A mi a veces me gusta imaginar la angustia de los feos, esas criaturas deformes que no tienen cabida en el mundo.
Viendo como ningún congénere, hombre o mujer, es capaz de amarlos. Sintiendo la extrañeza inhóspita de la sociedad y la incomunicación asfixiante. Las mujeres se asustan, los hombres los ignoran. Perdidos, sometidos a la incertidumbre tortuosa de no saber que hacer. Esos feos extremos que han pasado a formar parte de lo teratológico, de los Frankensteins, de los Cuasimodos, de las creaciones anómalas donde el hombre apenas se distingue del monstruo. El feo siempre es ese ser fronterizo que sufre su diferencia, que recibe la condena de su creador, y se ve obligado a vivir en un mundo imposible para él.
Para los feos ya no hay camino posible, quedan atrapados en un ostracismo absoluto, definitivo, inacabable. Y lo más extraño de la historia es que a uno le queda la sensación de que pocas veces, como en esta, ha comprendido tan hondamente el auténtico significado humano de la soledad.
Que lástima haber nacido tan atractivo.