Los peos de ascensor, con café saben mejor.
Estando en el instituto, me trincaba un tazonaco de café, hecho con café Camelo, de esos que venían en paquetes que parecían un obús de la gran guerra.
Pues bien, yo me apretaba eso con dos o tres quetis (magdalenas valencianas) y acto seguido iba al baño a soltar una mierda como una lengua de vaca.
Pues bien un día iba apurado de tiempo y la visita al señor Roca la tuve que dejar para otro momento.
Antes de salir note una opresión seguida por una especie de cuchillada en el bajo vientre. Esperando al ascensor me dio otro episodio. Una mente preclara como la mía por aquel entonces, supuso que lo mejor era forzar un gueldo y rebajar la overpressure.
No se cerró la puerta del ascensor, cuando del ojal salió algo que fundía hasta el titanio. De esos pedos que dejan el orto como la cubeta de una fundición.
Ni dos segundos pasaron y aquello era irrespirable para uno mismo, no quiero imaginar para otra persona. Ese hedor se convirtió en un ente con vida propia, y el ascensor se convirtió en una trampa mortal, de cuyas paredes, techo y suelo emanaba una fragancia procedente del mismo infierno.
Entre asco a uno mismo e incredulidad de cómo eso se puede gestar en un cuerpo humano, llegué al bajo.
Ahí estaba esperando la señora de la limpieza, con el cubo y mocho en mano. Salí del ascensor como un toro de chiqueros, aturdido y sin casi saber dónde estaba. Cuando me di cuenta de la situación puse pies en polvorosa como si hubiera robado el tren del dinero. Mientras tanto la pobre mujer cruzó las puertas del averno, ahogada entre las atmósfera rica en metano, se la oía " Qué asco Dios mío, qué asco"
De camino al insti fue soltando gueldos que me acompañaban como fieles mastines, construyendo un anillo de inmundicia impenetrable.