Kelborn
Forero del todo a cien
- Registro
- 18 Sep 2015
- Mensajes
- 179
- Reacciones
- 4
No creí apropiado ni necesario abrir este hilo, pero ya me uno al carro de los pesimistas y pienso que esta parte del foro está en decadencia y con un más que probable epílogo de deceso. Así que lo publicaré, aun en contra de mi buen criterio y conocedor de que no tengo porque dar explicaciones.
A finales del pasado otoño, seguía yo a la deriva sentimental y atrapado en ese bucle infinito que es la rutina del putero; sin prejuicios ni complejos, me gusta vivir sin sentirme culpable. Acomodado en la tranquilidad de quien practica el sexo remunerado.
Cierto día vi un anuncio en pasión, sin foto y parco en palabras. Cansado de las petardas de siempre decido arriesgarme y llamar; mientras hablábamos tuve una sensación extraña, una especie de quietud desasosegadora y sedante, como el descanso en un hogar extraño. Seguidamente fui a visitarla al barrio del Couto.
Acudí hasta allí con paso tranquilo, pero con la cabeza inquieta, cavilando todo el tiempo. Llegué puntual y subí por las escaleras; se abre la puerta y me recibe una chica de mediana edad, silueta esbelta y carne morena. En cuanto la miré a los ojos sufrí una epifanía, una reminiscencia que me transportó al pasado: eran principios de los noventa, yo un adolescente inexperto que va al instituto y vive ignorante e ingenuo del fututo y de las maldades del mundo. En mi clase una chica brilla con una luz especial. Se llama Lise, de padre africano y madre española, la conozco desde el preescolar. Cada vez que la miro se me acelera el corazón. Creo que fue el primer y único verdadero amor de mi vida. Pero el tiempo pasó y ella desapareció de mi vida, volviéndose poco más que un vago recuerdo. Con ella aprendí una valiosa lección: arrepiéntete de lo que hiciste mal y no de lo que no te atreviste a hacer por haber sido cobarde.
Es verdad que tras las sombras del tiempo, los sentimientos desaparecen. Pero en aquel momento, lo recordaba todo tan claro como si aquellos casi veinticinco años hubiesen sido solo un instante. Ella me miraba fijamente, para ser franco creo que también me reconoció al instante; esbozó una sonrisa y me invitó a pasar, yo entré sin decir nada. En silencio me condujo hasta una habitación, al fondo. Traspasé el umbral de la puerta y me senté en la cama; suspiré disimuladamente mientras reunía el valor necesario para alzar la mirada y a continuación la contemplé fijamente. Nuevos recuerdos nacían y moríann en mi interior, mientras me invadía una sensación de abandono y vacío, seguida por la pena y la vergüenza también. Tragué saliva y por fin pude articular palabra, simplemente balbuceé su nombre. Ella se sentó a mi lado y me miró con ojos tristes, como a punto de llorar, pero en lugar de ello contestó: “Lise, sí, ese era mi nombre entonces”, yo algo más tranquilo le respondí: “¿pero…qué te pasó?”. Finalmente sí que brotaron sus lágrimas y entre sollozos respondió: “he fallado, el tiempo nos cambia, la vida es dura y no siempre estamos a la altura de las circunstancias. Hay días que me miro al espejo y no me reconozco. Con el tiempo me he convertido en aquello que odiaba cuando era joven […]”. Os ahorraré los pormenores de la charla, pero hablamos tendidamente durante horas. Me narró su vida y yo un poco la mía. Típicas historias de fracaso, decadencia y descenso a los infiernos.
Pese a mi dilatada experiencia, mis vastos conocimientos y mi corazón endurecido; no puedo evitar pensar que algo cambió en mi interior aquel día. Es curioso como la vida ensombrece nuestro propio conocimiento; quien me diría a mí que aquel día me reencontraría con una persona cuya existencia estará ligada a la mía de una forma tan estrecha y trascendental.
Aquel no fue el final sino más bien un nuevo comienzo, cuyo trayecto se abre camino pese a todas las dificultades. Hay días en que los pensamientos pesimistas rondan mi cabeza, y mi parte negativa no puede evitar repetirse una y otra vez: “sé realista, esto no puede acabar bien”. Pero la mayoría del tiempo creo con toda convicción en el florecer de una relación cuyo eco resonará por siempre.
El futuro se avecina incierto y más aún en estos tiempos convulsos. Si algo nos enseñó la historia, es que nadie aprende de los errores del ayer, parece que no hay presente ni futuro, solo el pasado que se repite una y otra vez. No sé cuántas veces tropezaré con la misma piedra, ni cuándo volverá la tormenta. Pero parece que los hados se mofan nuevamente con el primer sorbo amargo de esta nueva realidad: esperanza.
A finales del pasado otoño, seguía yo a la deriva sentimental y atrapado en ese bucle infinito que es la rutina del putero; sin prejuicios ni complejos, me gusta vivir sin sentirme culpable. Acomodado en la tranquilidad de quien practica el sexo remunerado.
Cierto día vi un anuncio en pasión, sin foto y parco en palabras. Cansado de las petardas de siempre decido arriesgarme y llamar; mientras hablábamos tuve una sensación extraña, una especie de quietud desasosegadora y sedante, como el descanso en un hogar extraño. Seguidamente fui a visitarla al barrio del Couto.
Acudí hasta allí con paso tranquilo, pero con la cabeza inquieta, cavilando todo el tiempo. Llegué puntual y subí por las escaleras; se abre la puerta y me recibe una chica de mediana edad, silueta esbelta y carne morena. En cuanto la miré a los ojos sufrí una epifanía, una reminiscencia que me transportó al pasado: eran principios de los noventa, yo un adolescente inexperto que va al instituto y vive ignorante e ingenuo del fututo y de las maldades del mundo. En mi clase una chica brilla con una luz especial. Se llama Lise, de padre africano y madre española, la conozco desde el preescolar. Cada vez que la miro se me acelera el corazón. Creo que fue el primer y único verdadero amor de mi vida. Pero el tiempo pasó y ella desapareció de mi vida, volviéndose poco más que un vago recuerdo. Con ella aprendí una valiosa lección: arrepiéntete de lo que hiciste mal y no de lo que no te atreviste a hacer por haber sido cobarde.
Es verdad que tras las sombras del tiempo, los sentimientos desaparecen. Pero en aquel momento, lo recordaba todo tan claro como si aquellos casi veinticinco años hubiesen sido solo un instante. Ella me miraba fijamente, para ser franco creo que también me reconoció al instante; esbozó una sonrisa y me invitó a pasar, yo entré sin decir nada. En silencio me condujo hasta una habitación, al fondo. Traspasé el umbral de la puerta y me senté en la cama; suspiré disimuladamente mientras reunía el valor necesario para alzar la mirada y a continuación la contemplé fijamente. Nuevos recuerdos nacían y moríann en mi interior, mientras me invadía una sensación de abandono y vacío, seguida por la pena y la vergüenza también. Tragué saliva y por fin pude articular palabra, simplemente balbuceé su nombre. Ella se sentó a mi lado y me miró con ojos tristes, como a punto de llorar, pero en lugar de ello contestó: “Lise, sí, ese era mi nombre entonces”, yo algo más tranquilo le respondí: “¿pero…qué te pasó?”. Finalmente sí que brotaron sus lágrimas y entre sollozos respondió: “he fallado, el tiempo nos cambia, la vida es dura y no siempre estamos a la altura de las circunstancias. Hay días que me miro al espejo y no me reconozco. Con el tiempo me he convertido en aquello que odiaba cuando era joven […]”. Os ahorraré los pormenores de la charla, pero hablamos tendidamente durante horas. Me narró su vida y yo un poco la mía. Típicas historias de fracaso, decadencia y descenso a los infiernos.
Pese a mi dilatada experiencia, mis vastos conocimientos y mi corazón endurecido; no puedo evitar pensar que algo cambió en mi interior aquel día. Es curioso como la vida ensombrece nuestro propio conocimiento; quien me diría a mí que aquel día me reencontraría con una persona cuya existencia estará ligada a la mía de una forma tan estrecha y trascendental.
Aquel no fue el final sino más bien un nuevo comienzo, cuyo trayecto se abre camino pese a todas las dificultades. Hay días en que los pensamientos pesimistas rondan mi cabeza, y mi parte negativa no puede evitar repetirse una y otra vez: “sé realista, esto no puede acabar bien”. Pero la mayoría del tiempo creo con toda convicción en el florecer de una relación cuyo eco resonará por siempre.
El futuro se avecina incierto y más aún en estos tiempos convulsos. Si algo nos enseñó la historia, es que nadie aprende de los errores del ayer, parece que no hay presente ni futuro, solo el pasado que se repite una y otra vez. No sé cuántas veces tropezaré con la misma piedra, ni cuándo volverá la tormenta. Pero parece que los hados se mofan nuevamente con el primer sorbo amargo de esta nueva realidad: esperanza.