Buáh, báh..me voy a animar a contar yo un sucedido, aunque me muera de la vergüenza. Pero para eso estamos, para hacer el ridículo más absoluto.
Contaba yo con siete años cuando, por mi cumpleaños, vinieron todos mis primos a tomar caoflor y a darme regalos y tirarme de las orejas.
La fiesta de cumpleaños discurría felizmente, entre piñatas trucadas y suelos resbaladizos por los pasteles y las medianoches con mantequilla pisoteados por una horda de infantes enloquecidos que berreaban continuamente.
Mi primo mayor Abdón, que a la sazón tenía 10 años, era un niño robusto y avezado en cochinadas. Ya conocíamos todos sus aficiones a manubriarse con dos dedos y a someter a las primas a los "castigos humillantes" consistentes en hacernos tocarle la minguilla si perdíamos al parchís, o enseñarle el fruto de la higuera durante un minuto entero, con él debajo bajo las piennas.
Yo me había limitado a mostrarle mis impudicias, por lo que el malvado niño estaba emperrado en someterme a algo más que un visionado de partes. Así, durante la representación de marionetas, dejó a posta su mano bajo mi rodilla que, al trizarle los dedos, ocasionó en él un enojo de dimensiones bíblicas. Dejé abandonado a mi muñeco Mirmilón y me dispuse a su juicio implacable. El perverso, me dijo que tal daño le había ocasionado, que debía dejarme colocar un enema tibio.
Impelidos por una fuerza animal, diez criaturas de edades oscilantes nos encerramos en el cuarto de baño donde Abdón bajóme las bragas de piqué mientras su utillero, el primo David, le acercaba una pera de goma rojiza que, envuelta en su plástico, guardaba mi madre para casos de extrema necesidad intestina.
Abrío el grifo y llenó el artilugio, mientras me colocaba boca abajo con el culo al aire y elevado levemente merced a un leve flexionado de rodillas en el suelo.
El onagro me introdujo la boquilla por la trufita y procedió a su llenado de forma implacable. El silencio y expectación eran absolutos entre la chiquillería.
Notándo yo cómo mis intestinos pugnaban por reventar, solté sobre su mano, sin poderlo evitar, toda la cena procesada del día anterior, con una gran explosión que a no pocos dejó sin mancha.
Luego nos tuvimos que bañar todos juntos mientras nuestros padres aporreaban la puerta, y aquello fué una orgía de cuerpos enjabonados, grandes carcajadas y mierda por doquier.
Y ya.