La cena culturista terminó como cada año, cada vez que nos levantábamos en tromba parecíamos los escuadrones de la muerte haciendo otro peinado sobre Hamburgo. Un ir y venir de platos y terminamos vaciando las existencias de la línea de servicio, con el consabido efecto del caparazón de tortuga: el vientre como la bodega de un buque de carga.
Conocimos a unas chicas medio borrachas que quisieron hacerse unas afotos con nosotros, el sector preplaya decidió seguir la fiesta poniendo el broche de oro a la última cita del año haciendo despegar el misil del amor, que así es como lo llaman ahora. A mí se me hizo muy semejante al clásico esquema de los dibujos del gato y el ratón. El gato persigue al ratón por toda la casa y cae, una tras otra, en las trampas que él mismo prepara al roedor. Cae dentro del bote de brea, resbala con la piel de plátano y aterriza dentro de la picadora de canne, que lo despedaza. Cuando aún no se ha rehecho toca el pomo de la puerta sin saber que el ratón lo ha conectado al corriente eléctrico: todos los pelos de le ponen de punta, pasa del negro al blanco, al amarillo, al violeta, los ojos le salen de las cuencas y dan veinte vueltas, la lengua se enrolla y desenrolla como una alfombra del Ritz, cae al suelo chamuscado y se convierte en un montón de ceniza negra humeante. Hasta que llega el ama de casa nalgona con una escoba y una pala, lo recoge y lo mete en el cubo de la basura.
Pero enseguida vuelve a estar a la greña, lo daría todo para deshacerse de ese ratón miserable que no debería despertar las simpatías de nadie. Se pregunta por qué él nunca gana, por qué siempre es la diminuta bestia hija de puta la que termina saliéndose con la suya. El gato sabe, además, que los ratones despiertan el asco de una buena parte de la humanidad. Si habláis con vuestros abuelos, de todas las peripecias de la guerra, la que recuerdan con más horror, más que las bombas, más que las balas dumdum, más que las noches sin dormir y los días sin comer y las travesías sin zapatos por los caminos polvorientos, son las ratas. Al gato le gustaría entender por qué los modennos se olvidan de ese asco y se ponen de parte del ratón, quizás solo porque es la criatura más desvalida e indefensa.
El gato vuelve a la carga. Jura una vez más que el ratón será derrotado: prende fuego a la casa, que se quema hasta los cimientos, pero el roedor se salva. El amo, cuando vuelve del trabajo, apaliza el gato a golpes de escoba. El gato no desiste, vuelve a perseguir al ratón. Finalmente le da caza, lo mete en una máquina cementera y, cuando está a punto de ponerla en marcha, aparece el perro. Por una ley tan incomprensible como atávica, el perro es siempre amigo del ratón. Este perro en concreto lleva un martillo de tamaño grotescamente desproporcionado en la mano y lo deja caer sobre la cabeza del gato, que queda plano como una hoja de papel de fumar.
Pero enseguida consigue reponerse. Ahora, recibe un paquete por correo y sonríe. Llena con pólvora la madriguera donde se esconde el ratón y le prende fuego con un fósforo de seguridas. Todo estalla en pedazos justo en el momento en que se da cuenta de que el ratón no estaba dentro, que lo observa desde el alféizar de la ventana con una sonrisa repugnante. Siempre pasa igual.
Hasta que un día, sorprendentemente, muchos episodios más tarde, el gato triunfa. Es la cena culturista.
Después de una persecución por el pasillo de la casa, una persecución de lo más habitual como tantas otras de cualquier capítulo random(), el gato atrapa al ratón. Ha pasado tantas, tantas veces... tantas veces el gato ha tenido al raton en la mano enguantada y tantas veces se le ha escapado, que ni el mismo gato termina de creerse que esta vez va en serio. Ensarta al ratón con una horquilla de tres puntas, y de cada una de las tres heridas nace un hilillo de sangre. El gato enciende los fogones, pone una sartén encima, echa una cantidad generosa de aceite. Cuando el aceite hierve deposita en la sartén al ratón aún enfilado, que se va tostando poco a poco, entre chillidos tan frenéticos que el gato tiene que taparse las orejas con dos tapones de corcho. Es entonces cuando empieza a darse cuenta de que pasa algo raro. De que esta vez sí. No aparece el ama de casa nalgona, no hay señales del perro. Nada puede impedir el triunfo final. El cuerpo del ratón se acartona, cada vez más negro y humeante. El gato no cabe en su propia piel de alegría, dudo mucho que podáis llegar a calibrar la emoción que siente en esos mismos momentos. Decide acelerar el proceso retirando la sartén y quemando al ratón directamente sobre la llama del gas, hasta que la piel es negra y arrugada. El aroma a pelo y grasa chamuscada invade toda la casa. El gato saca al ratón del fuego, lo mira de cerca, lo toca con los dedos: se le deshace en diezmil volvas carbonizadas que un viento poético, arremolinado, dispersa hacia los cuatro puntos cardinales.
Por un instante el gato se siente inmensamente feliz.