Ayer murió David Lynch, y como siempre que desaparece uno de esos creadores de obra escasa y concentrada (como ya fue el caso de Kubrick, o el de Dreyer tiempo atrás) el mayor dolor es pensar que ya no habrá más películas de Lynch. Que lo poco, aunque importante, es lo que habrá. Cuando desaparezcan Malick, Coppola o Erice esto va a ser un mar de lágrimas.
Conocer la muerte de un artista es un fenómeno muy curioso. Se recibe la noticia, y se experimenta de una forma tan singular que no se parece a nada. De pronto uno sabe que un catálogo creativo se cierra, que las obras que conocemos no tendrán continuación en otras que las maticen, las corrijan, se alimenten de ellas o les sirvan de eco. Ya no habrá más metamorfosis estilísticas, si es que el autor fue dado a ellas. Si elaboraron un discurso de ideas, éste no se modulará ya más.
Todo queda fijo, en una cristalización museística.
Como ya dijo Pier Paolo Pasolini, escritor y cineasta a la vez, creador arrancado de la vida de forma inesperada y brutal, la muerte lleva a cabo el “montaje final” de una existencia. Ahora todas las secuencias de esa trayectoria adquieren un sentido nuevo y definitivo (sobre todo, lo ominoso es ese carácter definitivo) por el hecho de la desaparición física del artista.
En el caso que nos ocupa, queda ya claro que la serie “Twin Peaks, el retorno”, de 2017, fue su testamento cinematográfico, aunque se rodara para televisión (esto del medio, hoy, es cada vez más secundario). 18 horas de testamento, porque esta vez sí, y no como en los 90, todos los capítulos fueron escritos y dirigidos por su autor.
Tal vez David Lynch no fue el creador de un conjunto de obras cinceladas a la perfección, pero sí que ha sido un gran creador de atmósferas que nos han llegado a través de un determinado estilo. Se puede crear un estilo notable, o al menos característico, y no hacer una multitud de obras maestras con ese estilo. Darnos al menos eso, en nuestro tiempo, ya es mucho.
Lynch hizo entrar el mundo de los sueños en el mundo real con una naturalidad pasmosa. Todo se volvía posible, las cosas se transformaban unas en otras. Todo lo saludable y lo insano se cruzaban en el aire. Lo real y cotidiano resultaba de repente dudoso, poco convincente: los dinners, los aparcamientos, las trastiendas, las calles anodinas sin pavimentar entre dos calles comerciales, ¿eran lo que parecían? Mientras que mares de color fucsia, luces sin origen iluminando un rincón de bosque o una habitación, o enanos lanzando profecías, se imponían con una rotundidad incuestionable: eran cosas ciertas, estaban pasando, un personaje se podía perder por ahí ¡y no volver a la trama principal!
Lynch fue sobre todo el creador de “lugares” de ficción, de espacios imaginativos que nadie más podría concebir. Él era muy consciente de que esa localidad del Noroeste de EEUU a la que llamó Twin Peaks era uno de esos lugares. Por eso confesó que no podía salir de ese mundo cuando se canceló la serie en los 90, y así se vio impelido a dirigir un largometraje que no gustó a nadie pero que a mí me parece uno de sus mejores trabajos: “Twin Peaks: Fuego camina conmigo” (1992), una de sus obras más musicales, que fluye con un ritmo mágico, y nos hechiza a cada minuto, lograda en cuanto a ritmo y atmósfera como pocas. Es a ese mundo extraño al que nos devuelve con la serie de TV del 2017. Ese espacio ideal tenía un decorado emblemático que todos relacionamos con el director: la habitación de cortinas rojas. Ahí está el corazón de su universo, el no-lugar donde puede ocurrir de todo; y donde todo, de hecho, ocurre.