LAS CARTAS DE SATÁN DESDE LA TIERRA
El Creador estaba sentado en su trono, pensando. A sus espaldas se extendía el ilimitado continente del cielo, impregnado en un glorioso resplandor de luz y color; y ante Él se elevaba, como un muro, la negra noche del Espacio. Su poderosa mole se alzaba hacia el cenit robusta como una montaña coronada por su divina cabeza, que relucía como un sol distante. A sus pies se erguían tres personajes colosales, disminuidos por contraste casi hasta la extinción; eran los arcángeles, cuyas cabezas le llegaban a la altura del tobillo. Cuando el Creador terminó de pensar, dijo:
—He pensado. ¡Mirad!
Levantó la mano y de ella surgió un chorro de fuego pulverizado, un millón de soles fabulosos que hendieron y surcaron la oscuridad, alejándose y alejándose, menguando en tamaño y brillo al penetrar los distantes confines del Espacio, hasta convertirse en minúsculos diamantes refulgiendo bajo la inmensa bóveda del universo. Al cabo de una hora, el Gran Consejo se disolvió.
Impresionados y pensativos, los miembros se alejaron de la Presencia y se retiraron a un lugar privado para poder hablar con libertad. Ninguno de los tres parecía dispuesto a iniciar la conversación, prefiriendo que lo hiciera algún otro. Todos deseaban ardientemente discutir el gran acontecimiento, pero no deseaban comprometerse hasta saber cómo lo valoraban los demás. Así que hubo un cruce de palabras vagas y titubeantes sobre temas sin importancia; y aquello se prolongó tediosamente sin llegar a ninguna parte, hasta que finalmente el arcángel Satán se armó de valor —cosa de la que estaba sobradamente aprovisionado— y rompió el hielo.
—Señores, sabemos de lo que hemos venido a hablar —dijo—, así que más nos vale dejar de buscar pretextos y empezar de una vez. Si el Consejo está de acuerdo…
—¡Lo está, lo está! —dijeron Gabriel y Miguel, interrumpiendo agradecidos.
—Muy bien, entonces; procedamos. Hemos presenciado algo extraordinario; en esto estamos necesariamente de acuerdo. En cuanto al valor que pueda tener, si es que lo tiene, no es asunto que nos concierna personalmente. Podemos tener cuantas opiniones queramos sobre ello, pero sin ir más allá. No tenemos voto. Creo que el Espacio estaba bien como estaba, y además resultaba útil. Era un lugar frío y oscuro, perfecto para descansar del Cielo, con su clima delicado y sus fatigosos esplendores. Pero estos son detalles sin demasiada importancia. La novedad, la colosal novedad, ¿cuál es, señores?
—¡La invención e introducción de una ley automática, que no precisa supervisión ni regulación, para gobernar esas miríadas de soles y mundos que giran y avanzan a toda velocidad!
—¡Eso es! —dijo Satán—. Admitiréis que se trata de una idea fabulosa. Nada que se le parezca había surgido hasta ahora de la Suprema Inteligencia. ¡Toda una Ley! ¡Una ley automática, exacta e invariable que no requiere vigilancia, corrección ni reajuste alguno en toda la eternidad del tiempo! ¡Nos ha dicho que esos incontables cuerpos enormes surcarán las oquedades del Espacio a una velocidad inimaginable por los siglos de los siglos, trazando órbitas formidables, pero sin chocar jamás y con períodos orbitales que en dos mil años no se prolongarán ni acortarán más de la centésima parte de un segundo! ¡Ese es el nuevo milagro, el mayor de todos! ¡La Ley Automática! Le ha dado como nombre la Ley de la Naturaleza, pero ha dicho que la Ley Natural es la Ley de Dios. Es decir, que son dos nombres intercambiables para una sola y única cosa.
—Sí —dijo Miguel—. Y ha dicho que va a imponer esa Ley Natural o de Dios en todos sus dominios y que su autoridad será suprema e inviolable.
—También ha dicho que con el tiempo creará animales —intervino Gabriel—. Y los pondrá asimismo bajo la autoridad de dicha ley.
—Sí —dijo Satán—. Le he oído decirlo, pero no lo entiendo. ¿Qué son los animales, Gabriel?
—Ay, ¿cómo quieres que lo sepa yo? ¿Cómo vamos a saberlo cualquiera de nosotros? Es un mundo nuevo.
Pasa un intervalo de tres siglos en tiempo celestial, equivalente a cien millones de años en tiempo terrenal. Entra un Ángel Mensajero.
—Señores, está creando los animales. ¿Les complacería venir a verlo?
Fueron, vieron y se quedaron perplejos. Verdaderamente perplejos. El Creador, al darse cuenta, les dijo:
—Preguntad. Yo os responderé.
—Oh Divino —dijo Satán en tono respetuoso—. ¿Para qué sirven?