de una niña medio-bruja o algo así y que era la base de la trama argumental), un guerrero de rasgos orientales... y no recuerdo el resto :?

Fueron unos episodios que rompieron un poco la monotonía que reinaba en las historias de ésta serie tras la marcha de la misma de grandes cómo Roy Thomas.

Si necesitáis scans o similar de los mismos (ed. Forum) decidlo.

Un saludo.

P.D.

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Un par de portadas yenkees que acabo de encontrar en inet de la trilogía (las inlustracuiones son las mismas que en su día publicó ed. Forum).
 
(Nums. 180 al 231): Entra James Owsley en los guiones y comienza a intentar desarrollar lo que podría llamarse una larga saga seria. Introduce multitud de personajes secundarios, algunos de los cuales son interesantes. La cosa mejora y madura con la llegada del dibujante Geof Isewood, minucioso y detallista, que iría mejorando cada vez más. En esta etapa, Owsley explora la personalidad de Conan como nadie antes se había atrevido. Red Sonja hace algunas memorables apariciones, en las que su relación con Conan se ven desde otro punto de vista nuevo. La larguísima macrosaga acabó con la denominada "Trilogía de Heku", tras lo cual, el equipo realizó historias más autoconclusivas de los viajes del cimmerio por el mundo hiborio, novedosos y verosímiles.
 
HOY ESTÁIS DE SUERTE, PERROS:

La Hija del Gigante Helado
Robert E. Howard

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El fragor metálico de las espadas y las hachas de guerra se había extinguido; los gritos de las matanzas fueron silenciados, y ahora reinaba el silencio sobre la nieve teñida de rojo. El pálido sol que brillaba con una luz cegadora sobre los campos helados y las llanuras cubiertas de nieve arrancaba destellos de plata de las corazas hendidas y de las armas quebradas diseminadas por el campo de batalla en el que yacían los muertos. Las manos sin vida aún aferraban las rotas empuñaduras de las espadas; las cabezas cubiertas con cascos y echadas hacia atrás en el último estertor, alzaban lúgubremente contra el cielo las barbas rojas y doradas, como en una última invocación a Ymir, el gigante helado, dios de una raza guerrera.

Alrededor de los ensangrentados despojos y de los cuerpos enfundados en cotas de malla, dos hombres se miraban fijamente. Eran los únicos seres vivos en aquel paisaje desolado. Los cubría el cielo helado y estaban rodeados por la blanca planicie sin limites, con decenas de cadáveres a sus pies. Se fueron aproximando lentamente uno al otro entre los cuerpos sin vida, como fantasmas que se encuentran sobre las ruinas de un mundo muerto. En medio de un silencio casi absoluto, los dos hombres quedaron cara a cara.
Ambos eran altos y fornidos como tigres. Habían perdido los escudos, y sus corazas estaban abolladas y resquebrajadas. La sangre seca cubría sus cotas de malla y las espadas estaban manchadas de rojo. En sus cascos de cuernos se velan las marcas de golpes violentos. Uno de ellos carecía de barba y tenía una brillante melena negra; el cabello y la barba del otro eran tan rojos como la sangre que habla sobre la nieve iluminada por el sol.
–Oye –dijo este último–, dime tu nombre para que mis hermanos de Vanaheim sepan quién fue el último hombre de la banda de Wulfhere que cayó ante la espada de Heimdul.
–¡No será en Vanaheim –dijo con un gruñido el guerrero de negra cabellera–, sino en Valhalla, donde les dirás a tus hermanos que encontraste a Conan de Cimmerio!

Heimdul saltó lanzando un rugido mientras su espada describía un arco mortal. Cuando la sibilante hoja golpeó su casco haciendo saltar chispas azules, Conan se tambaleó y su vista se llenó de un fuego rojo. Pero después de retroceder, volvió a cobrar fuerzas y lanzó un poderoso mandoble con todas sus fuerzas. La afilada hoja atravesó las escamas de metal, los huesos y el corazón del enemigo, y el guerrero de rojos cabellos murió a los pies del cimmerio.

Conan se quedó inmóvil, con la espada suspendida, y se sintió repentinamente invadido por un profundo cansancio. El resplandor del sol sobre la nieve cortaba sus ojos como un cuchillo, mientras que el cielo parecia encogerse extrañamente. Se alejó de aquella planicie en la que los guerreros de barba rubia yacían entrelazados con los asesinos de rojas barbas en un abrazo de muerte. Había dado unos pocos pasos cuando el resplandor de los campos nevados comenzó a atenuarse. Lo envolv,ió una oleada de luz cegadora y se desplomó sobre la nieve apoyado en un brazo, tratando de sacudirse la ceguera como un león sacude su melena.

Una risa cantarina rasgó su inconsciencia, y notó que la vista se le aclaraba poco a poco. Conan miró hacia arriba; habla algo extraño en el paisaje, algo que no podía precisar ni definir, como un tinte especial y desusado que coloreaba la tierra y el cielo. Pero no pensó mucho tiempo en ello. Ante él, balanceándose como un árbol joven al viento, había una mujer. Al bárbaro, todavía aturdido, el cuerpo erguido de la muchacha le parecía hecho de marfil; con excepción de un ligero velo de gasa,. estaba desnuda como el día. Sus delicados pies eran más blancos que la nieve que pisaban. Finalmente la joven se echó a reír, mirando fijamente al desconcertado guerrero; su risa era más dulce que el murmullo de las fuentes cantarinas, pero estaba cargada de una ironía cruel.
–¿Quién eres? –le preguntó el cimmerio–. ¿De dónde vienes?
–¿Qué importa? –repuso ella, con una voz más musical que un arpa de cuerdas plateadas, pero cargada de crueldad.
–Puedes llamar a tus hombres –dijo Conan aferrando su espada–. Aunque no me responden del todo las fuerzas, no me cogerán vivo. Veo que eres de Vanir.
–¿Te lo había dicho? –preguntó la joven.

La mirada del cimmerio se posó nuevamente en los rizos rebeldes de la muchacha, que le habían parecido rojos a primera vista. Ahora veía que aquel cabello no era rojizo ni rubio, sino una gloriosa combinación de ambos tonos. El la miró fascinado. Su cabello era de un color dorado mágico; el sol se reflejaba con tal intensidad en su cabellera que el bárbaro apenas podía mirarla. Los ojos de ella no parecían del todo azules ni absolutamente grises, sino que cambiaban de color con la luz y con el resplandor de las nubes, creando tonalidades que el bárbaro jamás había visto. Sus labios rojos y carnosos sonrieron y, desde los ligeros pies hasta la cegadora corona de su cabello rizado, aquel cuerpo de marfil era tan perfecto como el sueño de un dios. El pulso de Conan martilleó sus sienes.
–No sé si eres de Vanaheim y enemiga mía –dijo él–, o de Aesgaard y, por tanto, amiga. He recorrido muchas tierras, pero jamás he visto una mujer como tú. Tus rizos me ciegan con su fulgor. Jamás había visto un cabello semejante, ni siquiera entre las mujeres más blancas de Aesir. Por Ymir...
–¿Y tú quién eres, para jurar por Ymir? –le interrumpió ella con tono burlón–. ¿Qué sabes tú de los dioses del hielo y de la nieve, tú que vienes del sur para aventurarte entre gentes extrañas?
–¡Por los oscuros dioses de mi propia raza! –gritó Conan furioso–. ¡Aunque no sea un aesir de cabello dorado, ninguno de ellos ha sido más diestro que yo manejando la espada! Hoy he visto caer muertos a muchísimos hombres, y sólo yo he sobrevivido en el campo de batalla en el que los hombres de Wulfhere se enfrentaron con los lobos de Bragi. Dime, mujer, ¿no has visto el brillo de las corazas sobre las llanuras nevadas? ¿No has visto hombres armados avanzando sobre el hielo?
–He visto brillar la escarcha bajo los rayos del sol –respondió ella–. Y he oído el viento susurrando sobre las nieves eternas.

Conan movió la cabeza y lanzó un suspiro. Luego dijo:
–Niord debía haberse unido a nosotros antes de que comenzara la batalla. Me temo que él y sus guerreros hayan sido objeto de una emboscada. Wulfhere y sus hombres están muertos... Yo creí que no había ninguna aldea en muchas leguas a la redonda, pues la guerra nos llevó muy lejos; pero tú no puedes haber venido de lejos, con tanta nieve y estando desnuda. Condúceme a tu tribu, si eres de Aesgaard, pues me siento débil y cansado a causa de los golpes que he recibido y del fragor de la batalla.
–Mi aldea se encuentra más allá de lo que tú puedes recorrer andando, Conan de Cimmeria –dijo ella riendo.

Después extendió los brazos y se balanceó delante de él, agitando sensualmente su dorada cabellera y con los ojos oentelleantes semiocultos detrás de sus sedosas pestañas.
–¿No soy hermosa, oh, extranjero?
–Como el alba que juega desnuda sobre la nieve –murmuró Conan con los ojos ardientes como los de un lobo.
–Entonces, ¿por qué no te levantas y me sigues? ¿Quién es el valiente guerrero que se queda postrado delante de mí? –dijo ella con voz cantarina y con un sarcasmo enloquecedor–. Quédate acostado sobre la nieve y muere como los demás necios, Conan el de la negra cabellera. Tú no puedes seguirme a donde yo te llevaría.

El cimmerio lanzó un juramento y se puso en pie, al tiempo que sus ojos azules centelleaban y su rostro oscuro, lleno de pequeñas cicatrices se contraía. La ira embargaba su alma, pero el deseo que le inspiraba el cuerpo tentador que tenía delante le martilleaba las sienes y le hacía hervir la sangre en las venas. Una pasión feroz y agónica invadía todo su ser, hasta el punto que la tierra y el cielo aparecían bañados en sangre ante su obnubilada mirada. En medio de su locura, se olvidó del enorme cansancio y de la debilidad que sentía.

El cimmerio no dijo una sola palabra mientras envainaba la ensangrentada espada y tendía las manos hacia la muchacha para tocar su carne sueve y delicada. La joven lanzó un leve grito, retrocedió entre risas y echó a correr, mirándolo de cuando en cuando por encima de su blanco hombro. Conan la siguió lanzando gruñidos. Se había olvidado de la lucha, de los guerreros armados que yacían bañados en sangre; se había olvidado de Niord y de sus hombres, que no llegaron a tiempo para la batalla. Sólo tenía en mente la esbelta silueta blanca qúe parecía flotar en el aire, en lugar de correr sobre la tierra delante de él.

La persecución continuó a través de la cegadora llanura blanca. El campo rojo había quedado muy atrás, pero Conan siguió andando con la silenciosa tenacidad de los de su raza. Sus pies, cubiertos con la malla de acero, rompieron la helada corteza y se hundieron hasta los tobillos en la tierra cubierta de nieve, pero siguió adelante sostenido por su indomable energía. La muchacha danzaba sobre la nieve ligera como una pluma flotando en el aire; sus pies desnudos apenas dejaban huellas en la escarcha helada. A pesar del fuego que ardía en las venas del bárbaro, el frío le mordía a través de la cota de malla y del manto forrado de piel, pero la joven del tenue velo de gasa corría tan ligera y alegre como si estuviera bailando entre las palmeras y los jardines de rosas de Poitain.

Ella iba siempre adelante y Conan la seguía. Sus labios resecos lanzaban violentas maldiciones. Tenía hinchadas las venas de las sienes a causa del esfuerzo y sus dientes rechinaban.
–¡No podrás escapar de mí! –rugió el cimmerio–. ¡Si me conduces a una trampa, apilaré las cabezas de tu gente a tus pies! ¡Y site ocultas, abriré las montañas hasta que te encuentre! ¡Te seguiré hasta el mismísimo infierno!

La espuma fluía de los labios del bárbaro mientras la enloquecedora risa de la muchacha llegaba hasta sus oídos. La joven lo llevó cada vez más lejos hacia el interior de la estepa. A medida que pasaban las horas y el sol se ocultaba detrás de la línea del horizonte, el paisaje cambiaba; la extensa planicie dio paso a unas pequeñas colinas que ascendían hasta convertirse en accidentadas cordilleras. Allá a lo lejos, hacia el norte, Conan divisó una cadena de elevadas montañas, cuyas azules nieves eternas se teñían de rojo bajo el sol poniente. En el cielo oscuro brilIaban resplandecientes los rayos de la aurora boreal. Se cxtendlan como un abanico en el cielo, como heladas hojas de una luz gélida que cambiaba de color y cuya intensidad aumentaba por momentos.

El cielo brillaba por encima de la cabeza de Conan con una luz y un resplandor extraños. La nieve tenía un brillo misterioso y sobrenatural; por momentos era de un azul helado, !uego de color carmesí o de un frío tono plateado. Conan seguía avanzando con una determinación inquebrantable a través de aquel helado reino deslumbrante y encantado, en un laberinto cristalino en el que la única realidad era el blanco cuerpo que bailaba sobre la nieve lejos~e su alcance..., cada vez más lejos de su alcance.

El cimmerio no se asombró ante la extrañeza de todo aquello, ni siquiera cuando dos gigantescas figuras se alzaron para cerrarle el paso. Las escamas de las cotas de malla de los desconocidos estaban llenas de escarcha y sus casos y hachas de guerra estaban cubiertos de hielo. La nieve salpicaba sus cabelleras y sus barbas estaban blancas de carámbanos y de cristalillos helados. Sus ojos eran tan fríos como la luz que llegaba a raudales del cielo.
–¡Hermanos! ~exclamó la muchacha bailando entre ellos. ¡Mirad quién me sigue! ¡Os he traído un hombre para que lo matéis! ¡Arrancádle el corazón para colocarlo humeante sobre la mesa de nuestro padre!

Los gigantes contestaron con rugidos que parecían el chirriar de los icebergs al rozar contra las heladas piedras de una costa rocosa. Levantaron las hachas, que brillaron bajo la luz de las estrellas, y en ese momento el cimmerio se abalanzó como enloquecido sobre ellos. Una helada hoja brilló ante los ojos de Conan cegándolo con la intensidad de su fulgor. El bárbaro devolvió un terrible mandoble que cercenó la pierna de uno de sus enemigos a la altura de la rodilla.

La víctima cayó exhalando un lamento y en ese mismo instante Conan~se desplomó sobre la nieve, con el hombro izquierdo insensible por un certero golpe del otro hombre, del que apenas pudo salvarlo la malla que llevaba puesta. Conan vio que el otro gigante se cernía sobre él como un coloso tallado en hielo, recortándose contra el frío cielo. El hacha se abatió... para hundirse en la nieve hasta penetrar profundamente en la tierra helada, pues Conan se echó a un lado y luego de un salto se puso en pie. El gigante lanzó un rugido e intentó liberar su hacha, pero mientras lo hacía, la espada de Conan se hundió en el pecho del hombre con la rapidez de un rayo. Las rodillas del titán se doblaron y éste se derrumbo lentamente sobre la nieve, que se tiñó de color carmesí por la sangre que manaba del cuello seccionado.

Conan giró rápidamente y vio que la muchacha se encontraba a poca distancia, mirándole con los ojos muy abiertos por el horror; el aire de soma había desaparecido de su rostro. El cimmerio gritó violentamente y las gotas de sangre caían por su espada mientras su mano temblaba por la intensidad de su pasión.
–¡Llama al resto de tus hermanos! –gritó Conan–. ¡Yo echaré sus corazones a los lobos! No podrás escapar de mi...
Con un grito de horror, la joven se volvió y huyó rápidamente. Ya no se reía ni se burlaba de él cuando lo miraba por encima de su blanco hombro. Ahora corría como si en ello le fuera la vida. Por más que Conan forzaba hasta la última fibra de sus músculos y sentía como si las sienes fueran a estallarle. Lo veía todo de color rojo, la chica seguía alejándose de él bajo los cielos iluminados por los fuegos de hechicería, hasta que quedó convertida en una figura diminuta, luego en una blanca llama que danzaba sobre la nieve y por último en una pequeña mancha perdida a lo lejos. Pero aunque los dientes le rechinaban hasta hacerle brotar sangre de las encías, Conan siguió avanzando hasta que la pequeña mancha volvió a aparecer a los ojos de Conan como una blanca llama que danzaba, luego como una minúscula figurilla y por último la muchacha corría a menos de cien pasos delante del cimmerio.

Lentamente, paso a paso, la distancia se iba acortando.

Ahora la joven corría haciendo un visible esfuerzo, con sus rizos dorados flotando al viento. Conan percibió el intenso jadeo de su pecho y vio el miedo reflejado en sus ojos cuando ella lo miró por encima del hombro. La resistencia implacable del bárbaro le proporcionó el fruto apetecido. Las fuerzas parecían abandonar sus blancas piernas; la muchacha corría a menos velocidad aún. En el corazón indomable de Conan se atizó nuevamente' el fuego infernal que ella había sabido encender. Lanzando un rugido inhumano, Conan se arrojó sobre la joven en el momento en que ésta se volvía y lanzaba un grito de espanto, al tiempo que extendía sus brazos para rechazarlo.

La espada del cimmerio cayó sobre la nieve cuando éste ¡trichó a la joven en sus brazos. El esbelto cuerpo de la muchacha se arqueó hacia atrás mientras luchaba desesperadamente en los brazos de Conan. Su cabello dorado se agitaba al viento y le caía sobre el rostro, cegando al cimmerio con su resplandor. El contacto de su hermoso cuerpo que se retorcía entre sus brazos le llevó al borde de la locura. Los fuertes dedos de Conan se hundieron con fretesí en la suave y blanda carne..., una carne fría como el hielo. Era como si estuviera abrazando un cuerpo de hielo en lugar del cuerpo de una mujer de carne y hueso. Ella echó a un lado su dorada cabellera, tratando de esquivar los violentos besos del bárbaro, que lastimaban sus labios rojos y carnosos.
–Eres fría como la nieve –dijo él como atontado–. Yo te calentaré con el fuego de mi sangre...

Al tiempo que lanzaba un fuerte grito, la joven se resistió con todas sus fuerzas hasta que logró escapar de los brazos del cimmerio, dejando en ellos su ligero velo de gasa. Ella saltó hacia atrás y se enfrentó Conan, con sus rizos de oro en completo desorden, su blanco pecho jadeante y sus hermosos ojos centelleando de horror. Por un momento Conan se quedó paralizado, abrumado ante aquella belleza terrible que se alzaba desnuda sobre la nieve.

En ese momento ella alzó los brazos hacia las luces que brillaban en el firmamento y exclamó con una voz que resonaría para siempre en los oídos de Conan:
–¡Ymir! ¡Oh, padre mío, sálvame!
Conan dio un salto hacia adelante con los brazos extendidos para coger a la muchacha cuando, con un estampido como el de una inmensa montaña al desintegrarse, el cielo entero se cónvirtió en un fuego helado. El cuerpo de marfil de la muchacha se vio envuelto repentinamente en una llama azulada y fría, tan cegadora que el cimmerio tuvo que levantar las manos para protegerse los ojos. Durante un breve instante, los cielos y las montañas nevadas fueron inundadas por crepitantes llamas blancas, azules dardos de una luz helada y fuegos gélidos de color carmesí.

De pronto Conan se tambaleó y lanzó una exclamación. La muchacha había desaparecido. La resplandeciente extensión de nieve estaba ahora completamente desierta; por encima de su cabeza las embrujadas luces jugueteaban en un cielo helado que parecía haber enloquecido. Entre las distantes montañas azuladas que se alzaban a lo lejos se oyó un trueno estremecedor, como el de un gigantesco carro de guerra arrastrado por caballos frenéticos cuyos cascos despedían destellos al chocar contra la nieve, mientras del cielo llegaban ecos lejanos.

Luego la aurora boreal, las montañas cubiertas de nieve y el cielo llameante comenzaron a dar vueltas ante los ojos de Conan como si estuvieran ebrios. Miles de bolas de fuego estallaron lanzando una lluvia de chispas y el mismo cielo se convirtió en una rueda gigantesca que giraba despidiendo estrellas a medida que daba vueltas. Las montañas nevadas se alzaban como las olas del mar. Entonces el cimmerio cayó sobre la nieve y quedó inmóvil.

En un gélido y oscuro universo cuyo sol se había extinguido hacía muchísimos eones, Conan sintió el movimiento de una vida extraña e incierta. Un terremoto hizo temblar la tierra sobre la que yacía, lo sacudió de un lado a otro y aplastó sus manos y sus pies, haciéndole gritar de dolor y de furia. Entonces buscó su espada.
–Está volviendo en si, Horsa –dijo una voz–. Date prisa, debemos quitarle el hielo de sus brazos y piernas, para que pueda volver a empuñar la espada.
–No puede abrir la mano izquierda –dijo el otro con un gruñido–. Está aferrando algo...

Conan abrió los ojos y miró a los hombres barbudos que se inclinaban sobre él. Estaba rodeado de guerreros altos y rubios, que vestían cotas de malla y pieles.
–¡Conan! –exclamó uno de ello–. ¡Estás vivo!
–¡Por Crom, Niord! –dijo el cimmerio jadeando–. ¿Estoy vivo o estamos todos muertos en Valhalla?
–Estamos vivos –respondió As masajeando los pies helados de Conan–. Nos tendieron una emboscada; de lo contrario hubiéramos llegado a tiempo para luchar a tu lado. Los cadáveres todavía estaban tibios cuando aparecimos en el campo de batalla. No te encontramos entre los muertos, de modo que seguimos tu rastro. Pero Conan, en nombre de Ymir, ¿por qué te fuiste hasta las estepas del norte? Seguimos tus huellas sobre la nieve durante horas. Si alguna tormenta las hubiera ocultado, jamás te habríamos encontrado, ¡por Ymir!
–No jures tan a menudo por Ymir –murmuró otro guerrero con aire inquieto, observando las lejanas montañas–. Esta es su tierra, y cuentan las leyendas que el dios vive en aquellas montañas.
–He visto a una mujer –repuso Conan confusamente–. Nos hablamos encontrado con los hombres de Bragi ea la llanura. No sé durante cuánto tiempo estuvimos peleando. Fui el único sobreviviente, y estaba mareado y exhausto. La tierra parecía un sueño; sólo ahora las cosas me parecen naturales y conocidas. La mujer vino hacia mí, provucandome. Era hermosa como una helada llama del infierno. Una extraña locura me invadió cuando la miré, y me olvidé de todo. La seguí. ¿No habéis encontrado sus huellas? ¿Ni habéis visto a los gigantes helados a los que di muerte?

Nior respondió negativamente con un movimiento de la cabeza.
–Sólo encontramos tus huellas en la nieve, Conan –le respondió.
–Entonces es probable que esté loco –dijo Conan aturdido–. Y sin embargo, vosotros no me parecéis más reales que aquella muchacha de cabellos dorados que corría desnuda sobre la nieve, delante de mí. No obstante, yo la vi desvanecerse entre mis propias manos, como una llama helada que se extingue súbitamente.
–Está delirando –musitó uno de los guerreros.
–¡No! –exclamó un hombre más viejo, de ojos salvajes y extraños–. ¡Era Atali, la hija de Ymir, el gigante de hielo! ¡Ella sale al campo de batalla y se deja ver por los moribundos! Yo la he visto cuando era un muchacho y estaba medio muerto después de la sangrienta batalla de Wolfraven. La he visto caminar entre los muertos, sobre la nieve; su cuerpo desnudo brillaba como el marfil y su cabellera dorada resplandecía con un fulgor insoportable a la luz de la luna. Yo me acosté en el suelo y aullé como un perro moribundo porque no podía arrastrarme tras ella. Atrae a los sobrevivientes de las batallas y los lleva a los páramos para que sus hermanos, los gigantes de hielo, les den muerte; después les arrancan el corazón y lo depositan en la mesa de Ymir. ¡El cimmerio ha visto a Atali, la hija del gigante helado!
–¡Bah! –gruñó Horsa–. El viejo Orom ha quedado mal de la cabeza por una herida que recibió en su juventud. Conan estaba delirando por los golpes recibidos en el fragor de la batalla; mirad cuántas abolladuras tiene en el casco. Cualquiera de esos golpes pudo afectarle el cerebro. Lo que anduvo siguiendo por las estepas no era más que una alucinación. El cimmerio viene del sur; ¿qué sabe él acerca de Atali?
–Quizá tengas razón –murmuró Conan–. Todo era tan extraño, tan misterioso y sobrenatural... ¡Por Crom!

Conan se calló y miró algo que todavía aferraba con fuerza en la mano izquierda. Los demás se quedaron boquiabiertos cuando vieron que sostenía un tenue velo de gasa..., un velo de gasa tan ligero y delicado que no pudo haber sido tejido por manos humanas.
 
No he leido todo el hilo asi que hago la pregunta:

¿Que os parece la nueva serie que ha aparecido en comic de Conan con nuevos dibujantes en las viejas historias?

Parece que lo están haciendo cronológicamente, introduciendo historias nuevas, o detallándolas, ahí donde en los originales faltaban precisiones:

Por cierto, el joven Conan aún está preso de los hyperboreos en esta nueva serie.
 
No he podido ver gran cosa de esta serie.
Si alguien tiene elinks que los ponga, por favor.
 
Villanos en la Casa

Un tanto desilusionado acerca de la posibilidad de evitar los obstáculos sobrenaturales que le impiden ejercer tranquilamente su profesión y comprendiendo que Nemedia no es un lugar adecuado para él, Conan encamina nuevamente sus pasos hacia el sur, en dirección a Corinthia, donde sigue dedicándose a la apropiación ilegal de bienes ajenos en una de las pequeñas ciudades-estado que forman parte de ese reino. Cuenta ahora con diecinueve años, se ha vuelto más duro, tiene más experiencia y es más cauteloso que cuando apareció por primera vez en los reinos del sur.

« Uno huyó, otro murió y un tercero duerme en un lecho dorado.»

(Antiguo poema anónimo)

Durante una fiesta en la Corte, Nabonidus, el Sacerdote Rojo, que era el verdadero gobernante de la ciudad, tocó cortésmente en el brazo a Murilo, el joven aristócrata. Éste se volvió y se encontró con la enigmática mirada del sacerdote, preguntándose cuál sería el significado oculto de ese gesto. Nadie dijo una palabra, pero Nabonidus inclinó la cabeza y le entregó a Murilo un pequeño cofre de oro. El joven noble, sabiendo que Nabonidus no hacía nada sin una razón especial, se excusó a la primera ocasión y regresó apresuradamente a su habitación. Una vez en ella abrió el estuche y vio que contenía la oreja de un hombre, que reconoció por una cicatriz característica. Se sintió bañado en sudor y no tuvo ninguna duda acerca del significado de la mirada del Sacerdote Rojo.
Pero Murilo, a pesar de sus perfumados rizos negros y de su fatua indumentaria, no era un pusilánime dispuesto a rendirse ante las amenazas ni a agachar la cabeza delante del cuchillo sin antes luchar con todas sus fuerzas. No sabía si Nabonidus estaba jugando con él o si le estaba dando la oportunidad del exilio voluntario, pero el hecho de que él todavía estuviera vivo y en libertad demostraba que se le concedían al menos unas horas, probablemente para que meditase. Sin embargo, él no necesitaba reflexionar para tomar una decisión; lo que precisaba era una herramienta. Y el Destino se la suministró en las tabernas y burdeles de los barrios más sórdidos y miserables de la ciudad, a pesar de que el joven noble se encontrara meditando y temblando de miedo en aquella parte de la ciudad en la que se alzaban los palacios de mármol y marfil con torres de color púrpura de los aristócratas.
Había un sacerdote de Anu cuyo templo, que se encontraba en el límite con los barrios bajos, era el escenario de algo más que de sentimientos de devoción. Este sacerdote obeso y bien alimentado era a un tiempo encubridor y comprador de objetos robados y confidente de la Policía. Prosperaba comerciando con ambas partes, puesto que vivía en el barrio lindante con el distrito llamado el Laberinto, una maraña de callejuelas tortuosas llenas de lodo con sórdidos tugurios frecuentados por los ladrones más osados del reino. Los más audaces eran un hombre de Gunderland que había desertado de las tropas mercenarias y un bárbaro de Cimmeria. Gracias a la intervención del sacerdote de Anu, el hombre de Gunderland fue apresado y ahorcado en la plaza pública. Pero el cimmerio consiguió huir y, enterado de la traición del sacerdote, entró una noche en el templo de Anu y le cortó la cabeza al clérigo. Se produjo un gran alboroto en la ciudad, pero la búsqueda del asesino resultó infructuosa. Hasta que cierto día una mujer lo traicionó y lo entregó a las autoridades conduciendo al capitán de la guardia con sus soldados a la habitación en la que se ocultaba el cimmerio, a quien encontraron borracho.
El bárbaro se despertó estupefacto y reaccionó en forma instantánea y violenta; destripó de un tajo al capitán, se abrió paso entre sus contrincantes y habría logrado huir de no ser por que sus sentidos aún estaban velados por el alcohol. Desconcertado y medio ciego por el alcohol, el cimmerio erró a la puerta en su precipitado intento de huida y se golpeó la cabeza contra la pared de piedra con tal violencia que quedó sin sentido. Cuando volvió en sí, se encontraba en la mazmorra más segura de la ciudad, encadenado a la pared con unos grilletes tan poderosos que ni siquiera con su fuerza salvaje podía romper.
Murilo llegó a su celda enmascarado y envuelto en un manto negro. El cimmerio lo observó atentamente, pensando que se trataba del verdugo enviado para ejecutarlo. Murilo lo sacó de su error y lo miró con el mismo interés. Aun en la semioscuridad del calabozo y encadenado a la pared, resultaba evidente la fuerza primitiva del bárbaro. Su enorme cuerpo y sus piernas y brazos musculosos combinaban la fuerza del oso con la agilidad de la pantera. Debajo de su desordenada cabellera negra, sus ojos azules centelleaban con inusitada ferocidad.
-¿Te gustaría seguir viviendo? -preguntó Murilo.
El bárbaro gruñó, con el rostro iluminado por el interés.
-Si logro hacerte escapar, ¿me harías un favor? -inquirió el joven aristócrata.
El cimmerio no contestó, pero la intensidad de su mirada hablaba por él. -Quiero que mates a un hombre.
-¿A quién?
-A Nabonidus, el sacerdote del rey -dijo Murilo en un susurro.

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El cimmerio no dio muestras de sorpresa ni de turbación. Carecía del temor y de la reverencia hacia la autoridad que la civilización inculca a los hombres. Para él era igual un rey que un mendigo. Tampoco preguntó por qué Murilo había recurrido a él cuando la ciudad estaba llena de asesinos, especialmente en los bajos fondos.
-¿Cuándo podré escapar? -preguntó el cimmerio.
-Dentro de una hora. Por la noche no hay más que un guardia en esta parte del calabozo. Es posible sobornarlo, es decir, ya ha sido sobornado. Verás, aquí están las llaves para liberarte de tus cadenas. Yo te las quitaré y una hora después de que yo me haya marchado, Athicus, el centinela, abrirá la puerta de tu celda. Debes atarlo con tiras hechas de tu propia túnica, de modo que cuando lo encuentren, las autoridades piensen que fuiste rescatado desde el exterior y no sospechen de él. Dirígete en seguida a la casa del Sacerdote Rojo y mátalo. Luego ve a la Madriguera del Ratón, donde te esperará un hombre que te entregará una bolsa de oro y un caballo. Con eso podrás escapar de la ciudad y del reino.
-Entonces quítame estos malditos grilletes -pidió el cimmerio-y dile al guardia que me traiga comida. Por Crom que he do comiendo pan con moho y agua durante un día entero y estoy a punto de morirme de hambre.
-Así se hará, pero recuerda que no debes escapar hasta que yo haya tenido tiempo de llegar a mi casa.
Libre de sus cadenas, el bárbaro se puso en pie y estiró sus poderosos brazos, que se veían enormes en la penumbra de la celda. Murilo pensó una vez más que si había alguien en el mundo capaz de llevar a cabo la tarea impuesta, éste era sin duda el cimmerio. Después de darle algunas instrucciones más, el noble abandonó la prisión, no sin antes ordenarle a Athicus que le llevara un buen plato de carne y cerveza al prisionero. Sabía que podía confiar en el guardia, no sólo por el dinero que acababa de darle, sino también por ciertos datos que poseía acerca de aquel hombre.
Cuando volvió a su habitación, Murilo había dominado sus temores. No cabía la menor duda de que Nabonidus lo atacaría por intermedio del rey. Y puesto que la guardia real no estaba llamando a su puerta, era seguro que el sacerdote todavía no le había dicho nada al rey. Sin duda le hablaría mañana... si es que vivía para ver el nuevo día.
Murilo confiaba en que el cimmerio cumpliera con su palabra, aunque quedaba por ver si conseguía llevar a cabo su propósito. Otros hombres habían intentado asesinar al Sacerdote Rojo anteriormente, y todos ellos habían muerto de manera terrible y anónima. Pero se trataba de hombres de la ciudad que carecían del instinto animal que poseen los bárbaros. En el momento en que Murilo, dando vueltas en sus manos al pequeño cofre de oro que contenía la oreja cortada, se enteró por conductos secretos de que el cimmerio había sido capturado, supo que ésa era la solución a su problema.
El joven aristócrata tomó una copa en su habitación y brindó por aquel bárbaro llamado Conan y por el éxito de esa noche. En el momento en que acercó la copa a sus labios, uno de sus espías le trajo la noticia de que Athicus había sido arrestado y encerrado en un calabozo. El cimmerio no había podido escapar.
Murilo sintió que la sangre se le helaba en las venas. Veía la mano de Nabonidus en este giro imprevisto del destino y comenzó a sentirse terriblemente obsesionado por la idea de que el Sacerdote Rojo era sobrehumano, un hechicero que leía en la mente de sus víctimas y las manejaba con hilos como si fueran títeres. El joven se sintió desesperado. Se ciñó una espada bajo el manto negro y salió de su casa por un pasadizo secreto, caminando deprisa por las calles desiertas. Era medianoche cuando llegó a la mansión de Nabonidus, que se perfilaba en la oscuridad en los jardines rodeados de vallas que la separaban de las casas adyacentes.
El muro era alto, aunque no imposible de escalar. Nabonidus no confiaba sólo en simples barreras de piedra. Lo temible era lo que se hallaba dentro de esos muros. Murilo no sabía exactamente qué era. Sabía que había al menos un perro enorme y salvaje que rondaba por los jardines y en una ocasión había destrozado a algún intruso, como si se tratara de un sabueso con un conejo. No podía imaginar qué más podía haber allí. Quienes habían entrado en aquella casa por breves y legítimos asuntos de negocios, contaban que la casa de Nabonidus estaba llena de criados. En realidad, mencionaban haber visto sólo a uno; se trataba de un hombre alto y silencioso llamado Joka. Habían oído a alguien más, posiblemente un esclavo, dando vueltas por otras dependencias de la casa, pero nadie lo había visto jamás. El mayor enigma de aquella casa misteriosa era Nabonidus mismo, cuyo poder de intriga y dominio de la política internacional lo habían convertido en el hombre más poderoso del reino. El pueblo, el canciller y hasta el rey se movían como marionetas entre sus manos.
Murilo escaló el muro y se dejó caer en el jardín, que era una gran extensión de sombras, oscurecidas aún más por los arbustos y el ondulante follaje. No había luces en las ventanas de la casa, que asomaba con aspecto siniestro entre los árboles. El noble se ocultó sigilosa y rápidamente entre los arbustos. Esperaba oír el ladrido del enorme sabueso de un momento a otro, y ver aparecer su gigantesco cuerpo desde las sombras. Pensó que la espada le serviría de poco frente a un ataque semejante, pero no vaciló. Daba igual morir entre los colmillos de ese animal que bajo el hacha del verdugo.
Tropezó con algo voluminoso y blando. Se inclinó y bajo la tenue luz de las estrellas pudo ver un cuerpo fláccido tendido en el suelo. Era el perro que vigilaba los jardines, y estaba muerto. Tenía el cuello destrozado y presentaba lo que parecían ser las marcas de unos enormes colmillos. Murilo tuvo la sensación de que ningún ser humano podía haber hecho esto. El animal se había encontrado con un monstruo más salvaje que él. Murilo miró inquieto hacia la extraña vegetación que había a su alrededor y, encogiéndose de hombros, avanzó hacia la silenciosa mansión.
La primera puerta que comprobó estaba abierta. Entró sigilosamente, con la espada en la mano, y se encontró con un largo corredor sombrío apenas iluminado por una luz que brillaba a través de unas cortinas que había en el extremo opuesto. Un silencio absoluto se cernía sobre aquella casa. Murilo cruzó el salón y se detuvo a observar a través de las cortinas. Vio un cuarto iluminado cuyas ventanas estaban totalmente cubiertas por cortinas de terciopelo con la finalidad de que no pasara ni un solo rayo de sol. En la habitación no había ningún ser humano, aunque se hallaba en ella un siniestro ocupante. En medio de restos de muebles y de cortinas rotas se podía ver el cadáver de un hombre. Yacía boca abajo, pero la cabeza había sido retorcida de tal modo que su barbilla se apoyaba en el hombro. El rostro contorsionado en una sonrisa macabra parecía mirar de soslayo al horrorizado aristócrata.
Por primera vez en la noche, Murilo pareció flaquear. Lanzó una mirada incierta hacia el lugar por el que había venido. La imagen del cepo del verdugo y del hacha le empujaron a seguir y cruzó la habitación esquivando esa cosa horrorosa que yacía en el centro de la estancia. Aunque nunca había visto a aquel hombre antes comprendió, por las descripciones que le habían hecho, que se trataba de Joka, el criado de Nabonidus.
Se acercó a otra puerta y miró a través de las cortinas hacia el interior de una amplia habitación circular, rodeada por una galería equidistante del brillante suelo y del elevado cielo raso. Este cuarto tenía muebles tan extraordinarios que parecía la habitación de un rey. En el centro se podía ver una recargada mesa de caoba con vasijas de vino y ricos manjares. Murilo se quedó paralizado por la sorpresa. En un enorme sillón, cuyo amplio respaldo estaba vuelto, vio una figura cuyo atuendo le resultaba conocido. Vio un brazo con una manga roja que se apoyaba en el brazo del sillón; la cabeza, cubierta con la conocida capucha escarlata, estaba inclinada hacia adelante como si estuviera meditando. Murilo había visto cientos de veces a Nabonidus sentado de ese modo en la corte del rey.
Maldiciendo la intensidad de los latidos de su corazón, el noble avanzó por la habitación con la espada empuñada y todo su cuerpo dispuesto para el ataque. Su presa no se movía ni parecía oír su sigiloso acercamiento. ¿Estaría dormido el Sacerdote Rojo, o aquella cosa desplomada sobre el enorme sillón era un cadáver? Murilo estaba a un paso de su enemigo. En ese momento, el hombre que estaba en la silla se levantó y se volvió hacia él.
Murilo palideció súbitamente. Su espada cayó al suelo pulido con un sonido metálico. De sus labios lívidos surgió un grito estremecedor, seguido por el ruido sordo de un cuerpo que se desplomaba. Luego volvió a reinar el silencio en la casa del Sacerdote Rojo.
Poco después de que Murilo abandonara la mazmorra en la que Conan el cimmerio se hallaba recluido, Athicus le llevó al prisionero una bandeja con comida en la que había, entre otras cosas, un plato con una enorme chuleta y una jarra de cerveza. Conan comió con voracidad mientras Athicus hacía la última ronda por las celdas para ver si todo estaba en orden y si no había nadie que pudiera ser testigo del simulacro de evasión. En ese momento entró un pelotón de guardias en la prisión y lo arrestaron. Pero Murilo se equivocó al pensar que este arresto significaba que habían descubierto la planeada fuga de Conan. Se trataba de otra cosa: Athicus había sido poco cuidadoso en sus transacciones con la gente de los bajos fondos y ahora lo castigaban por una de sus faltas.
Otro carcelero ocupó su lugar. Era un individuo imperturbable y digno de confianza, al que ninguna clase de soborno podía apartar de su deber. Carecía de imaginación, pero tenía una idea muy elevada de la importancia de su puesto.
Después de que Athicus desapareciera para ser acusado formalmente ante el magistrado, este carcelero hacía las rondas por las celdas de manera rutinaria. Al pasar delante de la de Conan, se sintió indignado y ultrajado al ver que el prisionero estaba libre de sus cadenas royendo los últimos trozos de carne de un enorme hueso. El carcelero estaba tan disgustado que cometió el error de entrar solo en la celda, sin llamar a los demás guardias. Fue su primera equivocación en el cumplimiento del deber... y la última. Conan le partió la cabeza, con el hueso, le quitó el puñal, cogió las llaves y salió de allí con toda tranquilidad. Tal como Murilo había dicho, había un solo guardia de servicio allí por la noche. El cimmerio atravesó los muros de la prisión valiéndose de las llaves que acababa de robar y luego salió a la calle tan libre como si el plan de Murilo hubiera sido un éxito.
Estando todavía dentro de la sombría prisión, Conan se detuvo un momento para decidir sus próximos pasos. Pensó que, puesto que en realidad había escapado por sus propios medios, no le debía nada a Murilo. Sin embargo, recordó que el joven aristócrata fue quien lo había liberado de sus cadenas y había ordenado que le enviaran la comida, sin lo cual su evasión no hubiera sido posible. Conan llegó a la conclusión de que estaba en deuda con Murilo y, dado que era un hombre que finalmente cumplía con sus obligaciones, se dispuso a llevar a cabo lo prometido al noble. Pero antes tenía que atender un asunto personal.
Se quitó la túnica harapienta y avanzó en la noche sin más ropa que el taparrabo. Mientras caminaba palpó el puñal que le había quitado al carcelero; era un arma asesina con una hoja ancha de doble filo y casi medio metro de largo. Anduvo furtivamente por las callejuelas y por las plazas en sombras hasta llegar al Laberinto. Recorrió sus calles sinuosas con la seguridad que da la familiaridad. Era realmente un laberinto de oscuros callejones, patios cerrados y pasadizos secretos, de ruidos extraños y malos olores. Las calles no estaban empedradas, y el barro y la suciedad se mezclaban en una amalgama repugnante. No existían cloacas, y las basuras y desperdicios se echaban directamente en los callejones, donde formaban montañas apestosas y charcos nauseabundos. Había que caminar con cuidado para no resbalar y caer en uno de aquellos asquerosos charcos que a veces llegaban hasta la cintura. Tampoco era raro tropezar con un cadáver que yacía en el barro con la garganta cortada y con la cabeza aplastada a golpes. La gente respetable evitaba el Laberinto, y con razón.
Conan llegó a destino sin ser visto, en el preciso momento en que se marchaba alguien a quien deseaba ver fervientemente. En el momento en que el cimmerio entraba furtivamente en el patio de abajo, el nuevo amante de la muchacha que lo había denunciado a la Policía salía de la alcoba de ella, situada en el primer piso. El bribón, una vez que la puerta se cerró tras él, bajó a tientas por la crujiente escalera, embebido en sus propios pensamientos que, como los de la mayoría de los habitantes del Laberinto, tenían que ver con la apropiación indebida de lo ajeno. Cuando estaba bajando la escalera, se detuvo repentinamente sintiendo que se le ponían los pelos de punta. Vio una figura agazapada que subía en la oscuridad y un par de ojos brillantes como los de un perro de caza. Lo último que oyó en su vida fue una especie de gruñido animal cuando el hombre se le echó encima y de un corte penetrante le abrió el vientre. Lanzó un grito ahogado y bajó dando tumbos por la escalera.
El bárbaro se inclinó sobre el cuerpo por un instante, con aire macabro y los ojos ardiendo en la oscuridad. Sabía que el grito había sido oído, pero la gente del Laberinto tenía mucho cuidado de ocuparse sólo de sus propios asuntos. Un grito de agonía en una escalera oscura no era nada insólito. Más tarde, alguien se aventuraría a averiguar, pero sólo después de haber dejado pasar un espacio de tiempo prudencial.
Conan subió por la escalera y se detuvo ante una puerta que conocía muy bien. Estaba cerrada por dentro, pero la hoja de su sable pasó por la rendija de la puerta y levantó el pestillo. Irrumpió en la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas, y se dirigió hacia la muchacha que lo había traicionado denunciándole a la Policía.
La moza estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama deshecha. Palideció súbitamente y lo miró como si fuera una aparición. Había oído el grito de la escalera y vio las manchas de sangre que había en la daga de Conan. Pero estaba demasiado aterrada por su suerte para perder el tiempo lamentando el destino cruel que obviamente había tenido su amante. Comenzó a suplicarle que no la matara, pronunciando palabras incoherentes por el terror que la embargaba. Conan no respondió; se limitó a permanecer en su sitio mirándola con ojos ardientes mientras acariciaba la hoja de su puñal con el pulgar.
Después cruzó la habitación mientras ella retrocedía hacia la pared, llorando con desesperación y pidiendo piedad. Cogiéndola rudamente por la rubia cabellera, la sacó de la cama. Volvió a enfundar el arma y, después de colocar a su desquiciada prisionera bajo la axila izquierda, se dirigió hacia la ventana. Como ocurría en la mayoría de las casas de ese tipo, había una cornisa en cada piso. Conan abrió la ventana de un puntapié y salió al estrecho saliente del edificio. Si hubiera habido alguien allí, habría presenciado el extraño espectáculo de un hombre que se movía con cuidado por la cornisa del edificio llevando bajo el brazo a una moza semidesnuda que se agitaba y pataleaba. Se hubieran extrañado tanto como la muchacha.
Cuando llegó al sitio que consideró adecuado, Conan se detuvo y se apoyó en la pared con la mano libre. En ese momento se oyó un clamor proveniente de la casa, lo que indicaba que habían descubierto el cadáver. La prisionera lloriqueaba y se retorcía, renovando sus ruegos inútiles. Conan miró hacia abajo y alcanzó a ver el estiércol y el fango, mientras oía los gritos de dentro y los gemidos de la moza. Entonces la dejó caer con eran precisión en el interior de un pozo negro. El joven disfrutó durante unos instantes viéndola agitarse y patalear entre las inmundicias y oyéndola maldecir con todas sus fuerzas, e incluso se permitió lanzar una carcajada contenida. Por último levantó la cabeza y escuchó el tumulto creciente que había en el edificio, y se dijo que había llegado el momento de matar a Nabonidus.
El retumbar de un sonido metálico despertó a Murilo. Lanzó un gemido y consiguió incorporarse con gran esfuerzo. A su alrededor no había más que silencio y oscuridad, y por un instante le angustió el temor de haberse quedado ciego. Luego recordó lo que había ocurrido antes y se le erizó la piel. Tocó con su mano el suelo sobre el que estaba acostado y notó que estaba formado por bloques uniformes de piedra. Siguió palpando y descubrió una pared del mismo material. Se puso en pie y se apoyó contra el muro, tratando en vano de orientarse. Estaba claro que se hallaba en una prisión, pero no tenía idea de dónde se encontraba ésta y del tiempo que llevaba recluido. Recordó vagamente un estruendo metálico y se preguntó si se trataría de la puerta de hierro de su calabozo al cerrarse tras él, o si anunciaba la llegada del verdugo.
Esta idea le produjo un tremendo escalofrío. Luego anduvo a tientas junto a la pared. De momento procuraba encontrar los límites de su celda, pero en seguida llegó a la conclusión de que estaba avanzando por un corredor. Se mantuvo pegado a la pared temiendo caer en un pozo o en una trampa de otro tipo, y finalmente se dio cuenta de que había algo junto a él en la oscuridad. No veía nada, pero o bien su oído había percibido un sonido apagado o un sexto sentido le puso sobre aviso. Se paró en seco y se le pusieron los pelos de punta. Estaba convencido de que sentía la presencia de algún ser vivo agazapado en las sombras frente a él.
Creyó que su corazón dejaría de latir cuando oyó una voz con acento bárbaro que le preguntó en tono muy bajo:
-¡Murilo! ¿Eres tú?
-¡Conan! -exclamó el joven noble casi desmayado por la impresión.
Tanteó en la oscuridad y sus manos se encontraron con un par de enormes hombros desnudos.
-Menos mal que te he reconocido -dijo el bárbaro con un gruñido-. Estaba a punto de estrangularte como a un cerdo cebado.
-¡Por Mitra!, ¿dónde estamos?
-En los pozos que hay debajo de la casa del Sacerdote Rojo, pero ¿por qué...?
-¿Qué hora es?
-Poco después de medianoche.
Murilo movió la cabeza, tratando de coordinar sus desordenados pensamientos.
-¿Qué haces tú aquí? -preguntó el cimmerio.
-He venido a matar a Nabonidus. Me enteré de que habían cambiado al centinela de la prisión...
-Es cierto -dijo Conan refunfuñando-. Pero le rompí la cabeza al nuevo carcelero y me escapé. Podría haber estado aquí hace varias horas, pero tenía un asunto personal que atender. Bueno, ¿vamos en busca de Nabonidus?
A Murilo le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
-¡Conan, estamos en la casa de un ser demoníaco! ¡He venido en busca de un enemigo humano, pero encontré a un diablo peludo salido del mismísimo infierno!
Conan lanzó un gruñido de incertidumbre. Aunque era temerario como un tigre herido cuando se trataba de enemigos humanos, se sentía invadido por terrores supersticiosos como todos los primitivos.
-Conseguí entrar en la casa -dijo Murilo en voz muy baja, como si hubiera oídos en las paredes oscuras-. En los jardines exteriores encontré al perro de Nabonidus muerto. Dentro de la casa hallé a Joka, el criado; le habían roto el cuello. Luego vi a Nabonidus en persona sentado en su sillón y vestido con su atuendo habitual. Al principio pensé que también él estaba muerto. Me adelanté para apuñalarlo. Pero se puso de pie y se volvió hacia mí. ¡Dioses!
El recuerdo del horror que había sentido dejó sin habla por un momento al joven aristócrata.
-Conan -susurró-, ¡no era un hombre lo que tenía frente a mí! Su cuerpo y su postura eran humanos, ¡pero bajo la capucha escarlata del sacerdote había un rostro con una sonrisa macabra que parecía de locura y de pesadilla! Estaba cubierto de pelo negro, a través del cual brillaban unos ojillos rojizos como los de un cerdo; su nariz era aplanada con enormes ventanillas en forma de campana; sus labios fofos se retorcían hacia atrás y por ellos asomaban unos inmensos colmillos amarillos, parecidos a los dientes de un perro. Las manos que asomaban por las mangas escarlata eran deformes y también estaban cubiertas de pelo negro. Esto es lo que vi en un instante y entonces, abrumado por el horror, mis sentidos me abandonaron y caí desvanecido.
-¿Y qué sucedió después? -musitó el cimmerio preocupado.
-Recobré el sentido hace unos momentos. El monstruo debe de haberme arrojado a este pozo. ¡Conan, siempre he sospechado que Nabonidus no era del todo humano! ¡Es un monstruo que se transforma en hombre! Durante el día actúa entre los humanos disfrazado de hombre, y por la noche adopta su verdadero aspecto.
-Eso es evidente -respondió Conan-. Todo el mundo sabe que hay hombres que se convierten en lobos según su voluntad. Pero ¿por qué mató a sus criados?
-¿Quién puede saber lo que pasa por la mente de un diablo? -repuso Murilo-. Lo que importa ahora es salir de aquí. Las armas humanas nada pueden contra esa clase de monstruos. ¿Y tú, cómo entraste aquí?
-Por la alcantarilla. Pensé que los jardines estarían vigilados, y aquéllas se comunican con un túnel que a su vez conduce hasta aquí. Creí que encontraría alguna puerta abierta que me permitiría entrar en la casa.
-¡Entonces huyamos por donde tú entraste! -exclamó Murilo-. ¡Al demonio con todo lo demás! Una vez fuera de este cubil de serpientes intentaremos eludir a la guardia real y escapar de la ciudad. ¡Ve tú delante!
-Es inútil -dijo el cimmerio con un gruñido-. El camino hacia las alcantarillas está bloqueado. Cuando entré en el túnel vi que cayó una reja de hierro del techo, con gran estrépito. Si no me hubiera movido con la rapidez del rayo, las puntas de las barras me habrían clavado contra el suelo como un gusano. Cuando intenté levantar la reja, vi que no se movía. Ni un elefante habría podido moverla. Y entre sus barrotes apenas podría pasar un conejo.
Murilo lanzó una maldición y sintió como si una mano helada le recorriera la espina dorsal. Debería haber imaginado que Nabonidus no dejaría ninguna entrada de la casa sin vigilar. Si Conan no tuviera la prodigiosa agilidad de un salvaje, aquella reja lo hubiera atravesado de lado a lado. Seguramente su paso por el túnel actuó sobre algún mecanismo secreto que puso en funcionamiento la reja desde el techo. Lo cierto es que ahora ambos estaban cogidos en una terrible trampa.
-Sólo podemos hacer una cosa -dijo Murilo sudando abundantemente-. Tenemos que buscar otra salida. Seguramente están todas llenas de trampas, pero no hay otra solución.
El bárbaro lanzó un gruñido aprobador, y ambos anduvieron a tientas por el corredor. A pesar de la tensión del momento, a Murilo se le ocurrió una pregunta.
-¿Cómo me reconociste? -le dijo a Conan.
-Recordé el olor del perfume que llevabas en el pelo cuando viniste a verme en la celda -respondió Conan-. Lo volví a sentir hace un rato, cuando estaba agazapado en la oscuridad dispuesto a cortarte en dos.
Murilo se acercó un mechón de cabellos negros a la nariz; aun así el perfume era casi imperceptible para su olfato civilizado, y entonces comprendió cuan agudos eran los sentidos del bárbaro.
Su mano tocó instintivamente la vaina de su espada cuando comenzaron a avanzar a tientas y lanzó una maldición al comprobar que estaba vacía. En ese momento divisaron un tenue fulgor delante de ellos y poco después llegaron a un recodo del pasillo por el que se filtraba una luz grisácea. Ambos miraron del otro lado del recodo y Murilo, que estaba apoyado en su compañero, sintió que el enorme cuerpo del bárbaro se ponía rígido. El joven noble también lo había visto; se trataba del cuerpo de un hombre semidesnudo que yacía fláccido sobre el suelo apenas iluminado por un resplandor que parecía emanar de un gran disco de plata que había en la pared más alejada. Le resultaba conocida la figura tendida de bruces, lo que hizo que Murilo se abandonara a las conjeturas más increíbles y monstruosas. Indicándole al cimmerio que lo siguiera, se adelantó y se inclinó sobre el cuerpo inerme. Procurando dominar la repugnancia que le producía, se acercó y volvió el cuerpo boca arriba. Se le escapó una maldición de incredulidad, mientras el cimmerio gruñía en forma explosiva.

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-¡Nabonidus! ¡El Sacerdote Rojo! -exclamó Murilo mareado y aturdido por el asombro-. Entonces, ¿quién...?
El sacerdote lanzó unos gemidos e hizo algunos movimientos. Con rapidez felina, Conan se inclinó y apoyó su puñal sobre el corazón del moribundo. Murilo lo cogió por la muñeca y dijo:
-¡Espera! No lo mates todavía...
-¿Por qué? -inquirió el cimmerio-. Ha abandonado su disfraz de monstruo y ahora duerme. ¿Quieres que despierte y nos haga pedazos?
-¡No! ¡Espera! -pidió Murilo, procurando poner orden en sus confusos pensamientos-. ¡Mira! No está durmiendo. ¿Ves ese enorme cardenal que tiene en la sien afeitada? Lo han golpeado y lo han dejado sin sentido. Es probable que lleve aquí varias horas.
-Creí haberte oído decir que lo viste en la casa con apariencia de bestia -dijo Conan.
-¡Claro que lo he visto! Si no..., ¡está volviendo en sí! Aparta tu daga, Conan; aquí hay un misterio mucho más recóndito de lo que yo pensaba. Tengo que hablar con este sacerdote antes de matarlo.
Nabonidus se llevó una mano temblorosa a la sien herida, masculló algo incomprensible y abrió los ojos. Su mirada no tenía expresión alguna y no parecía entender nada ni reconocer a nadie; luego, con un espasmo, la vida volvió a sus pupilas y se sentó, mirando asombrado a los dos hombres. Cualquiera que fuese el terrible choque que temporalmente obnubiló la agudísima inteligencia del sacerdote, su cerebro volvía a funcionar con la habitual rapidez y vigor. Sus ojos examinaron en un instante todo lo que le rodeaba y se detuvieron en el rostro de Murilo.
-Es un placer para mí que honres mi pobre casa, joven señor -dijo con una risa fría, y luego, observando el enorme cuerpo que se asomaba detrás del hombro del noble, agregó-: Veo que has traído a un valiente. ¿Acaso no te bastaba la espada para segar la vida de mi humilde persona?
-Ya basta -repuso Murilo impaciente-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-Es una pregunta muy peculiar para hacerla a un hombre que acaba de recobrar el conocimiento -respondió el sacerdote-. No sé qué hora es. Pero faltaba aproximadamente una hora para medianoche cuando fui atacado.
-Entonces ¿quién es el que está en tu casa disfrazado con tu ropa? -inquirió Murilo.
-Ése debe de ser Thak -contestó Nabonidus, tocándose con tristeza las heridas-. Sí, debe de ser Thak. ¿Y con mi ropa? ¡El muy perro!
Conan, que no entendía nada, se agitó inquieto y murmuró algo en su lengua. Nabonidus lo miró con extrañeza.
-Tu valentón armado está impaciente por abrirme el corazón, Murilo -dijo el sacerdote-. Creí que eras lo suficientemente sensato como para escuchar mis advertencias y abandonar la ciudad.
-¿Cómo podía saber lo que me esperaba? -repuso Murilo-. De todos modos, mis intereses están aquí.
-Este asesino es buena compañía -murmuró Nabonidus-. Hace tiempo que sospechaba de ti. Por eso hice desaparecer a aquel pálido secretario de la corte. Antes de morir me dijo muchas cosas; entre otras, el nombre del joven aristócrata que lo sobornó para obtener secretos de estado, que el noble vendió a potencias rivales. ¿No te avergüenzas de ti mismo, Murilo, ladrón de guante blanco?
-No tengo mayor motivo de vergüenza que tú, ratero empedernido con alma de buitre -respondió Murilo de inmediato-. Tú explotas a todo un reino con codicia y avidez en tu propio beneficio. Y aparentando un gobierno desinteresado, engañas al rey, arruinas a los ricos y sacrificas todo el futuro de la nación en nombre de tu ambición despiadada. No eres más que un cerdo cebado con el hocico en el trasero. Eres más ladrón que yo. Este cimmerio es el más honesto de los tres, porque roba y asesina abiertamente.
-Bien, veo entonces que estamos entre villanos -dijo Nabonidus con ecuanimidad-. ¿Y ahora qué? ¿Me vas a matar?
-Cuando vi la oreja del secretario desaparecido, sabía que estaba condenado -dijo Murilo bruscamente—, y creí que invocarías la autoridad del rey. ¿Tenía razón?
-Sí -repuso el sacerdote-. Es fácil eliminar a un secretario de la corte, pero tú eres algo más importante. Tenía intenciones de contarle al rey alguna broma acerca de ti mañana por la mañana.
-Una broma que me hubiera costado la cabeza -dijo Murilo entre dientes-. Entonces ¿el rey aún no está enterado de mis negocios en el extranjero?
-Así es —dijo Nabonidus suspirando-. Y ahora, puesto que veo que tu compañero tiene un puñal, me temo que nunca lo sabrá.
-Tú debes de saber cómo se sale de esta madriguera de ratas -dijo Murilo-. Supón que decidiera perdonarte la vida. ¿Nos ayudarías a escapar, jurando mantener en secreto mis robos?
-¿Has oído de algún sacerdote que cumpliera una promesa?
-manifestó Conan con una queja, advirtiendo el giro que tomaba la conversación-. Déjame que le corte el gaznate; quiero ver de qué color es su sangre. En el Laberinto aseguran que tiene el corazón negro, de modo que su sangre debe de ser negra también...
-Ten calma -susurró Murilo-. Si no nos enseña el camino de salida, nos pudriremos aquí. Bien, Nabonidus, ¿qué dices a eso?
-¿Qué puede decir un lobo con una pata en la trampa? -dijo riendo el sacerdote-. Estoy en vuestras manos y, si hemos de escapar, debemos ayudarnos unos a otros. Juro que si sobrevivimos a esta aventura olvidaré todos tus negocios turbios. ¡Lo juro por el alma de Mitra!
-Eso me basta -musitó Murilo-. Ni siquiera el Sacerdote Rojo osaría romper ese juramento. Ahora salgamos de aquí. Mi amigo entró por el túnel, pero una reja cayó detrás de él y bloqueó el camino. ¿Puedes hacer que la levanten?
-Desde aquí no es posible -replicó el sacerdote-. La palanca de control está en el cuarto situado encima del túnel. Hay otra forma de salir de este pozo, que os enseñaré. Pero dime, ¿cómo llegaste hasta aquí?
Murilo se lo contó en pocas palabras y Nabonidus hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza, tras lo cual se levantó con dificultad. Avanzó cojeando por el corredor, que se ensanchaba formando una enorme habitación, y se acercó al disco de plata. A medida que avanzaban, el resplandor aumentó, aunque sin dejar de ser tenue y velado. Cerca del disco vieron una estrecha escalera que conducía hacia arriba.
-Ésta es la otra salida -dijo Nabonidus-, y dudo mucho de que la puerta que se halla al final esté cerrada con llave. Pero tengo la sensación de que el que atraviese esa puerta será degollado. Mirad ese disco.
Lo que parecía ser un disco de plata era en realidad un enorme espejo colocado en la pared. Un complejo sistema de tubos de cobre sobresalían de la pared que estaba encima del disco y se inclinaba hacia abajo en ángulo recto. Al mirar esos tubos, Murilo vio un increíble conjunto de espejos más pequeños. Observó con atención el de mayor tamaño y lanzó una exclamación de asombro. Conan, que miraba por encima de su hombro, emitió un gruñido.
Parecían estar mirando a través de una ventana hacia el interior de una habitación bien iluminada. En las paredes había grandes espejos y entre uno y otro se veían tapices de terciopelo; también había lechos de seda, sillas de ébano y marfil y puertas cubiertas de cortinas que daban a las otras habitaciones. Delante de una puerta desprovista de cortinas había una enorme figura negra sentada que contrastaba grotescamente con la opulencia de la habitación.
Murilo sintió nuevamente que la sangre se le helaba en las venas al ver a aquella figura espantosa que parecía estar mirándolo directamente a los ojos. Retrocedió involuntariamente del espejo, mientras Conan adelantaba agresivamente la cabeza hasta que sus mandíbulas casi tocaron la superficie. Entonces lanzó algo que pareció ser una amenaza o un reto en lengua bárbara.
-Por Mitra, Nabonidus -dijo Murilo boquiabierto y temblando-, ¿qué es eso?
-Es Thak -contestó el sacerdote, acariciando su sien-. Algunos dirían que es un mono, pero es tan diferente de un mono como de un hombre. Sus gentes habitan en el lejano Oriente, en las montañas que lindan con la frontera este de Zamora. No son muchos, pero si no se les extermina, creo que se convertirán en seres humanos dentro de unos cien mil años. Se encuentran en un estadio evolutivo; no son ni monos, como lo fueron sus remotos antepasados, ni hombres, como pueden llegar a ser sus lejanos descendientes. Habitan en los elevados riscos de montañas inaccesibles y no conocen el fuego, ni saben construir casas, ni hacer vestidos, e ignoran incluso el uso de las armas. Sin embargo, tienen una especie de lenguaje compuesto principalmente por gruñidos y chasquidos.
»Yo traje a Thak cuando era casi un recién nacido y aprendió lo que le enseñé mucho más rápidamente y mejor que cualquier otro animal de verdad. Era al mismo tiempo mi guardaespaldas y mi criado. Pero olvidé que al ser en parte humano no podía quedar reducido a una mera sombra de sí mismo, como si fuera un animal de verdad. Al parecer, su especie de cerebro conservaba sensaciones de odio, de resentimiento y tenía una especie de ambición animal.
»De todos modos, atacó cuando menos lo esperaba. Anoche pareció volverse repentinamente loco. Sus actos parecían ser consecuencia de una especie de locura animal y sin embargo sé que deben de haber sido el resultado de una larga y cuidadosa planificación. Oí ruido de pelea en los jardines, y cuando fui a investigar -pues creí que eras tú y que mi perro guardián te estaba atacando-, vi a Thak que salía de los matorrales manchado de sangre. Antes de que pudiera darme cuenta, se abalanzó sobre mí con un aullido espantoso y me golpeó hasta dejarme sin sentido. No recuerdo nada más, pero es de suponer que por un capricho de su mente semihumana, me despojó de la ropa y me arrojó vivo a estas cuevas, por alguna razón que sólo los dioses conocen. Debe de haber matado al perro cuando volvió al jardín, y después de golpearme a mí evidentemente mató a Joka, a quien habéis visto muerto dentro de la casa. Joka hubiera venido en mi ayuda, aun en contra de Thak, a quien siempre ha odiado.
Murilo miró a través del espejo a la extraña criatura que estaba sentada con monstruosa paciencia ante la puerta cerrada. Se estremeció al ver aquellas enormes manos negras cubiertas de espesos vellos que parecían una piel. Su cuerpo era pesado, ancho y encorvado. Los hombros demasiado amplios habían rasgado la túnica escarlata y a través de ésta Murilo vio la misma pelambre negra. El rostro que miraba desde la capucha roja era absolutamente bestial, y sin embargo el joven aristócrata se dio cuenta de que Nabonidus decía la verdad cuando afirmaba que Thak no era completamente animal. Había algo en aquellos siniestros ojos rojos, en la torpe postura de aquel ser, en la apariencia general de aquella cosa, que lo diferenciaba de un verdadero animal. Ese cuerpo monstruoso albergaba un cerebro y un alma que evolucionaban atrozmente hacia algo vagamente humano. Murilo se quedó estupefacto cuando reconoció que había un leve y odioso parentesco entre su raza y aquel ser monstruoso, y se sintió sobrecogido al tomar consciencia fugazmente de los abismos de bestialidad por los que la humanidad ha ido ascendiendo penosamente.
-Seguramente nos está viendo -musitó Conan-. ¿Por qué no nos ataca? Podría romper el ventanal con facilidad.
Murilo se dio cuenta de que Conan pensaba que el espejo era una ventana a través de la cual ellos estaban viendo la otra habitación.
-Él no nos ve -respondió el sacerdote—. Nosotros estamos viendo una habitación que se halla encima de nosotros. Esa puerta que Thak está vigilando es la que se encuentra al final de la escalera. Se trata simplemente de un dispositivo de espejos. ¿Ves aquellos espejos en las paredes? Transmiten las imágenes de la habitación a estos tubos que a su vez otros espejos reflejan ampliados en este enorme espejo.
Murilo entendió que el sacerdote debía de estar siglos por delante de su generación para haber perfeccionado semejante invento, pero Conan lo atribuyó simplemente a brujerías y no se preocupó más por el asunto.
-He construido estas cuevas como albergue y también corno calabozo -siguió diciendo el sacerdote-. En ocasiones me he refugiado aquí y he visto a través de esos espejos el destino funesto de aquellos que buscaban mi ruina.
-Pero ¿por qué vigila Thak esa puerta? -preguntó Murilo.
-Debe de haber oído la caída de la reja en el túnel, porque está conectada con unas campanas que hay en las habitaciones superiores. Sabe que hay alguien en las cuevas y está esperando que suba por la escalera. Oh, sí, ha aprendido muy bien lo que le he enseñado. Él ha visto lo que le ha ocurrido a quienes cruzaban esa puerta cuando yo tiraba de la cuerda que cuelga de aquella pared, y se dispone a imitarme.
-Y mientras espera, ¿qué vamos a hacer nosotros? -inquirió Murilo.
-No podemos hacer nada salvo observarlo. Mientras siga en esa habitación, no debemos ni pensar en subir la escalera. Tiene la fuerza de un verdadero gorila, y podría destrozarnos con toda facilidad. Pero no necesita poner en juego sus músculos; si abrimos la puerta, le bastará con tirar de la cuerda para que salgamos disparados hacia la eternidad.
-¿Cómo?
-Hemos acordado que os ayudaría a escapar —repuso el sacerdote-, pero no me he comprometido a divulgar mis secretos.
Murilo se dispuso a contestar cuando vio algo que le dejó paralizado. Una mano furtiva había abierto la cortina de una de las puertas. En ella apareció un rostro oscuro cuyos ojos brillantes se clavaron amenazadores en la figura encorvada cubierta con la túnica escarlata.
-¡Petreus! -exclamó Nabonidus-. ¡Por Mitra, qué colección de buitres hay aquí esta noche!
El rostro seguía enmarcado entre las cortinas abiertas. Por encima del hombro del intruso asomaban otras caras, morenas y delgadas, iluminadas por una siniestra ansiedad.
-¿Qué hacen aquí? -murmuró Murilo bajando inconscientemente la voz, aunque sabía que no podían oírlo.
-¿Qué pueden estar haciendo Petreus y sus ardientes jóvenes nacionalistas en la casa del Sacerdote Rojo? -dijo Nabonidus riendo-. Mira con qué avidez contemplan la figura del que consideran su mayor enemigo. Han caído en el mismo error que tú. Va a resultar divertido ver la expresión de sus caras cuando adviertan su equivocación.
Murilo no respondió. Todo tenía un aire completamente irreal. Tenía la sensación de estar viendo una función de títeres u observando con cierto desapego los actos de los vivos sin ser visto ni oído, como si él fuera un fantasma incorpóreo.
Vio que Petreus acercó un dedo a sus labios imponiendo silencio a modo de advertencia y luego hizo una seña a los demás conspiradores. El joven aristócrata no sabía si Thak era consciente de la presencia de los intrusos. La posición del hombre-mono no había cambiado; seguía sentado de espaldas hacia la puerta por la que entraban sigilosamente los hombres.
-Tuvieron la misma idea que tú -le dijo Nabonidus al oído-. Sólo que por razones patrióticas y no egoístas. Ahora es fácil entrar en mi casa, dado que el perro está muerto. ¡Oh, qué ocasión para librarme de su amenaza de una vez por todas! Si yo estuviera sentado donde está Thak..., un salto hacia la pared..., un tirón de la cuerda...
Petreus había colocado suavemente un pie en el umbral de la habitación; sus compañeros lo seguían de cerca con las relucientes dagas en la mano. Thak se incorporó y se volvió hacia él. El inesperado horror que le produjo su aspecto, cuando esperaban encontrar el odioso pero conocido semblante de Nabonidus, los llenó de espanto, tal como le había sucedido a Murilo. Petreus retrocedió dando un chillido y empujando a sus compañeros hacia atrás. Éstos tropezaron y cayeron unos encima de otros, y en ese instante Thak, salvando la distancia con un salto prodigioso y grotesco, tiró con todas sus fuerzas del grueso cordón de terciopelo que colgaba cerca de la puerta.
Inmediatamente se abrieron las cortinas, dejando la puerta libre, y de ésta cayó algo con un singular fulgor plateado. -¡Lo ha recordado! -exclamó Nabonidus lleno de júbilo-. ¡La bestia es semihumana! ¡Me ha visto hacerlo y lo ha recordado!
Mirad ahora! ¡Mirad!
Murilo vio que se trataba de una gruesa lámina de vidrio que había caído sobre la puerta. A través del panel se veían los rostros pálidos de los conspiradores. Petreus tendió las manos hacia adelante como protegiéndose del ataque de Thak, y se encontró con la barrera transparente; por sus gestos, parecía estar diciendo algo a sus compañeros. Ahora que las cortinas estaban abiertas, los hombres que se hallaban en la cueva podían ver todo lo que ocurría en la habitación en la que se encontraban los nacionalistas. Habiendo perdido completamente el control de sus nervios, éstos corrían por el recinto hacia la puerta por la que creían haber entrado, pero se detuvieron de pronto, como si hubiera una pared invisible.
-El tirón de la cuerda cerró herméticamente la habitación -dijo
Nabonidus riéndose-. Es muy simple: los paneles de vidrio resbalan por unos raíles que hay en las puertas. Al tirar de la cuerda se suelta el hilo que los sujeta; luego se deslizan hacia abajo y quedan trabados, pudiendo ser accionados sólo desde el exterior. El cristal es irrompible. Ni siquiera un hombre con un mazo sería capaz de destrozarlo. ¡Ah!
Los hombres atrapados en la habitación estaban histéricos de miedo; corrían desesperadamente de una puerta a otra, golpeando en vano las paredes de cristal, agitando violentamente los puños ante la implacable figura negra que los observaba desde fuera. Entonces uno de ellos alzó la cabeza, miró hacia arriba y comenzó a gritar horrorizado, a juzgar por el movimiento de sus labios, al tiempo que señalaba hacia el cielo raso.
-La caída de los paneles ha liberado las nubes mortíferas —dijo el Sacerdote Rojo riendo con carcajadas salvajes—. Es el polvillo del loto gris obtenido de los Pantanos de la Muerte, más allá de Khitai.
Del centro del cielo raso colgaba un racimo de capullos de oro, que se abrieron como los pétalos de una inmensa rosa tallada, y de éstos descendió un vapor grisáceo que llenó rápidamente la habitación. En un instante la escena de histeria se convirtió en un espectáculo de locura y de horror. Los hombres atrapados comenzaron a tambalearse y a correr en círculos como si estuvieran borrachos. De su boca salía espuma y sus labios se retorcían en una risa espantosa. En la huida, caían unos encima de otros acuchillándose con las dagas y destrozándose con los dientes en un holocausto demencial. Murilo se descompuso al contemplar aquel espectáculo y se sintió aliviado de no escuchar los gritos y aullidos que debían de resonar en aquella condenada habitación. Pero aquello se parecía a una película muda proyectada sobre una pantalla, puesto que no se oía nada.
Fuera del recinto maldito, Thak daba saltos con una alegría animal, mientras agitaba y levantaba sus largos y peludos brazos. Nabonidus se reía como un demonio por encima del hombro de Murilo.
-¡Ah, buen golpe, Petreus! -exclamaba-. ¡Le ha abierto las entrañas! ¡Y ahora otro para ti, mi patriótico amigo! ¡Así! Ya han caído todos, y los vivos desgarran la carne de los muertos con sus dientes babeantes.
Murilo sintió un escalofrío. Detrás de él, el cimmerio maldecía con voz apagada en su tosca lengua. Sólo se veía la muerte por todos lados en la habitación de la nube gris; los conspiradores yacían apuñalados, destrozados y mutilados, apilados en una montaña roja, con las bocas abiertas y los rostros ensangrentados mirando sin expresión hacia el techo entre las tenues volutas grisáceas que daban vueltas lentamente.
Thak, como un gnomo gigantesco, se aproximó a la pared de la que colgaba la cuerda y tiró de ella hacia un lado con un gesto peculiar.
-Está abriendo la puerta más alejada -dijo Nabonidus-. ¡Por Mitra; es más humano de lo que yo suponía! Mirad, el humo gris sale en volutas de la habitación y luego se disipa. Thak está esperando para no correr riesgos. Ahora levanta el otro panel. Es cauteloso; conoce el peligro mortal que entraña el loto gris, que provoca la locura y la muerte. ¡Por Mitra!
- Murilo sintió un sobresalto espantoso ante esta exclamación de Nabonidus, que lo electrizó.
-Ésta es nuestra única oportunidad —dijo el sacerdote-. Si abandona la habitación de arriba por unos minutos, podremos intentar subir rápidamente por la escalera.
Atenazados por la tensión, vieron cómo el monstruo salía torpemente por la puerta y desaparecía. Al alzar el panel de cristal, las cortinas habían vuelto a caer, ocultando la cámara de la muerte.
-¡Debemos arriesgarnos! -dijo el sacerdote, y Murilo vio que su rostro estaba cubierto de sudor-. ¡Quizá esté deshaciéndose de los cadáveres, como me ha visto hacer a mí! ¡Rápido! ¡Seguidme! ¡Subamos la escalera!
Nabonidus corrió hacia la escalera y subió por ella con una agilidad que asombró a Murilo. El noble y el bárbaro le seguían de cerca, y oyeron el profundo suspiro de alivio que lanzó el sacerdote cuando consiguió abrir la puerta que se encontraba al final de la escalera. Irrumpieron en la amplia habitación que habían visto reflejada en el espejo. Thak no estaba allí.
-¡Está en aquella habitación, con los cadáveres! -exclamó Murilo-. ¿Por qué no le encerramos allí, como hizo con los conspiradores?
-¡No! ¡No! -dijo Nabonidus con un grito ahogado y con el rostro extrañamente pálido-. No sabemos si está realmente allí. Y de todos modos, puede entrar antes de que podamos alcanzar la cuerda. Seguidme por el corredor; debo llegar a mi habitación para disponer de armas que lo van a destruir. Este pasillo es la única salida que no tiene trampa.
Siguieron apresuradamente al sacerdote y pasaron por una puerta con cortinas que estaba enfrente de la puerta del recinto
de la muerte y llegaron al corredor, que daba a una serie de habitaciones. Nabonidus intentó abrirlas con una pasmosa y torpe rapidez. Estaban cerradas con llave, al igual que la puerta que se hallaba al final del corredor.
-¡Dioses! -exclamó el Sacerdote Rojo apoyándose contra la pared, con el rostro ceniciento-. Las puertas están cerradas y Thak me quitó las llaves. Estamos atrapados.
Murilo se quedó horrorizado al ver a aquel hombre en semejante estado de nervios, pero Nabonidus se serenó haciendo un gran esfuerzo.
-Esta bestia me produce pánico -dijo-. Si vosotros lo hubierais visto destrozar a hombres como yo le he visto..., bueno, que Mitra nos ayude, pero ahora debemos luchar contra él con las armas que los dioses nos han dado. ¡Vamos!
Los condujo de vuelta hacia la puerta con cortinas y miró hacia el enorme recinto en el preciso instante en que entraba Thak por la puerta de enfrente. Era evidente que el hombre-bestia sospechaba algo. Sus pequeñas orejas se movieron; miró irritado a su alrededor y, acercándose a la puerta más cercana, corrió las cortinas para ver si había alguien escondido detrás de ellas.
Nabonidus retrocedió temblando como una hoja. Cogió a Conan por un hombro y le dijo:
-Muchacho, ¿te atreverías a enfrentar tu puñal contra sus colmillos?
Los ojos del cimmerio centellearon por toda respuesta.
-¡Rápido! -susurró el Sacerdote Rojo escondiendo a Conan detrás de las cortinas-. En cuanto nos encuentre, lo que no tardará en ocurrir, lo atraeremos hacia nosotros. Cuando pase delante de ti corriendo, húndele la daga en la espalda, si puedes. Tú, Murilo, muéstrate ante él y luego huye corriendo por el pasillo. Bien sabe Mitra que tenemos muy pocas posibilidades frente a Thak en una lucha cuerpo a cuerpo, pero de todas formas estamos condenados si nos encuentra.
Murilo sintió que la sangre se le congelaba en las venas, pero juntó fuerzas y se asomó por la puerta. Instantáneamente, Thak, que se encontraba del otro lado de la habitación, giró en redondo, miró fijamente y atacó con un rugido espantoso. Su capucha escarlata le cayó sobre la espalda, enseñando su deforme cabeza oscura. Tenía las negras manos y la túnica roja manchadas de sangre. Parecía una oscura pesadilla de color carmesí cuando atravesó la habitación enseñando los colmillos y con las patas torcidas sosteniendo su inmenso cuerpo que avanzaba con paso aterrador.
Murilo se volvió rápidamente hacia el corredor y, pese a lo ágil que era, el horroroso monstruo peludo casi lo alcanza. Entonces, cuando el hombre-mono pasó corriendo delante de las cortinas, de ellas surgió repentinamente una figura enorme que le dio un golpe en el hombro al extraño engendro, al tiempo que hundía su puñal en la espalda de la bestia. Thak lanzó un grito espeluznante cuando el impacto le hizo caer, y ambos rodaron por el suelo. Entonces hubo un remolino de brazos y piernas y comenzó la batalla demoníaca.
Murilo vio que el bárbaro atenazó con sus piernas el torso del hombre-mono y que se esforzaba por mantenerse encima de monstruo mientras lo acuchillaba con el puñal. Thak, por su lado, luchaba por liberarse de las tenazas de su enemigo para hacerlo girar y ponerlo al alcance de los colmillos gigantescos que buscaban la carne del muchacho. En medio de un torbellino de golpes, entre jirones ensangrentados, fueron rodando por el corredor con tal rapidez que Murilo no se atrevió a emplear la silla que había cogido, por temor a golpear al cimmerio. Y vio que, a pesar de la ventaja que suponía para Conan el hecho de haber golpeado primero y que el monstruo llevara una túnica que le envolvía el cuerpo y las extremidades dificultando sus movimientos, la fuerza ciclópea de Thak se iba imponiendo rápidamente. Empujaba inexorablemente al cimmerio para tenerlo frente a él. El monstruo había recibido heridas que hubieran matado a una decena de hombres. El puñal de Conan se hundió una y otra vez en el torso, en los hombros y en el cuello de toro de la bestia. Chorreaba sangre por todas las heridas, pero, a menos que la afilada hoja diera rápidamente en un órgano vital, la sobrehumana vitalidad de Thak terminaría para siempre con el cimmerio y después con sus compañeros.

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Conan también luchaba como una fiera salvaje, en un silencio sólo interrumpido por sus jadeos. Las negras garras del monstruo y aquellas manos a modo de zarpas lo arañaban y desgarraban, y sus mandíbulas sonrientes se abrieron para morderle la garganta. Entonces Murilo, viendo una oportunidad, saltó y lanzó la silla con todas sus fuerzas, que eran suficientes para abrirle la cabeza a un ser humano. La silla resbaló por el negro cráneo, pero el aturdido monstruo aflojó por un instante su abrazo mortal y en ese momento Conan, jadeando y chorreando sangre, saltó hacia adelante y hundió su puñal hasta la empuñadura en el corazón del hombre-mono.
Con un temblor convulsivo, la bestia cayó al suelo, miró fijamente y en seguida quedó inmóvil. Sus fieros ojos se quedaron fijos y brillaron bajo la tenue luz de la habitación; sus pesados miembros temblaron y luego se quedaron rígidos.
Conan se levantó tambaleante, enjugándose el sudor y la sangre que le cubrían el rostro. La sangre goteaba de su puñal y de sus dedos, y chorreaba hasta sus brazos y muslos, manchando su pecho. Murilo lo cogió por un brazo para sostenerlo, pero el bárbaro lo empujó con gesto impaciente.
-El día que no pueda sostenerme solo, sé que habrá llegado la hora de morir -musitó a través de los labios deshechos—. Pero me gustaría beberme una jarra de vino.
Nabonidus contemplaba la figura inmóvil como si no diera crédito a sus ojos. El monstruo negro, peludo y abominable yacía en una grotesca postura sobre los jirones de su túnica escarlata; sin embargo aun así parecía más humano que animal, y transmitía un vago patetismo.
-Esta noche he matado a un hombre y no a una bestia. Lo incluiré entre los jefes cuyas almas envié a las tinieblas, y mis mujeres cantarán sus hazañas.
Nabonidus se inclinó y cogió un manojo de llaves que colgaban de una cadena dorada. Se habían caído del cinto del hombre-mono durante la lucha. Haciendo una seña a sus compañeros para que lo siguieran, los condujo a una habitación, abrió la puerta y avanzó hacia el interior del recinto, que estaba iluminado como los demás. El Sacerdote Rojo cogió una vasija de vino de una mesa y llenó las copas de cristal que había allí. Mientras sus compañeros bebían ávidamente, murmuró:
-¡Qué noche! Falta poco para que amanezca. ¿Qué vais a hacer, amigos?
-Voy a curar las heridas de Conan, si me traes algunas vendas y bálsamos -dijo Murilo.
Nabonidus hizo un movimiento con la cabeza y se dirigió hacia la puerta que daba al corredor. Algo en la inclinación de su cabeza hizo que Murilo lo observara con recelo. Cuando llegó a la puerta, el Sacerdote Rojo se volvió de improviso. Su rostro se había transmutado, los ojos llamearon con el antiguo fuego y su boca reía quedamente.
-¡Somos todos villanos! -dijo con su sarcasmo habitual-. Pero no todos somos necios. El único tonto eres tú, Murilo.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el joven aristócrata dando unos pasos.
-¡Atrás! -gritó Nabonidus con una voz que parecía un látigo-. ¡Si das un paso más, te mato!
Murilo se quedó helado cuando vio que el Sacerdote Rojo aferraba una gruesa cuerda de terciopelo que colgaba entre las cortinas justo al lado de la puerta.
-¿Qué clase de traición es ésta? -gritó Murilo-. Juraste que...
-Juré que no le contaría al rey nada acerca de ti! Pero no prometí que no iba a resolver este asunto por mis propios medios, si podía. ¿Crees que voy a dejar pasar semejante oportunidad? En circunstancias normales no me atrevería a matarte con mis propias manos, sin contar con la aprobación del rey, pero ahora nadie lo sabrá jamás. Irás a parar a las cubas de ácido junto a Thak y los estúpidos nacionalistas, y nadie sabrá nada. ¡Qué noche! Si bien he perdido algunos valiosos sirvientes, también me he librado de varios enemigos peligrosos. ¡No te muevas! Estoy en el umbral y tú no tienes posibilidades de alcanzarme antes de que tire de la cuerda y te envíe al Infierno. Esta vez no se trata del loto gris, aunque es igualmente eficaz. Casi todas las habitaciones de mi casa son una trampa. De modo que, Murilo, eres un imbécil...
Con la rapidez del rayo, Conan cogió una silla y la arrojó. Nabonidus alzó instintivamente el brazo y lanzó un grito, pero era demasiado tarde. El proyectil se estrelló contra su cabeza y el Sacerdote Rojo se tambaleó y cayó de bruces en un charco de sangre oscura que se agrandaba rápidamente.
-Su sangre era roja, después de todo —dijo Conan con un gruñido.
Murilo se echó atrás los cabellos empapados de sudor con mano temblorosa al tiempo que se apoyaba sobre la mesa, debilitado por la tensión pasada y la sensación de alivio que lo embargaba ahora.
-Está amaneciendo -dijo el aristócrata-. Salgamos de aquí antes de que caigamos en otra trampa mortal. Si conseguimos escalar el muro exterior sin que nos vean, no nos asociarán con lo ocurrido aquí esta noche. Dejemos que la Policía encuentre su propia explicación de los hechos.
Miró el cuerpo del Sacerdote Rojo que yacía en un charco de sangre y se encogió de hombros.
-Después de todo, el necio era él. Si no hubiera perdido el tiempo burlándose de nosotros, habría podido eliminarnos con facilidad.
-Bueno -dijo el cimmerio con tranquilidad-, ha tomado el camino que todos los villanos deben recorrer finalmente. Me gustaría saquear la casa, pero supongo que será mejor que nos vayamos.
Cuando salieron de la oscuridad al jardín casi blanco por el rocío del amanecer, Murilo dijo:
-El Sacerdote Rojo ha entrado en el mundo de las tinieblas, de modo que mi camino en la ciudad está libre y no tengo nada que temer. Pero ¿y tú? Queda aún el asunto del Laberinto y...
-De todas maneras, estoy cansado de esta ciudad -dijo el cimmerio con una sonrisa-. Has hablado de un caballo que me esperaba en la Madriguera del Ratón. Tengo curiosidad por saber a qué velocidad me llevará ese caballo a otro reino. Hay muchos caminos que deseo conocer antes de recorrer el que Nabonidus tomó esta noche.
 
Me bajé todos los de "The savage Sword", son la hostia en verso. Está toda la serie americana.

Puro caviar, amigos.

Lo polla. Bajáoslos que merecen la pena.
 
Se baraja la posibilidad, según la editorial yankee, que al igual que hará Marvel Comics con The fantastic Four o The Amazing Spiderman (publicar un DVD con el primer volumen de los comics y demás extras de dichas series), se baraja, decía, la posibilidad de realizar lo mismo con el material de Conan.

Es probable, ésto ya lo pienso yo, que piensen en aprovechar el tirón de la próxima película sobre Conan, ya Rey, y protagonizada por governator.

A esperar a ver que pasa.

Un saludo.

P.D. Para enlaces o posibles scans de números concretos me lo cometais.
 
De verdad que harán otra peli? Si es así, espero que de verdad adapten una historia de Howard y que busquen otro actor, Chuache ya está viejo y acabado.
 
Jacques de Molay rebuznó:
De verdad que harán otra peli? Si es así, espero que de verdad adapten una historia de Howard y que busquen otro actor, Chuache ya está viejo y acabado.

Pues en cuanto a la peli lo cierto es que hace tiempo que tengo mis dudas.

A mediados del año pasado se anunció la "posibilidad" de una última entrega protagonizada por chuachi. Esto "cerraría ciertas heridas" que en su día quedaron entre el actor y la productora, ya que cómo sabéis en un principio, el chochi, debería haber hecho tres entregas del Cimmerio: Conan, el bárbaro. La infumable Conan, el destructor y una trecera entrega que terminó lanzándose cómo El guerrero rojo, siendo en éste caso protagonizada por Red Sonja (Sonja, la roja).

De hecho, siguiendo su línea, se gastaron bastante pasta en promocionar ésa "posibilidad". Se aseguró, incluso, que sería un largometraje basado en la etapa de Rey Conan.

Actualmente no encuentro avances en el proyecto.

Esto, unido a "la carrera" que lleva governator... :roll:

¿Otro actor? Ojalá.

¿Adaptar un relato o varios de Howard? Lo dudo mucho :?

Que sea lo que Dios quiera. Tras haber visto El destructor guionizado por el mismísimo Roy Thomas...

:roll:
 
Lo de la peli, ojalá, me da igual quién la haga. Pero lo dudo. Y para hacer una mierda como algunas pelis fantásticas de los 80 (https://vicisitudysordidez.blogspot.com/ al final del blog) pues que se la guarden.
Para mí, a despecho de las críticas que pueda prodigar Molay contra mi persona, me parecen mucho mejores los comics que los relatos de Howard. Me parecen estos últimos de un insulso que no lo aguanto. También es posible que no me haya leido los buenos relatos.
 
La nueva serie es de Busiek, y la verdad es que no deja de ser la misma histiria de siempre, pero con un dibujo menos acabado, me refieroa que se colorea directamente sobre los lápices, y contado muy hábilmente por Busiek, el problema, es que ha firmado por Dc en exclusiva, y ha dejado la serie colgada por un año (eso como mínimo). Tampoco ha contado gran cosa entre los 14 números que han salido, un poco del origen de Conan, una historia en la que se presenta a Thot _ Amon y poco más...creo que como ahora lo edita Dark Horse y mno Marvel, no puede usar a ciertos personajes de los comics, como Red Sonja aunque apareen personajes que se les parecen mucho, jeje. Sabe Dios... según haga la Torre del Elefante, Clavos Rojos y la saga de Bèlit, será la caña o una puta mierda. El tiempo dirá.
 
JJJ rebuznó:
Lo de la peli, ojalá, me da igual quién la haga. Pero lo dudo. Y para hacer una mierda como algunas pelis fantásticas de los 80 (https://vicisitudysordidez.blogspot.com/ al final del blog) pues que se la guarden.
Para mí, a despecho de las críticas que pueda prodigar Molay contra mi persona, me parecen mucho mejores los comics que los relatos de Howard. Me parecen estos últimos de un insulso que no lo aguanto. También es posible que no me haya leido los buenos relatos.

Hay relatos de poca calidad, pero aun así se leen gustosamente.
Pero hay otros que son realmente acojonantes de buenos.
 
Jacques de Molay rebuznó:
JJJ rebuznó:
Lo de la peli, ojalá, me da igual quién la haga. Pero lo dudo. Y para hacer una mierda como algunas pelis fantásticas de los 80 (https://vicisitudysordidez.blogspot.com/ al final del blog) pues que se la guarden.
Para mí, a despecho de las críticas que pueda prodigar Molay contra mi persona, me parecen mucho mejores los comics que los relatos de Howard. Me parecen estos últimos de un insulso que no lo aguanto. También es posible que no me haya leido los buenos relatos.

Hay relatos de poca calidad, pero aun así se leen gustosamente.
Pero hay otros que son realmente acojonantes de buenos.
¿Podrías decir alguno que te haya gustado especialmente. Lo que está claro es que se leen con pasmosa facilidad.
 
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