Desmond Humes
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Sonsoles rebuznó:Por qué no escribes un libro hijo de puta?
Toma, la segunda tacita de caldo. O caldó, como prefieras:
En dos situaciones a lo largo de mi vida he experimentado lo que considero pánico; cuando me examiné para el carnet de conducir, y cada vez que siendo niño me tenía que acercar al confesionario.
Ahora me río, pero de pequeño me daba escalofríos acercarme a aquella cabina de madera con un señor dentro al que había que contarle pecados inexistentes y ponerse muy serio, porque si metía la pata o algo podía terminar en el infierno.
Lo consideraba justo lo opuesto a la felicidad de acercarse a papá Noel o al paje de los reyes magos y hablar con ellos. Aquello no, aquello era la cabina del terror, el mal rollo y la angustia.
El caso es que de niño tuve bastante relación con la iglesia del barrio. Fui monaguillo durante dos "temporadas". No era algo que me hiciese especial ilusión, porque en el fondo no servía para jactarse de ello en el colegio. No le veía yo mucha utilidad por eso mismo, porque no daba puntos de prestigio y tampoco nuestra labor era estrictamente necesaria. Cómo sería la cosa para darme cuenta de eso mismo siendo yo un crío... "Que haremos aquí cuatro monaguillos nada más que para juntar las manos y acercarle un trapo al cura..."

foto de monaguillos (random)
Pero tampoco era algo que me desagradaba hacer, por dos motivos: Primero, porque el horario de la misa me permitía ver los dibujos, el Pressing Catch y humor amarillo.
Segundo, porque al final de la temporada, nos juntaban a todos en la sacristía y nos daban balones de fútbol, cromos, coches, juguetes... lo cierto es que casi era mejor que las navidades. No tengo ni idea de donde saldría todo aquel botín, espero que no nos dieran lo que en realidad era para los niños pobres o algo así...

Luego y durante algunos años, acudí a catequesis. Tampoco eso me importaba, principalmente por la presencia de las catequistas.
Las catequistas: Benditos seres de luz. Todos estábamos enamorados de ellas. Hasta el crío más hijoputa e insoportable se estaba quieto y se comportaba cuando ellas nos hablaban. No era para menos, el único contacto que teníamos con el otro sexo era con las niñas repipis del cole y con nuestras madres. Las catequistas ocupaban aquel gran espacio de edad entre unas y otras. No solo nos parecían guapas y fascinantes, sino que aquellos seres nos sonreían y nos hablaban con dulzura. Además nos pillaban en ese breve espacio de tiempo en el que por un lado empiezas a dejar de odiar a las niñas pero por otro aún no has descubierto las pajas.

foto de catequistas panchitos
Así que mi relación con la iglesia no era para nada desagradable, salvo ya digo, cuando me acercaba al confesionario. Por supuesto yo no iba voluntariamente, mi madre me obligaba a ir porque: "¡Cómo te van a dar la comunión si no pides perdón por los pecados!"
Y yo me acercaba hasta allí con pavor. No es que me temblasen las piernas, era mucho peor. Mis pies se movían, pero era como si lo hiciesen solos, mientras que el resto de mi cuerpo perdía sensibilidad, equilibrio, y referencias espaciales, sentía que me iba a tropezar con todo y la cabeza me empezaba a pesar. A partir de ahí los segundos de convertían en minutos.
Y llegaba a la altura del confesionario. Ya solo el armatoste como tal me daba respeto. Una especie de habitáculo mágico en el que se limpiaba uno de los pecados...
Pero coño es que todo era traumático.
Al ser niño, el cura me hacía arrodillarme enfrente de él, donde la puertecilla, en vez de por los laterales donde lo hacía la gente "normal". Mal empezaba siempre la cosa, no me tomaba en serio el señor cura.
A continuación, había que darle la "contraseña secreta", había que decir Ave María purísima. Lo cual es una frase de vieja, que suena ridícula en labios de un niño. Si fuese algo en plan "Padre, he pecado" o "Yo confieso", pues tendría un pase. Pero no. Ave María purísima.
Y llegamos a la peor parte. La confesión. Porque vamos a ver... ¿que coño de pecados va a confesar un niño? Yo no tenía nada que confesar, ni me arrepentía de nada, lógicamente. Así que siempre tenía que inventarme gilipolleces, como que no hacía los deberes o no obedecía en casa, tócate los cojones.
Lo peor era que el hecho de tener que inventarme pecados era precisamente lo que me hacía sentir pecador y me dejaba el mal cuerpo cuando el cura me estaba perdonando... por mis falsos pecados.
Yo no lo sabía, pero en ese momento me sentía como la versión junior de Andy Dufresne, que entró en la cárcel siendo inocente y fue justo allí dentro donde se convirtió en un criminal.
Sirva este post como tardía confesión. Que el Señor me perdone el haberme inventado que a veces no hacía mi cama o no compartía mis chucherías. Tremendo.
Niños confesando. ¿Estamos locos o que?