Spawner
Muerto por dentro
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Soy una persona capaz de reírse de casi cualquier situación de la vida pero con los chistes y bromas sobre mendigos y pedigüeños no consigo esbozar ni una sonrisa. No sé por qué pero algo me hace click en la cabeza cuando veo a alguien que vive en la calle o de la calle, especialmente si son o muy jóvenes o muy ancianos.
El primer sin-techo del que tengo recuerdo era un señor de unos cuarenta y algo años que solía vivir en una esquina de Pedro Antonio de Alarcón. Imagino que lo que más me impactó de él era la supuesta historia que le llevó a vivir en la calle y que corría como un bulo entre los niños que íbamos al instituto y pasabamos por delante de él cada mañana. Vista con los ojos que da el paso del tiempo uno no puede dejar de pensar que seguramente fuera una leyenda urbana y poco más pero la mente de un joven inocente como yo aún no era tan crítica y me la creí a pies juntillas. Supuestamente el señor era un prestigioso anestesista. Reputado como él solo. Vivía como quería y le sobraba el dinero. De hecho, se rumoreaba que seguía teniendo todas sus posesiones y cuentas bancarias a reventar de euros. Quiso el destino que su hija tuviera que ser intervenida y, claro, fue el padre el encargado de ejercer de médico anestesista. La historia contaba que el buen hombre se había pasado con la dosis y había dejado a la niña seca sobre la mesa de operaciones. Él, desesperado, había abandonado trabajo, profesión y amigos y, pese a estar forrado, se obligaba a vivir en la calle para pagar por su error. Poco a poco había ido perdiendo la cabeza y ya no era consciente de qué hacía ni de qué le había pasado. Era, eso sí, muy educado y jamás le vi dar un solo problema en el barrio. Un día, de repente, desapareció. Alguien no tardó en inventar que estaría en un manicomio. Otros decían que la familia había tomado las riendas de la situación y se lo habían llevado a la fuerza a casa.
Sin embargo, lo que a veces me apena de los pedigüeños es precisamente no conocer sus historias. Hay una chica en concreto que me tiene roto el corazón. Suele ponerse a pedir, de rodillas siempre, al lado de la Heladería Los Italianos. No tendrá más de 22 ó 25 años. Sólo una vez la he oído hablar, nunca reír o llorar. Es guapa, muy guapa, delgada y físicamente atractiva. Y, sin embargo, vive en la calle. Mirarla a los ojos es asomarse a un pozo de tristeza. Pocas veces me he sentido tan apenado como el día que, yendo en bici, la vi de rodillas y, al principio, ni supe que era una chica pidiendo. De hecho, me paré pensando que era una muchacha que, al pasear, se había caído al suelo; al acercarme a ella, sin embargo, comprendí cuál era la situación real. Su mirada está tan apagada como la de un anciano que ya está cansado de vivir y sólo espera morir pronto. Pero tiene 25 años, no 80. Recuero que un día, en un arrebato, al pasar a su lado, no pude más que darle 10 euros y decirle que se fuera a casa a descansar. Hacía un frío de la hostia y estaba lloviendo. Fue la única vez que la he oído hablar y hubiera preferido no hacerlo. ¿A qué casa? -dijo- yo no tengo casa. No supe qué decir y me fui totalmente desangelado. Día a día, llueva o truene, siempre está allí. Y yo me planteo qué coño lleva a una chica joven y guapa a vivir en la calle con la certeza de que eso vaya a seguir así el resto de sus días.
Con otros pedigüeños he tenido un trato más alegre. Recuerdo especialmente a uno que solía pasar sus tardes cerca del Puente Romano. Lo que me llamó la atención de él es que siempre, siempre, estaba leyendo. Y lo veías devorar libros como un loco. Uno tras otro. Yo, al igual que muchos otros ciudadanos, cogimos la costumbre de llevarle alguna novela de cuando en cuando porque el tío era más feliz con un libro en la mano que con un billete de 10 euros. Éste también desapareció al tiempo. No sé qué fue de él pero no era un mendigo triste.
Si alguno de vosotros tiene a bien contar sus historias, es libre de hacerlo; si se ha visto obligado a mendigar o vivir en la calle, también.
El primer sin-techo del que tengo recuerdo era un señor de unos cuarenta y algo años que solía vivir en una esquina de Pedro Antonio de Alarcón. Imagino que lo que más me impactó de él era la supuesta historia que le llevó a vivir en la calle y que corría como un bulo entre los niños que íbamos al instituto y pasabamos por delante de él cada mañana. Vista con los ojos que da el paso del tiempo uno no puede dejar de pensar que seguramente fuera una leyenda urbana y poco más pero la mente de un joven inocente como yo aún no era tan crítica y me la creí a pies juntillas. Supuestamente el señor era un prestigioso anestesista. Reputado como él solo. Vivía como quería y le sobraba el dinero. De hecho, se rumoreaba que seguía teniendo todas sus posesiones y cuentas bancarias a reventar de euros. Quiso el destino que su hija tuviera que ser intervenida y, claro, fue el padre el encargado de ejercer de médico anestesista. La historia contaba que el buen hombre se había pasado con la dosis y había dejado a la niña seca sobre la mesa de operaciones. Él, desesperado, había abandonado trabajo, profesión y amigos y, pese a estar forrado, se obligaba a vivir en la calle para pagar por su error. Poco a poco había ido perdiendo la cabeza y ya no era consciente de qué hacía ni de qué le había pasado. Era, eso sí, muy educado y jamás le vi dar un solo problema en el barrio. Un día, de repente, desapareció. Alguien no tardó en inventar que estaría en un manicomio. Otros decían que la familia había tomado las riendas de la situación y se lo habían llevado a la fuerza a casa.
Sin embargo, lo que a veces me apena de los pedigüeños es precisamente no conocer sus historias. Hay una chica en concreto que me tiene roto el corazón. Suele ponerse a pedir, de rodillas siempre, al lado de la Heladería Los Italianos. No tendrá más de 22 ó 25 años. Sólo una vez la he oído hablar, nunca reír o llorar. Es guapa, muy guapa, delgada y físicamente atractiva. Y, sin embargo, vive en la calle. Mirarla a los ojos es asomarse a un pozo de tristeza. Pocas veces me he sentido tan apenado como el día que, yendo en bici, la vi de rodillas y, al principio, ni supe que era una chica pidiendo. De hecho, me paré pensando que era una muchacha que, al pasear, se había caído al suelo; al acercarme a ella, sin embargo, comprendí cuál era la situación real. Su mirada está tan apagada como la de un anciano que ya está cansado de vivir y sólo espera morir pronto. Pero tiene 25 años, no 80. Recuero que un día, en un arrebato, al pasar a su lado, no pude más que darle 10 euros y decirle que se fuera a casa a descansar. Hacía un frío de la hostia y estaba lloviendo. Fue la única vez que la he oído hablar y hubiera preferido no hacerlo. ¿A qué casa? -dijo- yo no tengo casa. No supe qué decir y me fui totalmente desangelado. Día a día, llueva o truene, siempre está allí. Y yo me planteo qué coño lleva a una chica joven y guapa a vivir en la calle con la certeza de que eso vaya a seguir así el resto de sus días.
Con otros pedigüeños he tenido un trato más alegre. Recuerdo especialmente a uno que solía pasar sus tardes cerca del Puente Romano. Lo que me llamó la atención de él es que siempre, siempre, estaba leyendo. Y lo veías devorar libros como un loco. Uno tras otro. Yo, al igual que muchos otros ciudadanos, cogimos la costumbre de llevarle alguna novela de cuando en cuando porque el tío era más feliz con un libro en la mano que con un billete de 10 euros. Éste también desapareció al tiempo. No sé qué fue de él pero no era un mendigo triste.
Si alguno de vosotros tiene a bien contar sus historias, es libre de hacerlo; si se ha visto obligado a mendigar o vivir en la calle, también.
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