Hace de esto ya del orden de treinta y pico años. Había acabado la Universidad el verano anterior. El propio verano me lo pasé tocándome los huevos y llegó un otoño en el que se supone que, tras esos meses de merecido desmadre, había que pensar en cosas serias.
Sin embargo le había cogido gusto al gatillo del "dolce far niente" al tiempo que ya puntuaba alto en misantropía, de modo que opté por alargar un poco el cuento. Afirmé muy serio que quería opositar, hice que me comprasen el mastodóntico temario y argüí que a partir de esos mimbres lo que se necesitaba era disciplina y aislamiento, de modo que convencí a un pariente para que me prestase su cabaña, una perdida en mitad de una de tantas inmensidades castellanas y que se utilizaba sólo en verano por considerar que la zona resultaba humanamente soportable sólo en esa temporada.
Allá marché con mi cacharro de tercera mano, el temario que no pensaba tocar y algunas provisiones. Se trataba probablemente de alguna antigua cabaña de pastoreo o labranza mínimamente ampliada, con una cochera adosada y pasada por el tamiz de algo de confort tardosetentero-ochentero. Nada de teléfono, una TV en la que sólo se veía uno de los dos canales de entonces mal y a ratos, y ni falta que hacía porque me bastaba con coger decentemente lo que en aquel entonces era Radio 2 y algo peor Radio 3. Disponía de una buena porción de libros propios de la casa. El suministro de agua se solventaba con un depósito de agua potable y para lavar y lavarse la solución era un aljibe con agua de lluvia. La fosa séptica por suerte no me tocó atenderla. Había electricidad, a 125V, que no sé cómo se pudo llevar una línea a aquel rincón; supongo que mi pariente tuvo el tino de elegir el lugar relativamente cerca de la red que conducía el fluido al pueblo más próximo, a unos diez o doce km primero de poco más que una trocha, después camino vecinal y finalmente por una carretera provincial parcheada hasta el infinito.
Bajaba al pueblo una vez por semana, a buscar lo más imprescindible y deliberadamente hice que lo necesario resultase lo mínimo: decidí que sería frugal, alimentos baratos y saludables cocinados con simplicidad. También aprovechaba ese viaje para hacer la llamada semanal a casa dando cuenta de que seguía vivo y, por supuesto, de que estudiaba con ahínco. Mi provecho académico era un embuste, pero sí resultaba estrictamente cierto que seguía vivo o por mejor decir que me sentía más vivo que nunca: Pasée muchas veces entre celliscas y alguna nevada o simplemente bajo un frío cortante; en tierras mesetarias a mil, mil y pico metros de altitud en diciembre, enero, el frío es como un cuchillo y por eso regresar a mi refugio resultaba tan grato. Disponía de una buena provisión de leña que me ocupé primero de reponer y luego de incrementar. Trataba de acoplar mi ritmo de vida a las horas de luz disponibles, no muchas durante buena parte de mi estancia, y las llenaba leyendo, con mis paseos, yendo a correr, acaparando y cortando leña. Llegado el crepúsculo sólo tiraba un rato de luz eléctrica leyendo otro rato mientras escuchaba la radio, después me bastaba con quedarme un rato contemplando el fuego hasta tener ganas de dormir. Una o dos veces me animé a bajar a ver algún partido de fútbol a la tasca, en la pantalla curva en blanco y negro de un Radiola o un Elbe, a saber, por la que desfilaba a intervalos exactos y elegantes una ancha raya negra.
De todos modos no dejan de tener razón lo que objetan que estamos mal preparados para hacer de estos episodios un modo de vida. Llegado un mal día de primeros de marzo lo que luego sería diagnosticado como una severa salmonellosis me hizo abandonar precipitadamente el lugar para alcanzar primero la casa del médico más cercano y luego ser ingresado unos días en un hospital. Recuerdo las dos fases de mi trayecto, primero conduciendo de oído, consumido por la fiebre y por una sed atroz, que cagar ya había cagado hasta el alma antes de reunir fuerzas para irme. Luego en el coche del propio médico, tiritando y tapado con una manta, hecho una piltrafa; un viaje que se me hizo eterno tirado en la trasera de un 124 familiar; las raras veces en que voy de pasajero en coche suelo quedarme dormido y entonces evoco a veces una mezcla de sensaciones procedentes de aquel viaje: el leve aullido de un diferencial que necesitaba como mínimo un cambio de aceite, el traqueteo de los baches, el olor a gasolina que filtraba del depósito y un cielo negro, estrellado y purísimo que parecía querer tragárselo a uno, aunque de cuando en cuando me sustraía de su vértigo la voz serena y grave de aquel buen hombre que de cuando en cuando me decía "ya llegamos, tranquilo, chaval, ya llegamos".