Imagínate, por un momento, que vienes de un sitio como Pérez Escrich donde el aire es un látigo de fuego, donde cada sombra es una amenaza y cada sonido un grito de advertencia. Allí donde todo es hostil, hasta el suelo que pisas parece querer tragarte.
Y luego llegas a San Juan Bosco. No a un paraíso, no a un edén de colores vibrantes y brisas perfumadas, sino a un sitio mediocre, anodino, con paredes manchadas de humedad y calles que huelen a rutina y ruina. Pero ¡qué respiro! ¡Qué alivio! El cielo sigue siendo gris, sí, pero ya no se desploma sobre tu cabeza. El suelo es áspero, pero firme. El aire sigue siendo pesado, pero ya no quema.
En otro momento habrías torcido el gesto ante el descuido del paisaje, habrías criticado la fealdad de los muros, el desorden de los cables colgantes, la falta de gracia en las esquinas. Pero hoy, después de donde estuviste, todo esto es belleza. Porque la belleza, a veces, no es un jardín perfecto, sino la simple ausencia del horror.
Y bueno, luego están las TETAS de Nicol...