stavroguin 11
Clásico
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- 14 Oct 2010
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La primera vez que vi al orco no me preocupé demasiado. Mejor dicho, no lo hice en absoluto. Si hubiese tenido una cristalina bola de pitonisa otro gallo hubiese cantado...
Supongo que fue en una de las múltiples salidas nocturnas con el que es (¿era?) mi mejor amigo de años. Un local de copas cualquiera, con música española retro, jovencitas y cuarentonas salteadas, esas cosas. El orco se situaba siempre en la misma esquina, sobre una tarima un poco elevada, como si estuviese de exposición en la tienda de los horrores.
Me fastidiaba un poco que el amigo le diese tanta cancha verbal al orco. Antes o después me dejaba con la copa en la mano y yo esperaba medio aburrido a que terminase el palique con ese desecho humano.
Porque eso es lo que es: cuarentona, con una cara ancha, grasienta, gafas antiestéticas, cuerpo de morcilla y culo kilométrico. Ningún varón que se tenga respeto le daría ni los buenos días. Y si tenemos en cuenta que mi amigo es (era) un veterano follarín, cínico y absolutamente brutal con todas las mujeres que se cruzaron en su vida, lo que vino a continuación parecería sacado de una novela marciana de Ray Bradbury.
No fui Usain Bolt atando cabos: el hecho de que las llamadas de mi amigo se fuesen espaciando, el que siempre pusiese pegas a los planes que le proponía... pero de repente me di cuenta de que su compañía implicaba siempre que, en un momento u otro, el orco apareciese por allí.
Fue especialmente grave, porque este amigo era el gran dinamizador de un grupo social más amplio, como cocinero, pescador, recolector de setas, etc. Y, de repente, nuestro alegre cónclave de solterones y casados hartos de su señora se vio indefectiblemente perturbado por el pegote monstruoso que no nos dejaba ni al sol ni a la la sombra.
A pesar de la falta de sinceridad de mi amigo, todos comprendimos que estaba hechizado por el orco. Su chulería masculina no le permitía reconocerlo, pero poco a poco sus actitudes alfa fueron sustituyéndose por un servilismo abyecto hacia el orco que provocaba vergüenza ajena.
Pero lo peor vino luego.
El orco tenía ínfulas empresariales. Y decidió abrir un bar, con su nuevo esclavo haciendo de factotum para todos los trámites. Y, como en nuestro grupo de amigos había vendedores de electrodomésticos, carpinteros, pintores, representantes de bebidas, mi colega los lió para que ofrecieran sus servicios al orco a precio de amigo.
Y ahí se lió parda.
Porque el orco no le pagó a nadie cuando por fin puso el bar en marcha. Pufos de miles de euros a buenos amigos de su novio, que, como fiador del orco, perdió el crédito y buen nombre acumulado durante muchos años, y nuestro cimentado, alegre y pantagruélico grupo de amigos saltó por los aires cual cohete en Cabo Cañaveral. Eso sin contar a algunos otros que rompieron la amistad cuando el orco provocó un par de escenas penosas lanzando a mi amigo contra otras personas con un pretexto cualquiera, aprovechando su celotipia patológica (como si alguien fuese a disputarle esa joya).
Muy de tarde en tarde, un sentimiento de amistad quizás mal entendido hace que visite el bar del orco para echar una parrafada con mi viejo amigo. Porque no sale de allí jamás. Se ha convertido en un esclavo sin voluntad, que cocina, friega, recoge vasos y barre para el orco. Feliz como una perdiz. Con una alegría boba y acrítica que nada tiene que ver con la ácida inteligencia de mi viejo compañero de mil batallas submarinas, gastronómicas y sentimentales. Ajeno (aparentemente) al hecho de haber contribuido a cargarse para siempre amistades de muchos años...
A veces me pregunta donde me escondo y se sorprende de lo poco que ve a los viejos amigos...
Todavía no sé si es estupidez o cinismo.
Supongo que fue en una de las múltiples salidas nocturnas con el que es (¿era?) mi mejor amigo de años. Un local de copas cualquiera, con música española retro, jovencitas y cuarentonas salteadas, esas cosas. El orco se situaba siempre en la misma esquina, sobre una tarima un poco elevada, como si estuviese de exposición en la tienda de los horrores.
Me fastidiaba un poco que el amigo le diese tanta cancha verbal al orco. Antes o después me dejaba con la copa en la mano y yo esperaba medio aburrido a que terminase el palique con ese desecho humano.
Porque eso es lo que es: cuarentona, con una cara ancha, grasienta, gafas antiestéticas, cuerpo de morcilla y culo kilométrico. Ningún varón que se tenga respeto le daría ni los buenos días. Y si tenemos en cuenta que mi amigo es (era) un veterano follarín, cínico y absolutamente brutal con todas las mujeres que se cruzaron en su vida, lo que vino a continuación parecería sacado de una novela marciana de Ray Bradbury.
No fui Usain Bolt atando cabos: el hecho de que las llamadas de mi amigo se fuesen espaciando, el que siempre pusiese pegas a los planes que le proponía... pero de repente me di cuenta de que su compañía implicaba siempre que, en un momento u otro, el orco apareciese por allí.
Fue especialmente grave, porque este amigo era el gran dinamizador de un grupo social más amplio, como cocinero, pescador, recolector de setas, etc. Y, de repente, nuestro alegre cónclave de solterones y casados hartos de su señora se vio indefectiblemente perturbado por el pegote monstruoso que no nos dejaba ni al sol ni a la la sombra.
A pesar de la falta de sinceridad de mi amigo, todos comprendimos que estaba hechizado por el orco. Su chulería masculina no le permitía reconocerlo, pero poco a poco sus actitudes alfa fueron sustituyéndose por un servilismo abyecto hacia el orco que provocaba vergüenza ajena.
Pero lo peor vino luego.
El orco tenía ínfulas empresariales. Y decidió abrir un bar, con su nuevo esclavo haciendo de factotum para todos los trámites. Y, como en nuestro grupo de amigos había vendedores de electrodomésticos, carpinteros, pintores, representantes de bebidas, mi colega los lió para que ofrecieran sus servicios al orco a precio de amigo.
Y ahí se lió parda.
Porque el orco no le pagó a nadie cuando por fin puso el bar en marcha. Pufos de miles de euros a buenos amigos de su novio, que, como fiador del orco, perdió el crédito y buen nombre acumulado durante muchos años, y nuestro cimentado, alegre y pantagruélico grupo de amigos saltó por los aires cual cohete en Cabo Cañaveral. Eso sin contar a algunos otros que rompieron la amistad cuando el orco provocó un par de escenas penosas lanzando a mi amigo contra otras personas con un pretexto cualquiera, aprovechando su celotipia patológica (como si alguien fuese a disputarle esa joya).
Muy de tarde en tarde, un sentimiento de amistad quizás mal entendido hace que visite el bar del orco para echar una parrafada con mi viejo amigo. Porque no sale de allí jamás. Se ha convertido en un esclavo sin voluntad, que cocina, friega, recoge vasos y barre para el orco. Feliz como una perdiz. Con una alegría boba y acrítica que nada tiene que ver con la ácida inteligencia de mi viejo compañero de mil batallas submarinas, gastronómicas y sentimentales. Ajeno (aparentemente) al hecho de haber contribuido a cargarse para siempre amistades de muchos años...
A veces me pregunta donde me escondo y se sorprende de lo poco que ve a los viejos amigos...
Todavía no sé si es estupidez o cinismo.