En mi caso no existió una única experiencia que desencadenase la caída del caballo camino de Damasco a lo Saulo de Tarso, un Satori iluminativo del budismo zen, una brusca pérdida de la venda de los ojos. Fue más bien un lento proceso acumulativo de hechos, observaciones y reflexiones, hasta que la cantidad de mezquindades, ruindades, traiciones y aburrimiento que provocaron esas cerdas actuaron como solutos que precipitaron por sobresaturación en el solvente cada vez más escaso de mi paciencia. Hubo tres o cuatro experiencias que fueron determinantes en acelerar la cristalización de toda esa mierda, pero no se trató, como digo, de algo puntual y brusco.
Mirando hacia atrás, si de algo me arrepiento es de no haber aplicado uno de los principios que ya hace tiempo rige mi vida; algo elemental y pedestre pero no por ello menos efectivo: si vas a obtener algo bueno de una persona, lugar o situación, será al principio. Si de entrada solo tienes negatividad, mierda y frustación, no tienen ningún sentido esperar a que las cosas cambien. En otras palabras, las primeras impresiones casi siempre son acertadas, y no tienen sentido dar coces contra el aguijón esperando que el viento torne. Si hace 25 años lo hubiese tenido claro, me hubiese ahorrado muchas amarguras por intentar irrigar mi desierto vital con un pozo seco y lleno de escombros.
Intento cuantificar los aportes (que palabra más femenina: fulanito me aporta, menganito no me aporta) que puedan haber hecho a mi vida y a lo que soy ahora mujeres que no pertenezcan al círculo más estrecho de mi familia, y el balance es desolador. Busco estímulo intelectual, creatividad, cultura e ingenio y solo encuentro adocenamiento, estulticia, marujadas, esnobismo y tontería. Miro a los días de la lona, a las soledades más profundas que el puto séptimo círculo del averno y no veo ni el más miserable gránulo de bálsamo de alivio que pueda provenir de ellas, ni una sola gota de agua para calmar una sed abrasadora de afecto y compañía humana. En los momentos de alegría y triunfo aparecen sonrisas falsas y vulpinas de frustración mal dismulada. A ninguna mujer le gusta ver hombres felices, nunca olviden eso. En resumen, nada bueno me han dado, nada les debo. Sus causas no son mis causas. Sus problemas no me importan. Evito cuidadosamente su compañía y conversación. Si mañana se descubriese una raza de escarabajos peludos de 15 patas en una de las lunas de Júpiter, no me serían tan ajenos como ellas y, probablemente, me resultarían mucho menos repulsivos.
Durante muchos años sí conseguí sacarles regularmente ciertas cantidades de sexo, que si no pagaba en dinero, lo hacía abundantemente en tranquilidad de espíritu. Y también, por desgracia, en salud: un millón de noches de caza nocturna, con el humo anterior a las leyes antitabaco, los garrafonazos de turno, la falta de sueño, las charlas estúpidas, los insoportables rituales seductivos, alguna pelea y demás, sin duda contribuirán a acortar la duración de mis pasos en la tierra. Y todo para un frustrante balance de polvos esporádicos con taradas, divorciadas, gordas, resentidas abandonadas por el novio y, de vez en cuando, alguna perla en el lodazal. Y ello sin contar con un par de amenazas de denuncia falsa que pudieron dar tranquilamente con mis huesos en el trullo. Tardé mucho, muchísimo, demasiado, en rendirme a la prístina limpieza, a la sencilla sobriedad, a la brutal efectividad de llave maestra del billete de 50 euros para obtener sexo bisemanal sin complicaciones.
Mi misoginia es ya más teórica y de puro entretenimiento que algo que me salga de las entrañas. Las he relegado al desván de mi vida, donde crían telarañas y polilla, donde se oxida su lamentable engranaje de putas baratas. A veces me regodeo intelectualmente leyendo acerca de su total inutilidad en todas épocas y culturas para todo lo noble y elevado, y de vez en cuando le tiro un dardo a cualquier petarda que me caiga a tiro picándola para que hable de las grandes sinfonías compuestas por mujeres, para que me recite los premios Nobel femeninos en Física o Economía, y disfruto un rato de su acaloramiento, su pérdida de papeles y su frustración de no ser capaz de reconocer que llevan desde el Paleolitico Superior tocándose el coño y viviendo del ingenio y creatividad masculinas, 100.000 añitos de nada. Pero lo hago más por aburrimiento que por odio. Ya no forman parte de mi vida. No son más que el escozor de miembro fantasma que uno puede notar en una extremidad amputada que, de todos modos, nunca estuvo realmente ahí.