La de rojo y la de azul. Que bien hacen de gaznápiras en la presentación con la patata y los vasos. Todas risueñas, felices, despreocupadas. Con esa frescura propia de las veinteañeras que alargan la pavería de la adolescencia, y aunque ya no les huele a agua de rosas, aún no desprende el tufillo a pescado. Ay, que tontas y que bonitas, tan inalcanzables para un humilde forero, tan deseadas como insufribles.
La de rojo no es que sea una belleza pero es atractiva, la otra no, la otra es normalilla, casi feucha. Y que patas, rectas como columnas romanas, tiene la de rojo, y que cinturita tan rica, perfecta a mi parecer. Y la de azul, con esa apertura de patas que remata en una cintura diminuta, esas caderas toas abiertas, esa pelvis que despierta el instinto primitivo del macho para que la fecunde. Ambas, sin tetas, las cosas como son. Pero aún son jóvenes y seguro que después de preñarlas desarrollan buenas ubres para amamantar. Sí.
Me gustaría, no, me gustaría no, desearía verlas por un agujerito cuando están en el cuarto de baño de sus casas, en la más absoluta intimidad, depilándose sus chochitos para purificarlos del sucio e impúdico vello que las hace ser mayores. Me gustaría observarlas cómo se rasuran, como devuelven la fachada de virginidad a sus chochos y se desprenden de esos pelos negros, gruesos y rizados que solo sirven para abultarles la entrepierna cuando se ponen ropita ajusta, o para retener las gotas de pis o sangre. Ellas son puras, se blanquean los dientes, se echan mascarilla en el pelo, se hacen la mani y pedicura, se untan el cuello y el interior de las muñecas con perfume, no ventosean con ruido. Qué dos flores, ya granadas, pero aún no marchitas. En plenitud, mostrando toda su fragancia, todo su potencial. Las amo, a ambas. Putas.