Gina Gross
Clásico
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Madrid, 20:30 de la tarde. He quedado con él. Hace días cuando le pregunté qué quería hacer, me propuso montar en el teleférico, así que hoy, le espero en la cola de esta curiosa atracción madrileña. Por lo visto el chaval sufre de algún trauma infantil y necesita realizarse ahora, con casi 28 años.
La cola está infestada de familias latinoamericanas que compran compulsivamente toda clase de refrescos y bolsas de snacks. Es como si el teleférico les llevase de misión a Marte para no volver nunca más. – Papito, ábreme el phoskitos , grita una niña chilena con el pelo frito.
Una vez que llega mi querido acompañante, mi principal problema es que él no note que sufro un terrible miedo a las alturas. Caerme de la cama es para mi un suicidio. Es subir al 5º C de mi amiga, y visionarme en una de las torres gemelas con el morro de un boeing 747 encajado en el salón de su casa.
Pero lo peor de todo llega cuando veo las cabinas en las que tengo que montar. Pagas 4 euros y ellos a cambio te ofrecen la posibilidad de morir en un minúsculo camarote aéreo de un metro cuadrado. Para colmo siempre esta detrás el típico graciosillo que comenta “pues una vez esto se cayó y murieron cinco personas, uno de los fallecidos se parecía a esta chica de delante”.
El caso es que te montas, pero oh! Sorpresa, no nos permiten montar a los dos solos y nos encasquetan a la familia del phoskitos. Una vez que la cabina se pone en movimiento, el más pequeño de los 84 hijos de la familia Gálves, comienza a balancear la cabina. Siento nauseas, voy a vomitar de un momento a otro, los once minutos del recorrido se me hacen eternos. Intento disimular para que él no se de cuenta, pero la niña latina del pelo carbonizado, detecta mi lamentable estado físico y comenta alarmada “la gallega ésta nos echa la papilla ensima”.
Afortunadamente los once minutos pasan, mi estómago vuelve a su sitio, y ahora queda lo mejor: pasear toda la tarde con él, tranquilamente, sin niños ni alturas. Llevábamos ocho minutos andando por el parque, cuando observo que una extraña ave sobrevuela nuestras cabezas. No le doy importancia y seguimos caminando bajo los árboles , pero es entonces cuando noto algo sobre mi pelo, algo de textura pastosa que se adhiere rápidamente a mis cabellos y parte de mi oreja izquierda. No podía ser, no eso, ningún pájaro era capaz de fabricar semejante deyección y menos aún que estuviera ahora sobre mis mechas. Me negaba a creerlo. Un grupillo de curiosos me rodean y hacen fotos con sus móviles, mientras él entona un “espera tía, no te muevas, tienes una cagada del quince en la cabeza”. Cada vez hay más gente alrededor de mí, el flash de la Canon de un niño de trece años me deslumbra los ojos, el miserable ha conseguido una perfecta instantánea de mí que algún día aparecerá en cualquier página del ciberespacio.
Ni que decir tiene que probablemente no vuelva a ver a este tío en mi vida, es comprensible que no quiera saber nada de una chica que se marea en el teleférico y sin embargo es capaz de mantener sobre su cabeza una defecación de pichona de, aproximadamente, siete kilos y medio.
Recuerdo a esa mensajera del diablo, su cara, sus ojos. Recuerdo que antes de atacarme me miraba fijamente, desafiándome con la fuerza de sus intestinos.
Si alguien la ve, es una paloma grisácea y tiene una verruga negra en el pico. Sólo quiero que sufra, quiero verla muerta.
Fallos imperdonables en la primera cita:
- Que te cague una paloma en la cabeza
- Que en el cine, se te escape un pedo al levantarte de la butaca.
- Que te encuentres al señor Calcetín por la calle y sea íntimo amigo de tu chico.
- Que por no haber metido los bajos del pantalón vaquero, tropieces hasta tres veces por la calle, a la vez que él se pregunta si eres prima de Moncho Borrajo.
- Que al venir del baño, se te haya enganchado la falda y ésta deje ver parte de tu cachete izquierdo haciéndote parecer la protagonista de una película del destape español con Mª José Cantudo.
La cola está infestada de familias latinoamericanas que compran compulsivamente toda clase de refrescos y bolsas de snacks. Es como si el teleférico les llevase de misión a Marte para no volver nunca más. – Papito, ábreme el phoskitos , grita una niña chilena con el pelo frito.
Una vez que llega mi querido acompañante, mi principal problema es que él no note que sufro un terrible miedo a las alturas. Caerme de la cama es para mi un suicidio. Es subir al 5º C de mi amiga, y visionarme en una de las torres gemelas con el morro de un boeing 747 encajado en el salón de su casa.
Pero lo peor de todo llega cuando veo las cabinas en las que tengo que montar. Pagas 4 euros y ellos a cambio te ofrecen la posibilidad de morir en un minúsculo camarote aéreo de un metro cuadrado. Para colmo siempre esta detrás el típico graciosillo que comenta “pues una vez esto se cayó y murieron cinco personas, uno de los fallecidos se parecía a esta chica de delante”.
El caso es que te montas, pero oh! Sorpresa, no nos permiten montar a los dos solos y nos encasquetan a la familia del phoskitos. Una vez que la cabina se pone en movimiento, el más pequeño de los 84 hijos de la familia Gálves, comienza a balancear la cabina. Siento nauseas, voy a vomitar de un momento a otro, los once minutos del recorrido se me hacen eternos. Intento disimular para que él no se de cuenta, pero la niña latina del pelo carbonizado, detecta mi lamentable estado físico y comenta alarmada “la gallega ésta nos echa la papilla ensima”.
Afortunadamente los once minutos pasan, mi estómago vuelve a su sitio, y ahora queda lo mejor: pasear toda la tarde con él, tranquilamente, sin niños ni alturas. Llevábamos ocho minutos andando por el parque, cuando observo que una extraña ave sobrevuela nuestras cabezas. No le doy importancia y seguimos caminando bajo los árboles , pero es entonces cuando noto algo sobre mi pelo, algo de textura pastosa que se adhiere rápidamente a mis cabellos y parte de mi oreja izquierda. No podía ser, no eso, ningún pájaro era capaz de fabricar semejante deyección y menos aún que estuviera ahora sobre mis mechas. Me negaba a creerlo. Un grupillo de curiosos me rodean y hacen fotos con sus móviles, mientras él entona un “espera tía, no te muevas, tienes una cagada del quince en la cabeza”. Cada vez hay más gente alrededor de mí, el flash de la Canon de un niño de trece años me deslumbra los ojos, el miserable ha conseguido una perfecta instantánea de mí que algún día aparecerá en cualquier página del ciberespacio.
Ni que decir tiene que probablemente no vuelva a ver a este tío en mi vida, es comprensible que no quiera saber nada de una chica que se marea en el teleférico y sin embargo es capaz de mantener sobre su cabeza una defecación de pichona de, aproximadamente, siete kilos y medio.
Recuerdo a esa mensajera del diablo, su cara, sus ojos. Recuerdo que antes de atacarme me miraba fijamente, desafiándome con la fuerza de sus intestinos.
Si alguien la ve, es una paloma grisácea y tiene una verruga negra en el pico. Sólo quiero que sufra, quiero verla muerta.
Fallos imperdonables en la primera cita:
- Que te cague una paloma en la cabeza
- Que en el cine, se te escape un pedo al levantarte de la butaca.
- Que te encuentres al señor Calcetín por la calle y sea íntimo amigo de tu chico.
- Que por no haber metido los bajos del pantalón vaquero, tropieces hasta tres veces por la calle, a la vez que él se pregunta si eres prima de Moncho Borrajo.
- Que al venir del baño, se te haya enganchado la falda y ésta deje ver parte de tu cachete izquierdo haciéndote parecer la protagonista de una película del destape español con Mª José Cantudo.