Refugio literario

El género femenino lo exige y lo espera todo del masculino, a saber, todo lo que anhela y necesita. El masculino le pide al femenino, en principio y de manera inmediata, sólo una cosa. De ahí que haya sido necesario crear la institución de que el género masculino pueda obtener la sola cosa que pide a cambio de asumir el cuidado del todo: institución en la que se cifra el bienestar de la totalidad del género femenino. Pero para lograr ese fin, el género femenino debe mantenerse unido y cultivar el esprit de corps: debe enfrentarse en bloque al conjunto del género masculino –que gracias a su supremacía intelectual y física es por naturaleza el propietario de todos los bienes terrenales-, como si de un enemigo común al que hubiera que derrotar y conquistar se tratase, de manera que, conquistándolo,pueda acceder a la posesión de los bienes terrenales. Ese es el fin de la máxima de honor de todo el género femenino, que consiste en que al masculino le sea negado de plano todo comercio carnal fuera del matrimonio, siéndole autorizado en cambio el matrimonial –sin importar si las nupcias se contrajeran civilmente, como en Francia, o de manera eclesiástica-, para que todos se vean así forzados al matrimonio, qie por lo tanto viene a ser como una especie de capitulación. Sólo la observancia generalizada de este proceder puede asegurarle al género femenino en bloque la satisfacción de sus necesidades a través del matrimonio. De ahí que sea el propio género femenino el que vele por que se conserve dicho esprit de corps entre sus miembros; y que cualquier muchacha soltera que, por tener relaciones sexuales, traicione al conjunto de su género –cuyo bienestar se desmoronaría si se generalizase tal práctica-, sea inmediatamente execrada del mismo y cubierta de vergüenza; es decir, ésta habrá perdido su honor, ninguna mujer podrá acercársele, la opinión pública le retirará toda su estima, y se la evitará como a la peste.

Schopenhauer
 
Otro de Chejov: "Memorias de un hombre colérico". Sobre el efecto deletéreo fulminante de las mujeres en la vida intelectual:

Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:
Te acuerdas de este cantar apasionado.
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:

-Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...

Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.

-Nicolás Andreievitch -añade-, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.

¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era armenio-. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.

-¿Por qué suspira usted? -me pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.

Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka -de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka- se figura que estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.

-Escuche -me dice-, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.

La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mi, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»

Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual que yo, aplicase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.

-Y usted, Nicolás -me dice la mamá de Masdinka-, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué... La verdad es -añade suspirando- que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.

Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. ME observo, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.

-No me parezco mal del todo...

-Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.

Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas se levanta y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices me rodean y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento... En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales me obligan a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Narinka me observa con lástima. Okroschka, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto se me acerca la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:

-No desespere usted, Nicolás... Su corazón es de... Vamos al bosque.

Varinka se cuelga de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.

-Dígame, señor Nicolás -murmura Narinka-, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?

¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!

-Hábleme algo -añade la joven.

En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.

-La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.

-Nicolás -suspira Varinka, mientras su nariz se colorea-, usted rehuye una conversación franca... Usted quiere asesinarme con su reserva... Usted se empeña en sufrir solo...

Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:

-¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?

Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla...; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?... Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».

No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Se oye el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:
Tú no me amas, no...
Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.

Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. S e percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.

-Tengo que comunicarle algo interesante -murmura Masdinka a mi oído.

Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.

-Escuche usted; no puedo...

Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:

-Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo fidelidad.

Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.

-Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.

Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:

-¡Váyase en mal hora!

Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos matices.

-¿De qué proceden los eclipses? -pregunta Masdinka.

Yo contesto:

-Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.

-¿Y qué es la elíptica?

Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me pregunta:

-¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?

-Es una línea imaginaria -le contesto.

-Pero si es imaginaria -replica Masdinka-, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?

No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.

-Esas son tonterías -añade la mamá de Masdinka-; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son puras fantasías.

Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.

-¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! -chillan las señoritas de diversos matices.

-Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.

Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien está parado, inmóvil.

-¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?

El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:

-No se olvide usted: hoy, a las once.

Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.

-¿Por qué no me mira usted? -me susurra tiernamente al oído.

Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.

-Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.

Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondrá sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.

-Por fin; ya abusas de mi paciencia. No he podido cerrar los ojos en toda la noche. He pensado durante la noche, y a fuerza de pensar, saqué en consecuencia que cuando te conozca mejor te podré amar.

Me siento a su lado; le expongo mi opinión acerca del matrimonio. Por no alejarme del tema y abreviarlo hago sencillamente un resumen histórico. Hablo del casamiento entre los egipcios; paso a los tiempos modernos; intercalo algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka me presta atención, pero luego, sin transición, me dice:

-Nicolás, dame un beso.

Estoy molesto. No sé qué hacer. Ella insiste. ¿Qué hacer? Me levanto y le beso su larga cara. Ello me produce la misma sensación que experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el cadáver de mi abuela. Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el mismo momento, la mamá de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un gesto de espanto; dice a alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por escotillón. Incomodado, me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro a la mamá de Varinka, que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Ésta llora y exclama: «Yo misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a ustedes?» La mamá de Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te bendiga! Tú has de amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»

He aquí que me casan. Mientras esto escribo, los testigos del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan prisa. Decididamente esta gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No respondo de mi. ¡Por vida de!... Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar a un hombre irritado, rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un tigre. Veremos cuál será el desenlace final...

Estoy casado... Todos me felicitan. Varinka se apoya contra mí y me dice:

-Ahora si que eres mío. Sé que me amas, ¡dilo!

Su nariz se hincha. Me entero por los testigos de que el oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el casamiento. A una de las señoritas le exhibió un certificado médico según el cual, a causa de su herida en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le está prohibido contraer matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un certificado. Uno de mis tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión, en lugar de una gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía mía era muy aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre. Además, mi carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las buenas ideas acuden a la mente siempre demasiado tarde?...
 
lemikox rebuznó:
¿Y algo de cosecha propia no tendréis,no? Ah, no, eso no que hay que "trabajarlo". Vale, bien.

Yo. El microrrelato de terror más corto en lengua española:

Cuando desperto, la mujer todavía estaba allí.
 
Cuando leo relatos como el último posteado de Chejov no dejo de pensar, con cierto estremecimiento en esos tiempos pasados pero no tan lejanos.

¿Se dan cuenta de la enorme inversión en tiempo, paciencia y autocontrol que tenían que emplear nuestros abuelos o bisabuelos de cara a meterla en caliente, casi siempre tras pagar peaje en vicaría, y para colmo con casi nulas posibilidades de variación a menos que se echasen una amante? Es estremecedor. Al lado de ello todas nuestras quejas acerca del esfuerzo que cuesta calzarse a una zorra contemporánea se vuelven infundadas y nuestra dedicación a ello ridícula frente a aquellos titanes.

A saber cuánto atraso le ha generado a la Humanidad, por despilfarro y desviación de útiles recursos, la alianza indisoluble entre el instinto de echar un polvo y la usura femenina de cara a ofrecer vía hacia ello.
 
saca-al-tarado rebuznó:
Al lado de ello todas nuestras quejas acerca del esfuerzo que cuesta calzarse a una zorra contemporánea se vuelven infundadas y nuestra dedicación a ello ridícula frente a aquellos titanes.

Permitame que disienta.

Sin tener que ir tan lejos, ya en épocas de mis padres, la mujer conocía su sitio. Podía estudiar, tener una carrera y trabajar, pero siempre tenía en cuenta su futuro papel de madre. La edad límite para casarse eran los 25 y las solteronas estaban mal vistas. Es cierto que la presión social hacía que sus miembros se emparejasen antes de que fuera demasiado tarde.

Es curioso como en un país como Japón, sigue existiendo el rito del 'Omiai' (que viene a significar 'casamenterismo'), donde se conciertan citas con personas solteras con el firme propósito de que se casen.


Pero no en España. La "liberación de la mujer" ha enarbolado el triunfo de ser "single" por bandera. Les han vendido que pueden ser mujeres, madres y trabajadoras, sin la compañía ni el apoyo de un hombre. Ellas son autosuficientes, no nos necesitan. Las relaciones duran una mierda, los divorcios (siempre perjudicando al varón) están a la orden del día y son pocas las familias que se mantienen unidas.

Mientras tanto, las familias de inmigrantes procedentes del tercer mundo, siguen creciendo en nuestro país.

Y en mitad de este caos, nosotros, los foreros, desconfiando del sexo femenino, agazapados en nuestras trincheras y montando guardia fusil en mano, esperando cuales makis en el monte, a que vengan a por nosotros.
 
saca-al-tarado rebuznó:
Cuando leo relatos como el último posteado de Chejov no dejo de pensar, con cierto estremecimiento en esos tiempos pasados pero no tan lejanos.

¿Se dan cuenta de la enorme inversión en tiempo, paciencia y autocontrol que tenían que emplear nuestros abuelos o bisabuelos de cara a meterla en caliente, casi siempre tras pagar peaje en vicaría, y para colmo con casi nulas posibilidades de variación a menos que se echasen una amante? Es estremecedor. Al lado de ello todas nuestras quejas acerca del esfuerzo que cuesta calzarse a una zorra contemporánea se vuelven infundadas y nuestra dedicación a ello ridícula frente a aquellos titanes.

A saber cuánto atraso le ha generado a la Humanidad, por despilfarro y desviación de útiles recursos, la alianza indisoluble entre el instinto de echar un polvo y la usura femenina de cara a ofrecer vía hacia ello.

Nuestros padres y abuelos tenían el recurso del prostíbulo. Fuera de eso, el matrimonio para toda la vida y/o la amante a la que ponían piso y mesa.
En el fondo gastaban menos energías vitales que nosotros, pues follar por la cara con una no profesional era prácticamente imposible y casi nadie se lo planteaba

Parte de la frustración del varón contemporáneo es vivir en un sistema de perfecto (en teoría) liberalismo sexual, donde uno podría follarse a 5 mujeres diferentes cada día, pero que en la práctica supone pasar hambre para el 90 por ciento de los machos, si no recurren a las putas o a la pareja estable ( es decir, como sus abuelos) pero gastando tiempo y dinero en discotecas, ropa,gimnasios y demás estrategias fallidas para follar y frustrándose un día detrás de otro. Creo que en el fondo nuestros padres fueron más afortunados: no amanecían una madrugada de domingo tras otra inflados de garrafón y con sensación de humillación y fracaso, viendo como el 90 por ciento de mujeres que follan se disputan a un 5 por ciento de hombres al que ellos no pertenecen.

Y siguiendo con el hilo, una del cretino de Umbral, de amazo total:

" A uno la violación le parece el estado natural-sexual del hombre. La hembra violada parece que tiene otro sabor, como la liebre de monte. Nosotros ya sólo gozamos mujeres de piscifactoría"
 
FatalDeLoMio rebuznó:
Permitame que disienta.

Sin tener que ir tan lejos, ya en épocas de mis padres, la mujer conocía su sitio. Podía estudiar, tener una carrera y trabajar, pero siempre tenía en cuenta su futuro papel de madre. La edad límite para casarse eran los 25 y las solteronas estaban mal vistas. Es cierto que la presión social hacía que sus miembros se emparejasen antes de que fuera demasiado tarde.

Te equivocas, esto no funcionaba así.
La mujer no es que "supiera su sitio" es que era lo que socialmente se esperaba que hiciese y en caso de desviarse de este plan vital para dedicarse a su carrera o no quisiese tener hijos (que las había), era un bicho raro y era tratada en consecuencia.

Por otro lado, mi abuela tuvo diez hijos, de los cuales 8 fueron mujeres y no tenían suficiente dinero para pagarles estudios a todos, de modo que sólo se los pagaron a los hijos varones. A las mujeres se las educó para cazar un partido y eso fue lo que hicieron, pero después de casarse y en cuanto les fue posible se metieron a estudiar, la mitad de ellas incluso con el condicionante de haber sido criadas para señoras de su casa, se las apañaron para formarse y conseguir trabajos (a la par que criaban sus dos, tres o cuatro hijos). No se resignaron a "su sitio", ni a tener la vida programada hasta que se muriesen, cosa más triste que tuviera que ser así.

Pero no en España. La "liberación de la mujer" ha enarbolado el triunfo de ser "single" por bandera. Les han vendido que pueden ser mujeres, madres y trabajadoras, sin la compañía ni el apoyo de un hombre. Ellas son autosuficientes, no nos necesitan. Las relaciones duran una mierda, los divorcios (siempre perjudicando al varón) están a la orden del día y son pocas las familias que se mantienen unidas.
A nosotras lo único que nos han vendido son unas hipotecas estupendas que hay que pagar entre dos. Así que no nos cuentes historias.
 
Resulta sumamente chocante, incluso decepcionante, que en un hilo en el que se busca el cobijo de la autoridad literaria para mantener una pose misógina, o una justificación a una situación personal, se recurra a la cita de un libro -Viaje al final de la noche- cuyo autor dedicó a su amada y mentora Elizabeth Craig.

No menos sorprendente es que, después de dos páginas, nadie haya escrito sobre el paradigma de la maldad femenina encarnada en Lady Macbeth o la inconmensurable insatisfacción de Emma Bovary, por ponder dos ejemplos, cómo se nota que no es el subforo libros.

Como se trata de poner citas misóginas, me uniré al club con una de Flaubert, literato misógino por antonomasia:

"La mujer es un vulgar animal del que el hombre se ha formado un ideal demasiado bello".

Sólo pongo un pero a esta magnífica frase, y es que se quedó un poco corto, ya que no incluyó en el lote al hombre. Somos un vulgar animal con demasiadas ínfulas y odiamos ser sinceros hasta con nosotros mismos, por eso tendemos a proyectar nuestros miedos y defectos en los demás. Creo, no obstante, que este tipo de frases no son más que poses defensivas, aunque a priori parezcan lo contrario. Leer su correspondencia con la escritora George Sand, nos ofrece una perspectiva más amplia, realista y muy reveladora.


Nada, nada, las opiniones de escritores varones que no follan no valen. Son misóginos porque están resentidos y no follan. Como no follan, no vale lo que digan, pues no follan. Si follaran, diríamos "Tienen razón, pues follan", pero como no follan, pues no la tienen

Creo que nadie ha dicho que la opinión de estos escritores no valga nada y menos aún que no follasen; ya sabes, excusatio non petita, accusatio manifesta. Aquí el único que parece no follar eres tú. TODOS, excepto el manfloro japonés y Schopenhauer, follaron lo que les dio la gana y con diferentes mujeres, alguno incluso pudo suicidarse por hamol. Además, el que menos folló de los heterosexuales citados, Schopenhauer, es el más lúcido y coherente de todos.

saca-al-tarado rebuznó:
¿Se dan cuenta de la enorme inversión en tiempo, paciencia y autocontrol que tenían que emplear nuestros abuelos o bisabuelos de cara a meterla en caliente, casi siempre tras pagar peaje en vicaría, y para colmo con casi nulas posibilidades de variación a menos que se echasen una amante? Es estremecedor. Al lado de ello todas nuestras quejas acerca del esfuerzo que cuesta calzarse a una zorra contemporánea se vuelven infundadas y nuestra dedicación a ello ridícula frente a aquellos titanes.

Al menos se da cuenta de ello alguien, joder. Lo que no entiende mi colega de las profundidades es que el liberalismo económico y el sexual no implican que vayamos a follar con quien queramos y comprar lo que queramos, sino lo que podamos, lo que nos merezcamos.
A todo el mundo le gustaría tener un Maserati, y todo el mundo tiene la libertad de comprárselo -nadie se lo prohíbe- pero tienes que pagar un precio por ello. Asimismo a todos nos gustan las modelos esculturales, y a las tías los modelos cachas, pero debemos tener en cuenta que la naturaleza tiene la tozuda costumbre de emparejar de forma simétrica, y que si somos un 8 podremos optar a 8s, 7s y algún 9, pero si no somos más que un 5, tendremos que limitarnos a 5s, 4s y algún 6.
El liberalismo sexual sólo nos ayudará a poder probar más parejas sexuales de nuestro rango, antes de decidirnos por una -si queremos hacerlo, claro-. Nuestros padres lo tuvieron mucho más difícil, por no hablar de nuestros abuelos. No pocos tenían que conformarse con lo que había a su alcance, añadamos ahora la movilidad geográfica -inexistente en su época- y obtendremos como resultado que estos llantos y quejas, que tanto se estilan por estos lares, me suenen igual que el llanto impostado de la niña malcriada que quiere todo puesto a sus pies, aunque no se merezca más que una buena torta.

saca-al-tarado rebuznó:
A saber cuánto atraso le ha generado a la Humanidad, por despilfarro y desviación de útiles recursos, la alianza indisoluble entre el instinto de echar un polvo y la usura femenina de cara a ofrecer vía hacia ello.

Hombre, esto es así desde que tenemos métodos anticonceptivos eficaces, antes la usura que atribuye a la mujer estaba justificada con los riesgos que asumía, y eso está marcado en sus genes. Que ahora una pandilla de cretinos (hombres) -por intereses electorales- legislen y eduquen de forma estúpida y suicida, nos da una idea de que hombres y mujeres somos, en general, similares intelectual y moralmente; caras de una misma moneda, nuestros grabados nos diferencian pero estamos hechos del mismo vil metal.

PD. Por cierto, las citas de mi querido cínico Lord Henry Wotton son muy amas, lástima que el sodomita irlandés lo olvidase injustamente en su precipitado final, pero sabe de sobra que resultan un poco tramposas en el caso que nos atañe, ya que en su sarcasmo no hacía distinción de género, las dianas eran de ambos.
 
"La mujer ya no tiene ningún significado si el hombre es casto"

"Groseramente expresado, el hombre tiene un pene, pero la vagina tiene una mujer"

"Se puede pretender la equiparación legal del hombre y de la mujer sin por ello creer en su igualdad moral e intelectual"

De "Sexo y carácter", Otto Weininger.
 
RichardYates rebuznó:
No menos sorprendente es que, después de dos páginas, nadie haya escrito sobre el paradigma de la maldad femenina encarnada en Lady Macbeth o la inconmensurable insatisfacción de Emma Bovary, por ponder dos ejemplos, cómo se nota que no es el subforo libros.

Es que le estábamos esperando.

RichardYates rebuznó:
Como se trata de poner citas misóginas,

Para citas misóginas me basta con acudir a la Biblia, el Coran o la Tora; textos sagrados que han guiado nuestros pasos.

He de reconocer que los misóginos que de forman más afilada reflejaron la condición femenina eran todos maricones liberados del yugo de los apetitos por una hembra. De obligatoria lectura "La casa de Bernarda Alba" de Lorca. Quienes pretenden ver una tragedia y una denuncia de la situación de la mujer ahogada por el machismo es que no la han entendido. La obra es una sitcom en la que uno se troncha viendo lo piradas y zorras que pueden llegar a ser un grupo de fulanas, que además son familia.
 
Nueces rebuznó:
Para citas misóginas me basta con acudir a la Biblia, el Coran o la Tora; textos sagrados que han guiado nuestros pasos.

Hombre, yo daba por supuesto que aquí no hay más que irreverentes y descreídos como yo que no admitirían una "verdad revelada" como autoridad intelectual; ahora bien, si me dice que observa la religión como una sublimación deificada de un comportamiento moral, me callo. (Al igual que el rabino, doy gracias todos los días por haber nacido hombre)

Nueces rebuznó:
He de reconocer que los misóginos que de forman más afilada reflejaron la condición femenina eran todos maricones liberados del yugo de los apetitos por una hembra. De obligatoria lectura "La casa de Bernarda Alba" de Lorca. Quienes pretenden ver una tragedia y una denuncia de la situación de la mujer ahogada por el machismo es que no la han entendido. La obra es una sitcom en la que uno se troncha viendo lo piradas y zorras que pueden llegar a ser un grupo de fulanas, que además son familia.

Yo tengo ciertos sesgos cognitivos respecto a los manfloros, pero también admito que son quienes más se acercan a la precisión quirúrgica en sus descripciones. No obstante, creo que no es sólo el estar liberado del deseo concupiscente por la hembra, sino por estar más cerca de su "ser-mujer" y, cómo no, por esa hijoputesca necesidad de competir por la misma presa, el hombre.
 
Los diarios de Adolfo Bioy Casares.

El alter ego de Borges escribió puntualmente sus diarios durante más de 50 años. Y en ellos aflora la profunda misogina de este escritor petulante, clasista y adúltero compulsivo. Desde los juicios que hace sobre su mujer Silvina Ocampo (de cuyo dinero e influencias se aprovechó descaradamente), pasando por la nefasta influencia de las marujas consortes de sus colegas escritores y terminando por sus jugosas opiniones sobre las jovencitas cazafortunas con las que se liaba siendo ya un provecto sesentón.
 
Yo siempre provoco empacho, derrocho sustantivos, verbos, pronombres, no soy moderado con las palabras, me excedo, voy a más allá de lo necesario para empalagar con resoluciones prescindibles. Hoy sin embargo, quiero ser misericordioso, considerado con mis semejantes, no exigir esfuerzos ciclópeos para concluir mis textos. Hoy voy a ser la excepción, con un texto minúsculo que condensa en los líneas la relación entre los foreros y el amor. Porque el amor casi siempre es esto y no otra cosa. No la espera infinita que nace la de fidelidad y la perseverancia, sino la espera tonta, ridícula, la espera del perro abandonado cada verano en la gasolinera moviendo el rabo esperanzado.

Lo malo no es que te fueras
Lo es que me quedé esperando a que volvieras.
 
Por petición de Stavrogin, La cigarra, de Chejov.

I
Todos los amigos y conocidos de Olga Ivanova estaban presentes en su boda.
—Mírenlo bien: ¿verdad que hay algo de particular en él? — decía ella a sus amigos señalando con la cabeza a su marido y como deseando explicar por qué se había casado con un hombre simple, muy común y nada destacable.
Su marido, Osip Stepanich Dimov, era médico y tenía rango de consejero titular. Prestaba servicio en dos hospitales; en uno como médico interno supernumerario y en el otro, como director. Diariamente, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía, atendía a los enfermos y cumplía sus tareas en la sala, mientras que por la tarde tomaba el tranvía de caballos y se dirigía al otro hospital, donde realizaba la autopsia de los enfermos fallecidos. Su práctica particular era ínfima: unos quinientos rublos al año. Y esto era todo. ¿Qué otra cosa se puede decir de él? Empero, Olga Ivanova, sus amigos y sus conocidos eran personas no del todo ordinarias.
Cada uno de ellos se destocaba en algo y era en alguna medida conocido, tenía un nombre y se consideraba una celebridad o bien, en el caso de que no fuera célebre aún, constituía una brillante esperanza para el futuro. Un actor del teatro dramático gran talento, reconocido desde hacía tiempo, hombre elegante, inteligente y modesto, enseñaba a Olga Ivanova el arte de recitar; un cantante de ópera, gordo y bonachón, aseguraba, suspirando, que Olga Ivanova se anulaba a sí misma: de haber sido menos perezosa y más tenaz, hubiera sido una notable cantante; había también varios pintores encabezados por el paisajista y animalista Riabovsky, un joven rubio, muy buen mozo, de unos veinticinco años, que tenía éxito en las exposiciones y que vendió su último cuadro por quinientos rublos; solía corregir los bocetos que hacía Olga Ivanova y le decía que era razonable esperar de ella resultados positivos; un violonchelista, cuyo instrumento lloraba, confesaba con franqueza que entre todas las mujeres que él conocía Olga Ivanova era la única que sabía acompañarlo; había también un literato, joven pero ya conocido, que escribía novelas, piezas teatrales y cuentos. Y ¿quién más? Bueno, también Vasily Vasilich, un señor hacendado, ilustrador aficionado y viñetista que sentía hondamente el antiguo estilo ruso y los poemas épicos populares; literalmente realizaba milagros sobre el papel, la porcelana y los platos ahumados. En este corrillo artístico, libre y mimado por la suerte, que —aun siendo discreto y correcto— no se acordaba de la existencia de los médicos sino durante la enfermedad y para, el cual el nombre de Dimov resultaba tan indiferente como el de un Sidorov o de un Tarasov cualquiera, Dimov parecía una figura extraña, sobrante y pequeña, a pesar de que era alto de estatura y ancho de hombros. Parecía que llevara puesto un frac ajeno y que tuviera una barbita de almacenero. Aunque si fuese escritor o pintor se hubiera dicho de él que con su barbita hacía recordar a Zola.
El actor le decía a Olga Ivanova que con sus cabellos de lino y el vestido de novia se parecía mucho a un esbelto cerezo, cuando, en primavera, está totalmente cubierto de blancas y suaves flores.
—¡Escúcheme! —replicó Olga Ivanova, cogiéndole de la mano—. Le voy a contar cómo sucedió todo esto. Escuche, escuche... Deseo aclarar que mi padre trabajaba con Dimov en el mismo hospital. Cuando mi pobre padre se había enfermado, Dimov durante días y noches enteras hacía guardia junto a su cama. ¡Tanta abnegación! Escuche, Riabovsky...! Escritor, escuche usted también, que es muy interesante. ¡Acérquese más! ¡Cuánta abnegación y cuánta compasión sincera! Yo tampoco dormía por las noches, pasándolas junto a mi padre, y de repente: ¡zas!... ¡Vencí al joven héroe! Mi Dimov se metió hasta las orejas. Francamente, el destino a veces es muy caprichoso. Bueno, después de morir mi padre él venía a verme dé vez en cuando, nos encontrábamos en la calle, y en una linda noche, de repente... ¡zas! se me declaró... como un rayo... Lloré toda la noche y me enamoré yo misma terriblemente. Y como ustedes ven, me convertí en su esposa. ¿Verdad que hay en él algo fuerte, potente, algo de oso? Ahora estamos viendo nada más que las tres cuartas partes de su cara y, además, está mal iluminada, pero cuando se vuelve, miren bien su frente. Riabovsky, ¿qué me dice usted de esta frente? ¡Dimov, estamos hablando de ti! —gritó al marido—. ¡Ven acá! Tiende tu honrada mano a Riabovsky... Así. ¡Sean amigos!
Dimov, sonriendo ingenua y bondadosamente, tendió la mano a Riabovsky y dijo:
—Mucho gusto. Conmigo regresó también un tal Riabovsky. ¿No será pariente suyo?
II
Olga Ivanova tenía veintidós años; Dimov treinta y uno. Después de la boda llevaron una vida magnífica. Olga Ivanova adornó todas las paredes de la sala con bocetos propios y ajenos, enmarcados y sin marcos, mientras que junto al piano y los muebles dispuso una bella mezcolanza de sombrillas chinas, caballetes, trapitos multicolores, puñales, estatuillas, fotografías... En el comedor, cubrió las paredes de láminas estampadas, colgó las zapatillas y las hoces, colocó en un rincón la guadaña y el rastrillo y obtuvo así un comedor de estilo ruso. En el dormitorio, para que este pareciera una gruta, recubrió el cielo raso y las paredes de paño oscuro, colgó sobre las camas un farol veneciano y cerca de la puerta colocó una figura con una alabarda. Y todo el mundo opinaba que los recién casados tenían un hogar muy simpático.
A diario, después de levantarse de la cama a eso de las once, Olga Ivanova tocaba el piano o, si había sol, pintaba alguna cosa al óleo. Después de las doce iba a la casa de su modista. Como ella y Dimov tenían muy poco dinero, que alcanzaba justo para los gastos indispensables, tanto ella como su modista tenían que recurrir a toda clase de astucias para aparecer con vestidos nuevos y sorprender con su elegancia. Muy a menudo, de un viejo vestido teñido, de unos cuantos trazos de tul, de encaje, de felpa y de seda resultaba un verdadero milagro, algo realmente encantador, un sueño en lugar de un vestido. De la casa de la modista, Olga Ivanova solía trasladarse a la de alguna actriz amiga para enterarse de las novedades teatrales y de paso procurarse entradas para el estreno de alguna obra o para una función de beneficio. De la casa de la actriz había que ir al estudio del pintor o a una exposición; luego a la casa de alguna celebridad ya fuese para formular una invitación, devolver una visita o simplemente para charlar un rato. Y en todas partes la recibían alegre y cordialmente y le aseguraban que era buena, simpática, excepcional... Aquellos a quienes ella titulaba célebres y grandes la recibían como a una igual y le profetizaban, al unísono, que con su talento, su gusto y su inteligencia podía logra grandes resultados si no derrochaba sus habilidades en vano.
Ella cantaba, tocaba el piano, pintaba al óleo, esculpía, formaba parte en los espectáculos de aficionados, y todo ello no lo hacía de cualquier manera sino con talento; ya fabricara farolitos para la iluminación, ya se disfrazara, ya anudara a alguien la corbata, todo le salía con un arte, una gracia y una exquisitez extraordinaria. Empero ningún talento suyo era tan brillante como su capacidad de trabar rápido conocimiento y estrechar relaciones con los personajes famosos. Apenas alguien se tornaba conocido en alguna medida, ella conseguía que se lo presentaran, el mismo día anudaba una amistad con él y lo invitaba a su casa.
Cada nueva relación era una verdadera fiesta para ella. Deificaba a las personas célebres, se enorgullecía de ellas y las veía en sueños todas las noches. Tenía sed de ellas y nunca podía aplacarla. Los viejos se iban y se perdían en el olvido; en su reemplazo venían los nuevos, pero también a éstos ella se acostumbraba pronto o sufría una decepción; comenzaba entonces a buscar ávidamente nuevos y nuevos personajes, los encontraba y volvía a buscarlos. ¿Para qué?
Después de las cuatro de la tarde comía en casa. La sencillez, el sentido común y la bondad de su marido la conmovían y la llenaban de entusiasmo. A menudo se levantaba de un salto, abrazaba impulsivamente su cabeza y la cubría de besos.
—Eres un hombre inteligente y noble, Dimov —le decía— pero tienes un defecto muy importante. No sientes ningún interés por el arte. Rechazas la música y la pintura.
—No las comprendo —respondía él mansamente—. Durante toda mi vida estuve ocupado con las ciencias naturales y la medicina y no tuve tiempo de interesarme por las artes.
—¡Pero eso es terrible, Dimov!
—¿Por qué? Tus amigos no conocen las ciencias naturales ni la medicina y sin embargo tú no le reprochas por eso. A cada cual lo suyo. Yo no soy capaz de comprender los paisajes ni las óperas, pero opino lo siguiente: si existen personas inteligentes que les dedican toda su vida y si hay personas inteligentes que pagan por ellos mucho dinero, eso significa entonces que son necesarios. Yo no los comprendo, pero no comprender no significa rechazar.
—¡Deja que estreche tu honrada mano!
Después de comer Olga Ivanova partía de visita a la casa de unos amigos, luego iba al teatro o a un concierto y regresaba a casa después de medianoche. Y así todos los días.
Los miércoles organizaba en su casa veladas. En estas veladas, la dueña de casa y los invitados, en vez de jugar a los naipes y bailar, se divertían dedicándose a diversas artes. El actor de teatro dramática recitaba, el cantante cantaba, los pintores dibujaban en los álbumes, que Olga Ivanova tenía en grandes cantidades; el violoncelista tocaba, y la propia dueña también dibujaba, esculpía, cantaba y acompañaba al piano.
En los intervalos entre la pintura, la lectura y la música se hablaba y se discutía sobre la literatura, el teatro y la pintura. Damas no había, por cuanto Olga Ivanova consideraba aburridas y vulgares a todas las damas, excepto a las actrices y a su modista. Ninguna velada transcurría sin que la dueña de casa no se estremeciera a cada timbrazo y no dijera con una expresión victoriosa en la cara: «¡Es él!», entendiendo con la palabra «él» alguna nueva celebridad invitada. Dimov no estaba en la sala y nadie se acordaba de su existencia. Pero a las once y media en punto abríase la puerta que daba al comedor y aparecía Dimov con su bondadosa y mansa sonrisa, quien decía, frotándose las manos:
—Por favor, señores, pasen a tomar un bocado.
Todos se dirigían al comedor y cada vez veían sobre la mesa lo mismo: una fuente de ostras, jamón o ternera, sardinas, queso, caviar, setas, vodka y dos jarras de vino.
—¡Mi querido maítre d’hótel! —exclamaba Olga Ivanova con júbilo juntando las manos — ¡Realmente eres encantador! ¡Señores, miren su frente! Dimov, ponte de perfil. Señores, miren: tiene la cada de un tigre de Bengala, pero su expresión es bondadosa simpática como la de un ciervo. ¡Oh, querido mío!
Los invitados comían y, mirando a Dimov, pensaban: «En efecto, es un hombre simpático», pero pronto se olvidaban y de él y continuaban hablando de teatro, de música y de pintura.
Los jóvenes esposos eran felices y su vida transcurría con placidez. A pesar de ello, la tercera semana de su luna de miel fue más bien triste. En el hospital Dimov se contagió de erisipela, guardó cama durante seis días y debió cortar del todo sus hermosos cabellos negros. Olga Ivanova permanecía sentada a su lado llorando con amargura, pero cuando él empezó a sentirse mejor, le colocó sobre la cabeza rapada un pañuelo blanco y se puso a pintar el retrato de un beduino. Y ambos se divertían. Unos tres días después de haberse restablecido y al reanudar Dimov sus tareas en los hospitales, sufrió un nuevo contratiempo.
—¡No tengo suerte, mamita! —dijo durante el almuerzo—. Hoy he hecho cuatro autopsias y me corté a la vez dos dedos. No lo noté hasta que estaba en casa.
Olga Ivanova se asustó. Pero él sonrió diciendo que eran pequeñeces y que no era la primera vez que se hacía cortes en las manos durante las autopsias.
—Me dejo llevar el afán, mamita, y me vuelvo distraído.
Olga Ivanova esperó con angustia algún signo de infección y por las noches rezaba, pero todo terminó bien. Y volvió a fluir la plácida y feliz vida sin tristezas ni sobresaltos.
El presente era magnífico y para su reemplazo se acercaba la primavera, que ya sonreía de lejos, prometiendo mil alegrías. ¡La dicha no tendría fin! En abril, en mayo y en junio, una dacha lejos de la ciudad, paseos, bocetos, pesca, ruiseñores; más tarde desde julio hasta el mismo otoño, la excursión de los pintores a la región del Volga, viaje en el cual tomaría parte también Olga Ivanova, como miembro efectivo de la société. Ya se había hecho dos vestidos de lienzo para el camino; había comprado también pinturas, pinceles, lienzos y una paleta nueva.
Casi todos los días Riabovsky iba a su casa para ver los éxitos logrados por ella en la pintura. Cuando ella le mostraba su trabajo, aquél se metía las manos en los bolsillos, apretaba con fuerza los labios, resoplaba y decía:
—A ver... Esta nube es muy chillona; su iluminación no es crepuscular. El primer plano está algo desdibujado y no es lo que debería ser ¿comprende? En cuanto a la izba, parece haberse atragantado con alguna cosa y ahora chilla lastimeramente…
Ese ángulo tiene que ser más oscuro. Pero en general está bastante bien. La felicito.
Y cuanto menos comprensible era lo que él decía, Cinto mejor lo comprendía Olga Ivanova.
III
El segundo día de la Trinidad, después de almorzar, Dimov compró bocadillos y caramelos y partió a la dacha para reunirse con su mujer. Hacía dos semanas que no se veían y la extrañaba mucho. Sentado en el vagón y luego buscando su dacha en el bosquecillo, no dejaba de sentir hambre y cansancio y gozaba al pensar que iba a cenar, en libertad, con su mujer, y a echarse a dormir luego. Y le causaba alegría mirar el paquete en que llevaba envueltos el caviar, el queso y el salmón blanco.
Cuando encontró y reconoció su dacha, el sol se ponía ya. La vieja criada le dijo que la señora no estaba pero que debía regresar pronto. La dacha, de aspecto muy poco confortable, con cielos rasos bajos, recubiertos de papel blanco, y con pisos desparejos y agrietados, sólo tenía tres habitaciones. En una estaba la cama; en otra, sobre sillas y ventanas se hallaban desparramados lienzos, pinceles, papeles con manchas de grasa y abrigos y sombreros masculinos; en la tercera Dimov encontró a tres hombres desconocidos. Dos eran morenos, con barbitas, mientras que el tercero, afeitado y gordo, por lo visto era actor. Sobre la mesa, en el samovar, hervía el agua.
—¿Qué desea usted? —preguntó el actor con voz de bajo, observando a Dimov con frialdad—. ¿Necesita usted ver a Olga Ivanova? Espere, ella viene enseguida. Dimov tomó asiento y se puso a esperar. Uno de los morenos, somnoliento y apático, se sirvió un vaso de té, lo miró y preguntó:
—¿No quiere un poco de té?
Dimov tenía sed y hambre, pero, para no estropearse el apetito, rehusó. Pronto se oyeron pasos y una risa conocida; resonó un portazo y entró corriendo Olga Ivanova, con un sombrero de anchas alas y llevando una caja en la mano; tras ella, con una sombrilla grande y con una silla plegadiza, entró Riabovsky, alegre y sonrosado.
—¡Dimov! —exclamó Olga Ivanova y sus mejillas se encendieron por la alegría—. ¡Dimov! —repitió, poniendo su cabeza y ambas manos sobre el pecho de su marido—. ¡Eres tú! ¿Por qué has estado tanto tiempo sin venir? ¿Por qué?
—¿Y cuándo iba a venir, mamita? Estoy siempre ocupado y si a veces dispongo de un poco de tiempo, ocurre que el horario de los trenes no me conviene.
—¡Pero cuan contenta estoy de verte! Soñé contigo toda la noche y tuve miedo de que estuvieras enfermo. ¡Ah, si supieras cuan simpático eres y cuán oportuna es tu llegada! Serás mi salvador. ¡Sólo tú puedes salvarme! Mañana habrá aquí una boda sumamente original —prosiguió ella riendo y anudando la corbata al marido—. Se casa el joven telegrafista de la estación, un tal Chikeldeiev. Buen mozo, inteligente; en su cara hay algo fuerte, sabes, algo de oso... Puede servir de modelo para el retrato de un varego.
Todos los veraneantes simpatizamos con él y le hicimos la firme promesa de asistir a su boda...Es un hombre de medios modestos, solo, tímido y, por supuesto, estaría mal negarle nuestra participación. Imagínate, la boda será después de la misa; luego iremos a pie hasta la casa de la novia... te das cuenta, el bosquecillo, el canto de los pájaros, las manchas de sol sobre la hierba y todos nosotros como manchas multicolores sobre el fondo verde... es sumamente original, de acuerdo con el gusto de los expresionistas franceses. Pero, Dimov, ¿qué me pondré para ir a la iglesia? —dijo Olga Ivanova con cara compungida—. ¡No tengo nada aquí, absolutamente nada! Ni vestidos, ni flores, ni guantes...Tú debes salvarme... Si has venido, quiere decir que el mismo destino dispone que me salves. Llévate las llaves, querido, vuelve a casa y saca del guardarropa mi vestido rosado. Tú lo conoces, está colgado en primer lugar... Luego, en el depósito, del lado derecho verás en el suelo dos cajas de cartón. Cuando abras la de arriba, verás que todo son tules, tules y tules y toda clase de trapitos pero debajo están las flores. Sácalas con cuidado, trata de no arrugarlas, mi amor, que luego escogeré las que necesito... Cómprame también los guantes.
—Bien —dijo Dimov—. Mañana partiré de regreso y te lo mandaré todo.
—¿Cómo mañana? —preguntó Olga Ivanova y lo miró sorprendida—. ¿Y cómo tendrás tiempo mañana para hacerlo? El primer tren sale a las nueve y la boda es a las once. No, querido, hay que hacerlo hoy, ¡hoy sin falta! Si mañana no puedes venir, mándame las cosas con un recadero. Bueno, vete, pues... Pronto debe pasar un tren. ¡No vayas a perderlo, mi amor!
—Bien.
—Me da pena dejarte ir —dijo Olga Ivanova y las lágrimas asomaron a sus ojos—. ¿Y para qué le habré dado mi palabra al telegrafista? Soy una tonta...
Dimov tomó de prisa un vaso de té, guardó en su bolsillo una rosquilla y, sonriendo mansamente, se encaminó a la estación. En cuanto al caviar, el queso y el salmón blanco, se lo comieron los dos morenos y el gordo actor.
IV
En una apacible noche de luna del mes de julio Olga Ivanova se encontraba en la cubierta del vapor fluvial y miraba ora al agua, ora las bellas orillas del Volga. A su lado estaba Riabovsky y le decía que las negras sombras sobre el agua no eran sombras sino un ensueño y que a la vista de esa agua embrujadora con su brillo fantástico, de ese cielo abismal y de esas tristes y pensativas orillas, sabedores de la futilidad de nuestras vidas y de la existencia de lo sublime, eterno y beatífico, uno sentía anhelo de olvidar todo, morir, llegar a ser un recuerdo.
El pasado era trivial y aburrido, el futuro no tenía importancia, mientras que esta divina noche, única en la vida, iba a terminar pronto, diluyéndose en la eternidad. ¿Para qué vivir entonces? Olga Ivanova escuchaba ora la voz de Riabovsky, ora el silencio de la noche y pensaba en que era inmortal, en que no moriría nunca. Las aguas de color turquesa, como nunca antes las había visto, el cielo, las orillas, las negras sombras y una inexplicable alegría que impregnaba su alma le decían que llegaría a ser una gran pintora y que en algún lugar, tras aquella lejanía, tras la noche de luna, en el infinito espacio, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo... Sin pestañear miraba a lo lejos durante largo rato, imaginando multitudes, luces, solemnes sones de música, exclamaciones de júbilo y viéndose a sí misma con vestido blanco y cubierta de flores que caían sobre ella de todas partes. Pensaba también que a su lado, apoyándose en la borda, estaba un verdadero gran hombre, un genio, un elegido de Dios...Todo lo que él había creado hasta entonces era bello, novedoso y extraordinario, y lo que crearía con el tiempo, cuando la madurez afirmase su excepcional talento, sería asombroso, inmenso, y ello se notaba en su rostro, en su manera de expresarse y en su actitud hacia la naturaleza. De las sombras, de los matices crepusculares, del claro de luna él hablaba a su manera, en su lenguaje, de modo qué involuntariamente se sentía el hechizo de su poder sobre la naturaleza. Él mismo era muy hermoso, original, y su vida, independiente, libre, ajena a todo lo ordinario, semejaba la de un pájaro.
—Empieza a hacer fresco — dijo Olga Ivanova, estremeciéndose.
Riabovsky la envolvió en su capa y dijo tristemente:
—Me siento dominado por usted. Soy su esclavo. ¿Por qué está tan cautivante hoy?
La miraba fijamente y sus ojos le causaban miedo a ella.
—La amo con locura... — susurró — . Dígame una sola palabra y dejaré de vivir, abandonaré el arte... — musitó, muy emocionado—. Ámeme, ámeme...
—No me hable así —dijo Olga Ivanova, cerrando los ojos —. Me da miedo. ¿Y Dimov?
—¿Qué Dimov? ¿Por qué Dimov? ¿Qué tengo que ver yo con Dimov? Lo que hay es el Volga, la luna, la belleza, mi amor, mi júbilo... pero no hay ningún Dimov... ¡Ah yo no sé nada! No tengo necesidad del pasado; déme un momento... un instante. El corazón de Olga Ivanova comenzó a latir con más fuerza. Ella quería pensar en su marido, pero todo el pasado, con la boda, con Dimov y con las veladas, le parecía pequeño, insignificante, opaco, innecesario y muy lejano... En efecto: ¿qué Dimov?, ¿por qué Dimov?, ¿qué tiene que ver ella con Dimov? ¿Existe él realmente en la naturaleza? ¿O no es más que un sueño?
«Para él, hombre simple y ordinario, es suficiente la felicidad que ya ha recibido —pensaba ella, cubriéndose la cara con las manos—. Que me condenen allí, que me maldigan, pero yo, para fastidiar a todo el mundo, me dejaré caer... eso es, me dejaré caer... Hay que probarlo todo en la vida. ¡Dios mío, qué miedo y qué deleite!»
¿Y bien? ¿Qué? — musitó el pintor, abrazándola y besando con avidez las manos con las que ella trataba débilmente de apartarlo —. ¿Me amas? ¿Sí? ¿Sí? ¡Oh qué noche! ¡Qué noche divina!
—Sí, ¡qué noche! —susurró ella, mirándole los ojos en que brillaban las lágrimas; luego miró rápidamente hacia atrás, lo abrazó y lo besó con pasión en los labios.
—¡Nos acercamos a Kineshma! — dijo alguien del otro lado de la cubierta.
Oyéronse unos pasos pesados. Era el camarero del bufet que pasaba cerca de ellos.
—Escuche — dijo Olga Ivanova, riendo y llorando de felicidad —, tráiganos vino.
El pintor, pálido de emoción, sé sentó en un banco, dirigió a Olga Ivanova una mirada llena de adoración y de gratitud, luego cerró los ojos y dijo con una lánguida sonrisa:
—Estoy cansado.
Y apoyó la cabeza en la borda.
V
El dos de septiembre era un día templado y apacible, pero el cielo estaba cubierto de nubes. Por la mañana temprano, vagaba sobre el Volga una ligera niebla y después de las nueve comenzó a lloviznar. Y no había ninguna esperanza de que el tiempo mejorara más tarde. Durante el desayuno Riabovsky decía a Olga Ivanova que la pintura era la más ingrata y la más aburrida de las artes; que él no era pintor y que solamente los tontos lo creían hombre de talento, y de repente, sin motivo alguno, cogió el cuchillo e hizo algunos cortes en el mejor boceto suyo. Después del desayuno se sentó junto a la ventana y se puso a mirar, sombrío, sobre el Volga. Este ya carecía de brillo y presentaba un aspecto opaco, turbio y frío. Todo hacía recordar la proximidad del tedioso y triste otoño. Y parecía que la naturaleza quitó al Volga las lujosas alfombras verdes de sus orillas, los reflejos de diamante de los rayos solares, la transparente lejanía azul y toda su vestimenta de gala, y guardó todo en los baúles hasta la próxima primavera; y las cornejas volaban cerca del Volga y se burlaban de él: «¡Desnudo! ¡Desnudo!». Riabovsky escuchaba sus graznidos y pensaba en que ya estaba agotado y sin talento, que todo en este mundo era convencional, relativo, estúpido y que no debería ligarse a esa mujer... En una palabra, estaba de mal humor y se abandonaba a la melancolía.
Olga Ivanova, sentada en la cama, detrás del biombo, se pasaba los dedos por sus hermosos cabellos de lino y se imaginaba ya la sala, ya el dormitorio, ya el gabinete de su casa; su imaginación la llevaba al teatro, a la casa de la modista y a sus célebres amigos. ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Se acordarán de ella? La temporada ha comenzado ya y era hora de pensar en las veladas. ¿Y Dimov? ¡Querido Dimov! Con su mansedumbre infantil y quejumbrosa le pide en sus cartas que vuelva a casa lo antes posible.
Cada mes le enviaba setenta y cinco rublos y cuando ella le había escrito que debía a los pintores cien rublos, se los mandó también. ¡Qué hombre tan bondadoso y magnánimo!. El largo viaje había fatigado a Olga Ivanova; se aburría y tenía deseos de alejarse de los mujiks y del olor a humedad del río y de liberarse de esa sensación de suciedad física que experimentaba continuamente, alojándose en las izbas campesinas y trasladándose de una aldea a otra. Si Riabovsky no hubiera dado a los pintores su palabra de honor de que quedaba aquí hasta el veinte de septiembre, hubieran podido irse hoy mismo. ¡Qué magnífico hubiera sido!
—¡Dios mío! — gimió Riabovsky—. ¿Cuándo, hará sol; por fin? Un paisaje soleado no puedo continuarlo sin sol.
—Pero tú tienes un boceto con cielo nublado
—dijo Olga Ivanova, saliendo de detrás del biombo —. En el plano derecho está el bosque y en el izquierdo, un rebaño de vacas y los gansos, ¿recuerdas? Ahora podrías terminarlo.
—¡Bah...! — frunció el ceño el pintor —. ¡Terminarlo! ¿Acaso cree usted que soy tan estúpido que no sé lo que debo hacer?
—¡Cómo has cambiado! — suspiró Olga Ivanova.|
—Y bueno..."
A Olga Ivanova le temblaban los labios; dio unos pasos hacia la estufa y se puso a llorar.
—Eso es... Sólo faltaban las lágrimas. ¡Basta ya! Yo tengo mil motivos para llorar y sin embargo no lloro.
—¡Mil motivos! — exclamo Olga Ivanova—. El motivo principal es que usted ya está harto de mí. ¡Sí!
—dijo ella y comenzó a sollozar—. La verdad es que usted tiene vergüenza de nuestro amor. Procura siempre que los pintores no se den cuenta, aunque esto no se puede ocultar y ellos ya lo saben todo hace tiempo.
—Olga, le pido una sola cosa —dijo el pintor con voz suplicante y poniéndose una mano en el corazón—, sólo una cosa: ¡No me torture! ¡Nada más necesito de usted!
—¡Pero jure que me ama todavía!
—¡Ah, esto es una tortura! —farfulló el pintor entre dientes y se levantó de un salto—. ¡No me quedará otra cosa que tirarme al Volga o volverme loco! ¡Déjeme en paz!
—¡Bueno, máteme entonces, máteme! — gritó Olga Ivanova —. ¡Máteme!
Volvió a sollozar y se ocultó tras el biombo. El murmullo de la lluvia sobre el techo de paja de la izba se hizo más fuerte. Riabovsky se echó las manos a la cabeza y se puso a caminar por la habitación; luego, con expresión decidida, como si deseara demostrar a alguien una cosa, se puso la gorra, se colgó la escopeta al hombro y salió de la izba.
Durante largo rato Olga Ivanova permaneció tendida en la cama, llorando. Al principio pensó que no estaría mal envenenarse, para que Riabovsky, al regresar, la encontrase muerta, pero luego sus pensamientos volaron a su casa, al gabinete de su marido y ella se vio sentada, inmóvil, al lado de Dimov, gozando de una paz física y de limpieza, y por la noche, en el teatro, escuchando a Mazzini. Y la nostalgia por la civilización, por el ruido de la ciudad y por los personajes famosos le oprimió el corazón. Entró la campesina, dueña de la casa, y sin prisa comenzó a encender él horno para preparar la comida. El olor llenó la casa y el aire se torno azul por el humo. Vinieron los pintores con sus altas botas sucias y sus caras mojadas por la lluvia; estuvieron examinando los bocetos, diciendo, consolarse, que aun con el tiempo malo el Volga posee sus encantos. Un barato reloj de pared repetía su tic-tac-tic... Las moscas, adormecidas por el frío, se agolpaban junto a los iconos, zumbando, mientras que bajo los bancos, en las gruesas carretas se afanaban las cucarachas.
Riabovsky volvió a la casa cuando el sol se ponía. Pálido, exhausto, con las botas sucias, arrojó la gorra sobre la mesa, se dejó caer sobre el banco y cerró los ojos,
—Estoy cansado... —dijo y movió las cejas en un esfuerzo para levantar los párpados.
Para demostrar que no estaba enojada con él, Olga Ivanova se le acercó, lo besó en silencio y pasó el peine por sus rubios cabellos. Sintió ganas de peinarlo.
—¿Qué pasa? — preguntó él, estremeciéndose, como si lo hubieran tocado con un objeto frío, y abrió los ojos—. ¿Qué pasa? ¡Déjeme en paz, por favor!
La apartó con las manos y retrocedió, y ella creyó ver en su rostro una expresión de fastidio y de repugnancia. En este momento entró la campesina que sostenía cuidadosamente con ambas manos un plato de sopa, y Olga Ivanova la vio mojar sus grandes dedos en el caldo. La sucia campesina, la sopa de repollo que Riabovsky comenzó a comer con avidez, la izba y toda aquella vida que al principio le gustaba por su sencillez y por su pintoresco desorden, le parecieron ahora horribles. Ella sintiese de golpe ofendida y dijo con frialdad:
—Tenemos que separarnos por un tiempo, porque si no llegaremos a reñir seriamente a causa del tedio. Esto me cansa ya. Hoy mismo me iré.
—¿De qué modo? ¿Montando un caballito de madera?
—Hoy es jueves, de modo que a las nueve y media llega el vapor.
—Ah, es cierto... bueno, vete... — dijo con voz suave Riabovsky, limpiándose la boca con la toalla a falta de servilleta —. No tienes nada que hacer aquí y te aburres... Hay que ser un gran egoísta para retenerte. En marcha, pues... Nos veremos después del veinte.
Olga Ivanova hacía los baúles con alegría y hasta las mejillas se le encendieron de satisfacción. ¿Será posible — se preguntaba — que pronto pinte en la sala, duerma en el dormitorio y almuerce con mantel? Sintió alivio en el corazón y ya no estaba enojada con el pintor.
—Las pinturas y los pinceles te los dejo aquí, Riabusha —le dijo—. Lo que quede me lo traerás...Ten cuidado, no te hagas el haragán ni te pongas melancólico sin mí. Debes trabajar. ¡Eres muchacho bravo, Riabusha!
A las nueve, Riabovsky la besó, para — según ella pensó— no tener que besarla en el barco, en presencia de los pintores, y la acompañó hasta el muelle. Poco tiempo después llegó el vapor y ella partió.
Al cabo de dos días y medio llegó a su casa. Sin quitarse el sombrero ni el impermeable, jadeando de emoción, pasó a la sala y llegó al comedor. Dimov, sin levita y con el chaleco desabrochado, estaba sentado a la mesa, afilando el cuchillo contra el tenedor; delante de él, sobre el plato, yacía un faisán. Al entrar en la casa, Olga Ivanova estaba convencida de que era indispensable ocultárselo todo al marido y que para ello no le faltaban fuerzas ni habilidad, pero ahora, viendo la amplia, dichosa y apacible sonrisa y los ojos brillantes y jubilosos de Dimov, sintió que mentir a este hombre resultaba alto tan infame, asqueroso e imposible como calumniar, robar o matar; y en un instante decidió contarle todo lo sucedido. Después de dejarse abrazar y besar, se arrodilló delante de él y se tapó la cara.
—¿Qué? ¿Qué, mamita? —preguntó él con ternura—. ¿Me extrañabas?.
Ella levantó su rostro enrojecido por la vergüenza, y lo miró con expresión culpable y suplicante,? pero el miedo y la turbación le impidieron decir la verdad.
No es nada... —dijo ella—. No... no es nada...
—Vamos, siéntate —animó Dimov a su mujer, levantándola y ayudándola a tomar asiento en la mesa—. Así... come este faisán. Tendrás hambre, pobrecita.
Y mientras ella aspiraba ávidamente el aire casero y comía el faisán, él la miraba con dulzura y reía, feliz.
VI
A mediados del invierno, Dimov, por lo visto, empezó a darse cuenta de que lo estaban engañando. Como si él mismo no tuviera la conciencia tranquila, ya no podía mirar a su mujer a los ojos ni sonreír con alegría al verla y, para quedarse lo menos posible a solas con ella, con frecuencia invitaba a almorzar a su colega Korostelev, un hombrecillo de cabeza rapada y rostro demacrado, quien, al conversar con Olga Ivanova, desabrochaba, confundido, todos los botones de su chaqueta, volvía a abrocharlos y luego comenzaba a pellizcar con la mano derecha la guía izquierda de su bigote. Durante el almuerzo, ambos médicos se explayaban acerca de los diafragmas altos que a veces podían causar trastornos en el funcionamiento del corazón o sobre las neuritis múltiples que últimamente se observaban con más frecuencia, y comentaban la última autopsia realizada por Dimov, durante la cual éste descubrió en el cadáver un cáncer de páncreas en lugar de la anemia maligna diagnosticada. Parecía que ambos sostenían una conversación sobre temas medicinales con el único propósito de que Olga Ivanova tuviera posibilidad de callar, es decir, de no mentir.
Después de comer, Korostelev se sentaba al piano y Dimov le decía, suspirando:
—Bueno... a ver, amigo... toca algo triste.
Levantando los hombros y separando mucho los dedos, Korostelev tocaba algunos acordes y comenzaba a entonar con voz de tenor «Enséñame una morada donde no gima el mujik ruso», mientras Dimov suspiraba una vez más, apoyaba la cabeza con el puño y se quedaba pensando.
Últimamente Olga Ivanova se comportaba manera harto imprudente. Todas las mañanas se despertaba de pésimo humor y con la idea de que no amaba a Riabovsky y que, a Dios gracias, estaba terminado. Pero, después de tomar café: reflexionaba y se daba cuenta de que — Riabovsky le había quitado el marido y que ella quedó ahora sin marido y sin Riabovsky; luego recordaba los comentarios de sus conocidos acerca de un nuevo cuadro que Riabovsky preparaba para la exposición algo asombroso, una mezcla de paisaje con género costumbrista, al estilo de Polenov, obra que provocaba el júbilo de todos los que concurrían en su taller; pensaba que él había creado ese cuadro influido por ella y que, en general, gracias a su influencia él había mejorado sensiblemente. Su influencia era tan benéfica y esencial que, en caso de que ella lo abandonara, él quizás se perdería. Recordaba también su última visita, cuando vino vestido con una levita gris moteada y con una corbata nueva y le preguntó en tono lánguido: «¿Soy bello?».Y, en efecto, esbelto, con sus largos bucles y sus ojos azules, era muy bello — o, quizás, le hubiera parecido así— y la trató con cariño.
Habiendo recordado y comprendido muchas cosas, Olga Ivanova se vestía y, presa de gran agitación, dirigía al taller de Riabovsky. Lo encontraba alegre y encantado con su cuadro, que era magnífico de verdad; el pintor saltaba, hacia tonterías y a las preguntas serias respondía con bromas. Olga Ivanova, celosa del cuadro, lo odiaba ya pero, por cortesía, permanecía silenciosa ante el mismo durante unos minutos y, después de suspirar, como si estuviera ante una cosa sagrada, decía en voz baja:
—Sí, nunca has pintado nada semejante. Hasta da miedo ¿sabes?
Luego empezaba a suplicarle que la amase, que no la dejara y que tuviese lástima de ella, pobre y desdichada. Llorando, le besaba las manos, exigía que le jurase su amor y trataba de demostrarle que sin su benéfica influencia él perdería el camino y terminaría mal. Después de estropearle al pintor el buen estado de ánimo y sintiéndose humillada, iba a ver a la modista o a la actriz amiga para tratar de conseguir las entradas.
Si no lo encontraba en el taller, le dejaba una carta en la cual juraba envenenarse sin falta si él no iba a verla el mismo día. El se asustaba, iba a visitarla y se quedaba a almorzar. Sin tener en cuenta la presencia del marido, le decía cosas insolentes y ella le respondía del mismo modo. Los dos sentían las ataduras que los ligaban y, comprendiendo que eran despóticos y enemigos, se irritaban y en su irritación no notaban que su conducta se tornaba indecente y que hasta el rapado Korostelev se percataba de todo. Después de comer, Riabovsky se apresuraba a despedirse.
—¿A dónde va usted? —le preguntaba Olga Ivanova en el vestíbulo, mirándolo con odio.
El pintor, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, nombraba a alguna dama, conocida común de ambos y era evidente que quería fastidiarla y burlarse de sus celos. Ella se retiraba a su dormitorio y se echaba en la cama; los celos, el fastidio, la humillación y la vergüenza la hacían morder la almohada y llorar en voz alta. Dimov dejaba a Korostelev en la sala, iba al dormitorio y, confundido y desconcertado, decía en voz baja:
—No llores fuerte, mamita... ¿Para qué? Estas cosas es mejor callarlas... No deben de traslucir... Lo ocurrido ya no se puede remediar, ¿sabes?
Sin saber cómo dominar los agobiantes celos, que hasta le causaban un fuerte dolor de cabeza; y creyendo que la situación podía remediarse todavía, se lavaba y empolvaba su llorosa cara y volaba a la cada de la dama conocida. No habiendo encontrado allí a Riabovsky, iba a ver a otra, y luego a otra más… Al principio tenía vergüenza de realizar estos viajes, pero con el tiempo se habituó y hubo veces en que, en una sola noche, había recorrido los domicilios de todas sus conocidas para encontrar a Riabovsky y todos se daban cuenta de ello.
—¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!
Esta frase le gustó tanto que, encontrándose con los pintores que conocían su romance con Riabovsky, al hablarles de su marido, cada vez hacía un ademán enérgico y decía:
—¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!
Por lo demás, la vida transcurría de la misma manera que el año anterior. Los miércoles se realizaban las veladas. El actor recitaba, los pintores dibujaban, el violonchelista tocaba, el cantante cantaba e, invariablemente, a las once y media se abría la puerta del comedor y Dimov sonriendo, decía:
—Por favor, señores, pasen a tomar un bocado.
Lo mismo que antes, Olga Ivanova buscaba grandes personajes, los encontraba y, al no sentirse satisfecha, seguía buscándolos. Lo mismo que antes, volvía a casa todas las noches muy tarde, pero Dimov no dormía, como el año anterior, sino que estaba trabajando en su despacho. Se acostaba a eso de las tres y se levantaba a las ocho.
Una noche, cuando ella, vistiéndose para ir al teatro, estaba de pie ante el espejo, entró en el dormitorio. Dimov, de frac y con corbata blanca. Sonreía y miraba a su mujer en la cara, con alegría, como antes. Su rostro estaba radiante.
—Acabo de presentar la tesis —anunció, tomando asiento y pasándose las manos por las rodillas.
—¿Te fue bien? —preguntó Olga Ivanova.
—¡Oh, sí! —rió Dimov y alargó el cuello para ver en el espejo la cara de su mujer, que seguía, de espaldas a él, arreglándose el peinado—. ¡Oh, sí! —repitió—. ¿Sabes una cosa? Es posible que me ofrezcan la cátedra de Patología General. Huele a eso.
Veíase por su cara, feliz y resplandeciente, que si Olga Ivanova hubiese compartido su alegría y su triunfo, él se lo hubiera perdonado todo, tanto en el presente como en el futuro, pero ella no sabía bien qué era una cátedra o Patología General, y temiendo además llegar tarde al teatro, no dijo nada.
Dimov permaneció sentado unos minutos, sonrió con aire culpable y salió.
VII
Fue un día sumamente agitado.
Dimov tenía un fuerte dolor de cabeza; por la mañana no tomó el desayuno ni fue al hospital, quedándose todo el tiempo acostado sobre el diván turco, en su gabinete. Después de las doce, Olga Ivanova, como de costumbre, fue a ver a Riabovsky para mostrarle él boceto de una nature morte y a preguntarle por qué no vino a su casa el día anterior. El boceto le parecía insignificante; lo había hecho sólo como un pretexto más para visitar al pintor.
Entró sin tocar el timbre y cuando se estaba quitando las katiuskas en el vestíbulo, desde el taller llegó a sus oídos un leve rumor de rápidos pasos y el murmullo de un vestido; al asomarse de prisa al taller, no alcanzó a ver más que el vuelo fugaz de un trozo de falda marrón, que enseguida desapareció detrás de un gran cuadro, cubierto, junto con el caballete, con percalina negra que llegaba hasta el suelo. No cabía la menor duda de que era una mujer que se escondía. ¡Cuántas veces la misma Olga Ivanova se refugiaba tras ese mismo cuadro! Riabovsky, evidentemente confuso, se mostró sorprendido y, tendiéndole ambas manos, le dijo con una sonrisa forzada:
—¡Ah, me alegro mucho! ¿Qué dice de bueno?
Los ojos de Olga Ivanova se llenaron de lágrimas. Sentía vergüenza y amargura; ni por un millón estaría dispuesta a hablar en presencia de una mujer extraña, de una rival, que estaba detrás del cuadro, riéndose seguramente, con malicia para sus adentros.
—e he traído un boceto... —dijo tímidamente con un hilito de voz y sus labios temblaron—. Una naturaleza muerta.
—¡Ah!... ¿Un boceto?
El pintor tomó el boceto y, examinándolo, se dirigió como maquinalmente, a otro cuarto.
Olga Ivanova lo siguió sumisa.
—Naturaleza muerta... qué suerte —barbotó Riabovsky buscando rimas—, huerta... puerta... tuerta...
En el taller volvieron a resonar los presurosos pasos y el rumor del vestido. Eso significaba que ella se había ido. Olga Ivanova tenía deseos de gritar, de golpear al pintor en la cabeza con algún objeto pesado e irse, pero a través de las lágrimas no veía nada, estaba aplastada por la vergüenza y ya no se sentía Olga Ivanova sino un pequeño insecto.
—Estoy cansado... —dijo con voz lánguida el pintor, observando el boceto y sacudiendo la cabeza para vencer la modorra—. Es simpático, claro está, pero... hoy es un boceto, el año pasado un boceto y dentro de un mes habrá un boceto... ¿No le cansa? Yo en su lugar dejaría la pintura y me dedicaría seriamente a la música o a otra cosa cualquiera. Al final, su vocación es la música y no la pintura. Pero qué cansado estoy, ¿sabe? Voy a decir que nos traigan té...
Riabovsky salió de la habitación y Olga Ivanova oyó ordenar algo a su criado. Para no despedirse, no entrar en explicaciones y, principalmente, no romper a llorar, ella, antes de que volviera el pintor, corrió al vestíbulo, se calzó las katiuskas y salió a la calle. Allí respiró con alivio, sintiéndose liberada para siempre de Riabovsky, de la pintura y de la agobiadora vergüenza que la abrumaba en el estudio. ¡Todo había terminado!
Fue a ver a la modista, luego a casa de un conocido que acababa de volver de un viaje, de allí a la casa de música y durante todo el tiempo pensaba en la carta, fría y seca, llena de dignidad, que escribiría a Riabovsky, y en el viaje a Crimea que ella realizaría en primavera o en verano, junto con Dimov, para liberarse allí definitivamente del pasado y comenzar una nueva vida.
Volvió a casa tarde, de noche, y, sin cambiarse de ropa, sentóse en la sala a escribir la carta. Riabovsky le había dicho que no era pintora y ella le escribía ahora, como venganza, que él pintaba siempre lo mismo, todos los años, y que decía siempre lo mismo, todos los días; que estaba estancado y que no daría ya más resultado que el que ya había dado. Tenía ganas de escribirle también que en muchos aspectos su obra se debía a la influencia de ella y que si él procedía mal era porque dicha influencia se hallaba paralizada por las ambiguas personas como aquella que se había escondido detrás del cuadro.
—¡Mamita! —llamó Dimov desde su gabinete, sin abrir la puerta—. ¡Mamita!
—¿Qué quieres?
—Acércate a la puerta, pero no entres. Escucha... Hace tres días me contagié de difteria en el hospital, y ahora... no me siento bien. Manda enseguida a buscar a Korostelev.
Olga Ivanova siempre llamaba a su marido, igual que a todos los hombres de su amistad, no por el nombre sino por el apellido; su nombre, Osip, no le gustaba, ya que le hacía recordar al criado de Jlestakov y un trabalenguas ruso. Pero ahora exclamó:! — ¡Osip, no puede ser!
—¡Manda buscarlo! No estoy bien...—dijo Dimov del otro lado de la puerta, y se le oyó acercarse al diván y acostarse—. ¡Manda por él! —resonó sordamente su voz.
«¿Qué será? —pensó Olga Ivanova, atemorizada—.
¡Eso debe ser peligroso!».
Sin ninguna necesidad, tomó una vela y fue al dormitorio; allí, pensando en lo que debía de hacer, se miró, sin querer, en el espejo. Con cara lívida y asustada, la chaqueta de hombreras altas, los volantes amarillos en el pecho y la falda de rayas insólitas, se encontró horrible y repugnante. Sintió de repente una dolorosa piedad por Dimov; por el infinito amor que le profesaba, por su joven vida y hasta por su huérfana cama en la que él hacía mucho tiempo que no dormía; recordó su acostumbrada sonrisa, mansa y resignada. Se puso a llorar con amargura y escribió una carta suplicante a Korostelev. Eran las dos de la madrugada.
VIII
Cuando por la mañana, después de las siete, Olga Ivanova, despeinada y fea, con la cabeza pesada a causa del insomnio, y con aire culpable, salió del dormitorio, cerca de ella pasó, dirigiéndose al vestíbulo, un señor de barba negra, por lo visto, un médico. Olía a medicamentos. En la puerta del gabinete estaba de pie Korostelev y con la mano derecha se atusaba el bigote izquierdo.
—Perdóneme, pero no la dejaré entrar —dijo sombríamente—. Podría contagiarse. Además, no vale la pena; Está delirando.
—¿Es la difteria? —preguntó Olga Ivanova en un susurro,
—A aquellos que se meten en la cueva del lobo, en realidad, habría que demandarlos judicialmente —barbotó Korostelev sin contestar la pregunta—. ¿Sabe usted por qué se contagió? Él martes pasado estuvo succionándole a un niño, a través de un tubito, las secreciones diftéricas. ¿Para qué? Porque sí... ¡Qué tontería!...
—¿Es peligroso? ¿Muy peligroso? —preguntó Olga.
Sí, dicen que se trata de una forma grave. Habría que mandar por Schrek...
Primero vino un hombrecillo pelirrojo, de nariz larga y con acento judío; luego un hombre alto, encorvado, de cabellos negros, parecido a un protodiácono; luego un joven grueso, de cara colorada, con lentes. Eran médicos que venían a hacer la guardia junto a su compañero. Korostelev, terminado su turno, no se iba, sino que se quedaba vagando por todas las habitaciones como una sombra. La criada servía té a los médicos y a menudo iba corriendo a la farmacia, de modo que no había nadie para limpiar las habitaciones. La casa estaba silenciosa y sombría.
Olga Ivanova permanecía sentada en su dormitorio pensando que éste era un castigo de Dios porque ella había engañado a su marido. Un ser taciturno, resignado e incomprensible, despersonalizado por su mansedumbre, falto de carácter y débil a causa de la excesiva bondad, sufría en silencio, sin quejas, allí en su diván.
Pero si este ser se hubiera quejado, aunque hubiese sido delirando, los médicos de guardia se hubiesen enterado de que la difteria no era la única culpable de lo sucedido. Hubieran podido también preguntárselo a Korostelev; él lo sabe todo y no en vano mira a la mujer de su amigo de un modo como si ella fuese la verdadera, la principal malhechora, mientras que la difteria no —¡era más que su cómplice.
Ella ya no recordaba ni la noche de luna sobre el Volga, ni las declaraciones de amor, ni la poética vida en la aldea y sólo se daba cuenta de que por mero capricho, por simple travesura, se había ensuciado toda, de la cabeza a los pies, con algo pegajoso y repulsivo que jamás se podría lavar…
«¡Ah, qué horrible mentira! pensó, al recordar el agitado amor que había tenido con Riabovsky —. ¡Maldito sea todo aquello!».
A las cuatro almorzó con Korostelev. Este no comió nada; sólo bebía vino tinto y fruncía el ceño, ella tampoco comió. Ora rezaba mentalmente haciendo promesa de volver a amar a Dimov y serle fiel, si él sanaba; ora se olvidaba por un momento y, mirar a Korostelev, pensaba: «¿Cómo no se aburre uno de ser un hombre simple, en nada destacable, desconocido y, además, con cara demacrada y modales torpes?».
O bien le parecía que Dios iba a matarla en cualquier momento porque ella, temiendo el contagio, ni una sola vez había ido a ver al marido a su gabinete. En general, la embargaba un sentimiento de sorda congoja junto con la certidumbre de que su vida ya estaba deshecha y de que no había manera de reconstruirla...
Después del almuerzo sobrevino el crepúsculo. Al entrar en la sala Olga Ivanova vio a Korostelev dormido en el sofá, la cabeza apoyada sobre un cojín de seda, bordado en oro. «Kji-puá… —roncaba— kji-puá...».
Los médicos que venían a hacer guardia notaban ese desorden. El hecho de que una persona extraña durmiera en la sala, roncando; los bocetos en las paredes; la insólita disposición de los objetos y la negligencia en el vestir de la despeinada dueña de casa, todo ello no suscitaba ahora el menor interés. Por alguna razón, uno de los médicos sin querer, se echó a reír y su risa sonó en el aire tan extraña y tímida que daba miedo.
Cuando Olga Ivanova por segunda vez entró en la sala, Korostelev ya no dormía; estaba fumando sentado.
—Tiene la difteria de la cavidad nasal — dijo a media voz —. El corazón no funciona bien. En realidad, las cosas andan mal.
—¿Y si mandara por Schrek? — dijo Olga Ivanova.
—Ya estuvo aquí. Fue él quien notó que la difteria se le había pasado a la nariz.
Pero ¿qué puede hacer Schrek? En realidad ¿qué es Schrek? Nada. Él es Schrek y yo soy Korostelev y eso es todo.
El tiempo pasaba con una lentitud terrible. Olga Ivanova, recostada vestida en la cama sin arreglar, dormitaba. Tenía la sensación de que toda la casa, desde el suelo hasta el techo, estaba ocupada por una enorme mole de hierro y que sólo bastaría sacar este hierro afuera para que todos sintieran alivio y alegría. Al despertarse, se dio cuenta de que eso no era hierro sino la enfermedad de Dimov.
«Naturaleza muerta, huerta... —pensó, volviendo a sumergirse en el sueño— puerta... tuerta... ¿Y entonces, Schrek? Schrek:, grek, vrek, krek. ¿Dónde están todos mis amigos? ¿Saben ellos que hay desgracia en nuestra casa? Señor, sálvanos... líbranos del mal Schrek, grek...».
Y otra vez el hierro... El tiempo era largo, pero el reloj en el piso de abajo daba la hora a menudo. A cada rato sonaba el timbre; llegaban los médicos... Con un vaso vacío sobre la bandeja, entró la criada y preguntó:
—Señora, ¿quiere que haga la cama?
Al no recibir respuesta, salió. Abajo, el reloj dio la hora, surgió la visión de una lluvia sobre el Volga, y de nuevo entró alguien en el dormitorio, al parecer, un extraño. Olga Ivanova se levantó de un salto y reconoció a Korostelev.
—"¿Qué hora es? —preguntó.
—Cerca de las tres.
—¿Cómo sigue?
—¡Cómo quiere que siga? He venido a decirle... que se está muriendo...
El doctor dejó oír un sollozo, se sentó a su lado en la cama, y se secó las lágrimas con la manga. En el primer momento ella no entendió bien sus palabras, pero se quedó fría y se persignó lentamente.
—Se está muriendo... —repitió el médico con un hilo de voz y sollozó de nuevo—. Muere porque se ha sacrificado... ¡Qué pérdida para la ciencia! —dijo con amargura—. No se le puede comparar con ninguno de nosotros... Era un gran hombre... ¡Un hombre extraordinario! ¡Qué talento! ¡Cuántas esperanzas cifrábamos en él! —prosiguió Korostelev, torciéndose las manos—. Dios mío, llegaría a ser un sabio como ya no se encuentran hoy ni con un farol... ¡Dimov! ¿Qué has hecho, Dimov? ¡Ah, Dios mío!
Presa de la desesperación, Korostelev se cubrió la cara con las manos y meneó la cabeza.
—¡Y qué fuerza moral! —continuó, cada vez más enojado con alguien—. Un alma bondadosa, pura y amante; ¡no era un hombre sino un cristal! Sirvió a la ciencia y murió por la ciencia. Trabajó como un buey, día y noche; nadie tuvo piedad de él; el joven científico, futuro profesor, debió buscar más y más trabajo y hacer traducciones de noche para pagar estos... ¡infames trapos! Korostelev miró con odio a Olga Ivanova, asió la sábana con ambas manos y tiró de ella, iracundo, como si fuera la culpable.
—Él mismo no se tenía lástima ni los demás la tenían. ¡Ah!, en realidad, ¡para qué hablar!
—¡Sí, era un hombre excepcional! —dijo alguien en la sala con voz de bajo.
Olga Ivanova recordó toda su vida con él, desde el principio hasta el fin, con todos los detalles, y de golpe entendió que, en comparación con todas las personas que ella conocía, era un hombre extraordinario, excepcional, grande.
Y al recordar el trato que le dispensaban el difunto padre de ella y los colegas médicos comprendió que todos ellos vislumbraban en él una futura celebridad.
Las paredes, el cielo raso, la lámpara y la alfombra sobre el piso le guiñaron burlonamente, como si quisieran decir: «¡Lo dejaste pasar! ¡Lo dejaste pasar!».
Sin poder contener el llanto, ella salió corriendo del dormitorio, atravesó la sala delante de un hombre desconocido y se precipitó al gabinete de su marido.
Este yacía, inmóvil, en el diván turco, cubierto con la frazada hasta la cintura. Su rostro, terriblemente demacrado y enflaquecido, tenía ese color amarillo grisáceo que nunca tienen las personas vivas; y sólo por la frente, por las negras cejas y por la conocida sonrisa se podía reconocer que era Dimov. Olga Ivanova le palpó rápidamente el pecho, la frente y las manos.
El pecho estaba tibio aún, pero en la frente y en las manos se percibía ya, un frío desagradable. Y los ojos semiabiertos no miraban a Olga Ivanova sino a la manta.
—¡Dimov! —llamó ella en voz alta—. ¡Dimov!
Quería explicarle que se trataba de un error; que no todo estaba perdido aún; que la vida podría ser aún bella y feliz; que él era un hombre excepcional, extraordinario y grande y que ella estaba dispuesta a venerarlo, rezar ante él y experimentar un miedo sagrado durante toda su vida...
—¡Dimov! —volvía a llamarlo, sacudiéndole el hombro y resistiéndose a creer que él jamás despertaría—.
¡Dimov! ¡Pero Dimov!
Mientras tanto, en el vestíbulo, Korostelev decía a la criada:
—No tiene nada que preguntar. Vaya a la iglesia averigüe en la casita del sereno dónde viven las mujeres del asilo. Ellas lavarán el cuerpo, lo vestirán y harán todo lo que haga falta.

La primera vez que lo leí me afecto bastante. A la decimoquinta ya he aprendido a controlarme.
 
Presa de la desesperación, Korostelev se cubrió la cara con las manos y meneó la cabeza.
—¡Y qué fuerza moral! —continuó, cada vez más enojado con alguien—. Un alma bondadosa, pura y amante; ¡no era un hombre sino un cristal! Sirvió a la ciencia y murió por la ciencia. Trabajó como un buey, día y noche; nadie tuvo piedad de él; el joven científico, futuro profesor, debió buscar más y más trabajo y hacer traducciones de noche para pagar estos... ¡infames trapos! Korostelev miró con odio a Olga Ivanova, asió la sábana con ambas manos y tiró de ella, iracundo, como si fuera la culpable.
—Él mismo no se tenía lástima ni los demás la tenían. ¡Ah!, en realidad, ¡para qué hablar!
—¡Sí, era un hombre excepcional! —dijo alguien en la sala con voz de bajo.


Es curioso. Hasta el párrafo anterior no tenía la sensación de estar realmente leyendo a Chejov, en parte por la duración inhabitual del cuento, en parte porque la historia me parecía algo errática. Pero ese párrafo hace que todo cuadre y que aparezca el genio de siempre.

He tenido que pensar un poco de donde venía el título...y que bien le sienta a la protagonista.
 
Una crítica al bovarismo.

Ya no abro hilos, no creo que vuelva a hacerlo, pero puedo parasitar de los vuestros para administrar mis necesidades literarias y creativas sin exponerme a mostrar públicamente la historia de mi vida: que a nadie le interesen.

Os quiero hablar de un cierto tipo de personas. Son personas aparentemente normales, nadie podría decir que tienen en su alma el germen de la mayor hipocresía jamás inventada ajena a la religión y a la patria. O no ajena, ahora ya no pero antes muchas de estas personas dedicaban sus vidas al servicio de Dios o la nación. Pero no son normales, no lo son. Tienen unas cosas muy especiales que les hacen creer superiores y merecedores de los más altos elogios, pero esas cosas especiales sólo las conocen ellos. Creo que ya os he dado suficientes pistas como para deducir que voy a atacar con crueldad a los...

IDEALISTAS

Efectivamente, los idealistas son capaces de lo mejor y lo peor. Pero claro, de lo mejor sólo dentro de sus cabezas llenas de pájaros. Cuando Dios y el Estado, como diría Bakunin, dejaron de ser tan bonitos y tan ideales, se volvieron hacia lo que siempre había estado debajo de esos conceptos: el amor. El amor es la madre de todos los ideales, (esas cosas tan especiales de las que os hablaba antes) todo puede hacerse en nombre del amor. Asesinatos, torturas, violaciones... Siempre quedará el consuelo de que se hicieron con el fin más noble posible.

Pero seamos justos, la mayoría de los idealistas ni matan ni haceb nada malo en nombre de sus ideales, de hecho no hacen nada en absoluto. La gran mayoría de los idealistas no son gilipollas, no excesivamente, toman sus flaquezas como lo que son e intentan adaptarse al "sórdido" mundo real. Se buscan un trabajo y una pareja, y se resignan a la monotonía normal. ¿Cuál es el problema? El bovarismo. Madame Bovary es una novela que trata de una señora que le pone los cuernos múltiples veces al pagafantas de su marido buscando un ideal. Las mujeres leen y lloran, y se identifican, y piensan "pobre Emma Bovary, que vida tan triste tener que resignarte a ser un ama de casa...". Je, no me convence. Si hablasemos de "regentismo", basándose en la obra de Clarín, uno podría discutir más. La Regenta lucha contra sus pasiones, se sabe débil y desea al tipo ése, pero lucha y finge, para acabar cayendo, como la del hilo éste de hace poco. Bueno, mal pero bueno, la hipocresía de la sociedad de Oviedo y tal, podríamos debatirlo. ¿Ana Karenina? Se resiste también, y luego le remuerde la conciencia, venga, muy generoso estoy pero la dejo pasar también. ¿Pero Madame Bovary? ¡Por encima de mi cadáver!

Si preguntáis a una bovarista, los ideales frustrados justifican sus acciones por terribles que sean. Es el lorealismo puro, sin ambajes, sin tonterías: el idealista ha renunciado al ideal, luego se merece una compensación. Ella lo vale, para que no es entendamos. ¿Pero qué mierda es ésta? ¿A qué locura llegamos? Eso sería lógico si los ideales fuesen algo, pero no. No existen los ideales, la culpa de esa frustración no está en los impulsos biológicos o sociales sino las debilidades románticas de gente que no superó bien esa prueba que llamamos adolescencia. Uno no folla pero tiene la necesidad de hacerlo, puede disculpársele por recurrir al sexo de pago, quizás, o degradarse de otras formas o incluso, hasta cierto punto, se puede disculpar que hiera a alguién. No violaciones, más bien infidelidades o traiciones. Uno no tiene dinero pero la sociedad le exige tenerlo para sobrevivir, podríamos comprenderle cuando robe, otro ejemplo.

Pero un idealista, ¡ja! Prefiero mil veces una novia que me sea infiel porque sí, por pasión, por ser una puta hablando claro, que una que lo hizo por algún ideal abandonado. Las dos me han hecho perder el tiempo, cierto, pero la primera por lo menos ha sabido ser sincera y ya me ha dejado la puerta abierta para buscar a alguien mejor. No hay batalla, sabe que suya es la falta y suya es la culpa, fue débil y debe perder algo. Los débiles siempre pierden algo, ese es el verdadero ideal femenino, ese es lo único verdadero en el ideal del amor. Pero con la otra, en su cabeza la batalla no ha hecho más que empezar. Sí, actuó mal pero no fue débil, débil fue al rendirse a la monotonía y renunciar a la busqueda del amor ideal, la debilidad fuiste tú y no la falta cometida. "No me veía así a mi edad, sniff", "me sentía sola...". Os dicen eso, primer reflejo: fuego. Salid de ahí por piernas, es una bovarista dispuesta a sacrificar vuestra vida en el altar de sus ideales.
 
saca-al-tarado rebuznó:
Cuando leo relatos como el último posteado de Chejov no dejo de pensar, con cierto estremecimiento en esos tiempos pasados pero no tan lejanos.

¿Se dan cuenta de la enorme inversión en tiempo, paciencia y autocontrol que tenían que emplear nuestros abuelos o bisabuelos de cara a meterla en caliente, casi siempre tras pagar peaje en vicaría, y para colmo con casi nulas posibilidades de variación a menos que se echasen una amante? Es estremecedor. Al lado de ello todas nuestras quejas acerca del esfuerzo que cuesta calzarse a una zorra contemporánea se vuelven infundadas y nuestra dedicación a ello ridícula frente a aquellos titanes.

A saber cuánto atraso le ha generado a la Humanidad, por despilfarro y desviación de útiles recursos, la alianza indisoluble entre el instinto de echar un polvo y la usura femenina de cara a ofrecer vía hacia ello.


Diario de un seductor, de Kierkegaard.

De nada.
 
mister4 rebuznó:
Pero un idealista, ¡ja! Prefiero mil veces una novia que me sea infiel porque sí, por pasión, por ser una puta hablando claro, que una que lo hizo por algún ideal abandonado. Las dos me han hecho perder el tiempo, cierto, pero la primera por lo menos ha sabido ser sincera y ya me ha dejado la puerta abierta para buscar a alguien mejor. No hay batalla, sabe que suya es la falta y suya es la culpa, fue débil y debe perder algo. Los débiles siempre pierden algo, ese es el verdadero ideal femenino, ese es lo único verdadero en el ideal del amor. Pero con la otra, en su cabeza la batalla no ha hecho más que empezar. Sí, actuó mal pero no fue débil, débil fue al rendirse a la monotonía y renunciar a la busqueda del amor ideal, la debilidad fuiste tú y no la falta cometida. "No me veía así a mi edad, sniff", "me sentía sola...". Os dicen eso, primer reflejo: fuego. Salid de ahí por piernas, es una bovarista dispuesta a sacrificar vuestra vida en el altar de sus ideales.

Y además, habría que hablar de la calidad de esos ideales. Poque no es lo mismo sufrir por las injusticias del tercer mundo que por la falta de glamour que encontramos en el primero.

Ernesto Sábato decía de la Bovary que era un Quijote con faldas y nula tragedia en el alma. Pues eso: Don Quijote era un loco idealista ridículo, pero al menos intentaba hacer el bien a los demás. La Bovary sólo es una caprichosa que busca recubrir su aburrimiento con oropeles. Una imbécil, una cretina que desprecia a un marido fiel y trabajador, aunque simple, a una hija a la que no presta atención, para correr detrás de un vivalavirgen mundano que se limpia la polla con ella.

La Bovary es el epítome de la estupidez femenina, aunque casi ninguna mujer tiene la cultura suficiente para tenerla como referente. Pero para las escasímas que la conocen es una diosa: el mejor ejemplo de su tendencia a hacer lo que les sale del coño por mucho daño que causen a otros, de justificar cuernos, de estar eternamente insatisfechas, quejosas, carentes de vida interior y juguetes del primer chulillo que aparece por el horizonte.
 
Escuchemos lo que tenía que decir Josep Pla sobre el tema, en la fachísima y lamentable RTVE de 1976:


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Block rebuznó:
Escuchemos lo que tenía que decir Josep Pla sobre el tema, en la fachísima y lamentable RTVE de 1976:



Imagino que se trate de un fragmento de "A fondo", serie que debí de ver fragmentariamente siendo un chaval.

Si ya consideraba a Pla un auténtico amo esto me da pie a hacerme con la serie completa, pues me parece que entrevistaban a Borges, Dalí, Vazquez Montalbán, Severo Ochoa, etc., creo que está editada por ahí.

En efecto, que modelo de televisión tan bochornosa comparado con el que tenemos ahora, tan democrático, plural y diverso en contenidos.
 
saca-al-tarado rebuznó:
Imagino que se trate de un fragmento de "A fondo", serie que debí de ver fragmentariamente siendo un chaval.

Si ya consideraba a Pla un auténtico amo esto me da pie a hacerme con la serie completa, pues me parece que entrevistaban a Borges, Dalí, Vazquez Montalbán, Severo Ochoa, etc., creo que está editada por ahí.

En efecto, que modelo de televisión tan bochornosa comparado con el que tenemos ahora, tan democrático, plural y diverso en contenidos.


Si hoy cualquier personaje publico dijese algo parecido ya estarían juntando madera para quemarlo. Tremenda lucidez la del Pla.

Lmanentable aquella tele donde uno podía ver cine de calidad a las diez de pla noche y tenía que perder el tiempo con Cousteau y Pla en vez de culturizarse con Fresita.
 
Ya os podías pasar por el subforo de libros, jodidos mamones:

https://foropl.com/foro-libros-comics/64599-citas-literarias-sobre-la-mujer.html

Y dejo algo de mi admirado Fonollosa por colaborar:

Todos tienen derecho a usarla. Todos.
La lluvia no mojó sólo una calle
ni el sol nunca salió para uno solo.

La mujer es para eso, paraíso,
para uso de los hombres. Campo abierto.
Es fácil de entender. Es bien común.

Es la hembra de la especie. La de todos.
Y ha de entregarse a aquel que la apetezca.
Por eso va cambiando de un hombre a otro.

Esa es su utilidad como mujer.
Por tanto, aunque te tome por la fuerza,
es mi derecho usar lo que es de todos.
 
saca-al-tarado rebuznó:
Ya posteé este mismo capítulo hace años, con otro motivo, pero vaya hoy para poner en su lugar a dos de las subespecies que más desdén me producen en este mundo: las mujeres y los progresistas. No les digo nada si se trata de una mujer progresista.

"Creo que por el resentimiento que Norma tenía hacia mí se apareció uno de aquellos días con un ser epiceno llamado Inés González Iturrat. Enorme y fortísima, con visibles bigotes, de pelo canoso, vestía traje sastre y llevaba zapatos de hombre. A no ser por sus pechos eminentes, vista de golpe, podía cometerse el error de llamarla “señor”. Enérgica y eficaz, ejercía un dominio completo sobre Norma.
—Yo a usted la conozco —dije.
—¿A mí? —comentó con irritada sorpresa, como si esa posibilidad fuera ofensiva; ya que Norma, como es natural, le había hablado mucho de mí.
En rigor, tenía la idea de haberla visto en alguna parte, pero recién al final de la incómoda entrevista (necesitaba vigilar el número 57 detrás de su corpachón) aclaré aquel pequeño enigma.
Norma revelaba nerviosos deseos de que hubiese algo así como una polémica: sus reiteradas derrotas conmigo la hacían esperar con vengativa satisfacción la idea de una ruinosa discusión con aquel sabio atómico. Pero yo, que tenía la cabeza en otra parte y que no podía ni debía apartar mi atención del número 57, no mostré el menor interés en argüir con aquel producto. Desgraciadamente, como en otra ocasión hubiera hecho, me era imposible levantarme.
El pecho de Norma subía y bajaba como un fuelle.
—Inés fue mi profesora de historia, ya te dije.
—Así es —comenté cortésmente.
—Somos un grupo de chicas muy unidas y ella es nuestro mentor.
—Excelente —dije, en el mismo tono.
—Comentamos libros, vamos a exposiciones y conferencias.
—Muy bueno.
—Hacemos excursiones con fines de estudio. —Magnífico.
Su irritación iba aumentando. Casi indignada ya, agregó —Ahora estamos haciendo visitas comentadas a las galerías con ella y el profesor Romero Brest.
Me miró con ojos que echaban fuego, esperando mi comentario. Con urbanidad, dije: —Qué buena idea. Casi gritando agregó:
—Tú crees que las mujeres sólo deben ocuparse de. limpiar pisos, de fregar platos y de cuidar el hogar.
Un individuo con una escalera pareció querer entrar en la puerta del número 57, pero al verificar el número siguió hasta la puerta siguiente. Calmados mis nervios, le rogué que, por favor, repitiese la observación última, que no había oído bien. Se enfureció todavía más.
—¡Claro! —exclamó—. Ni siquiera oyes. Hasta ese punto te interesan mis opiniones.
—Me interesan mucho.
—¡Farsante! Mil veces me has dicho que las mujeres son distintas a los hombres.
—Mayor razón para que me interesen sus opiniones. A uno siempre le interesa lo que es distinto o desconocido.
—¡Ah, de modo que admites que para ti una mujer es algo completamente distinto a un hombre!
—No hay que exaltarse por un hecho tan evidente, Norma.
La profesora de historia, que había seguido la escena con gesto duramente irónico, advertida, como seguramente lo estaba, de que yo era un individuo oscurantista, intervino:
—¿Le parece?
—¿Le parece qué? —pregunté con ingenuidad.
—Eso. Que sea evidente —subrayó mordazmente la palabra—, la diferencia entre un hombre y una mujer.
—Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias —le expliqué con calma.
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora—. Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso?
—Al sexo, a lo que usted bien sabe —agregó cortante.
Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté.
Me estaba poniendo de buen humor, y por lo demás alivianaban mi espera. Sólo seguía molestándome esa vaga sensación de haber visto alguna vez a la profesora y no poder recordar dónde.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales. Y las diferencias que ustedes establecen entre la actividad de un hombre y de una mujer son típicas de una sociedad atrasada.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
La educadora se puso roja: aquellas palabras no sólo la indignaban sino que la avergonzaban, pero no la pronunciación de palabras como útero y falo (científicas como eran, no podían turbarla más que “neutrino” o “reacción en cadena”). La avergonzaban en virtud del mismo mecanismo que podría molestar al profesor Einstein preguntarle por el funcionamiento de sus intestinos.
—Eso es una frase —dictaminó—-. Lo cierto es que hoy la mujer compite con el hombre en cualquier actividad. Y eso es lo que a ustedes los saca de quicio. Vea la delegación que acaba de llegar de mujeres norteamericanas: hay tres directoras de la industria pesada.
Norma, tan femenina, me miró triunfalmente: lo que puede el resentimiento. De alguna manera aquellos monstruos la vengaban de su servilismo en la cama. El desarrollo de la industria metalúrgica de los Estados Unidos atenuaba en cierta forma los gritos que daba en momentos culminantes, el frenesí de su entrega incondicional. Una postura humillante era balanceada por la petroquímica yanqui.
Era cierto: ahora que me veía obligado a recorrer los diarios, recordaba haber visto la llegada de aquella troupe.
—También hay mujeres que boxean —comenté—. Ahora, si a ustedes esa monstruosidad las anima...
—¿Llama usted monstruosidad al hecho de que una mujer llegue a ser miembro del directorio de una gran industria?
Nuevamente me vi obligado a seguir, por encima de los atléticos hombros de la señorita González Iturrat, a un transeúnte sospechoso. Esa actitud, perfectamente explicable. aumentó la furia de la considerable arpía.
—¿Y también le parece monstruoso —agregó, entrecerrando insidiosamente los ojitos— que en la ciencia se destaque un genio como Madame Curie?
Era inevitable.
—Un genio —le expliqué con calma didáctica— es alguien que descubre identidades entre hechos contradictorios. Relaciones entre hechos aparentemente remotos. Alguien que revela la identidad bajo la diversidad, la realidad bajo la apariencia. Alguien que descubre que la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno.
La educadora seguía mi razonamiento con ojitos sarcásticos, como una maestra a un chico mitómano.
—¿Y Madame Curie es poco lo que descubrió?
—Madame Curie, señorita, no descubrió la ley de la evolución de las especies. Salió con un rifle a cazar tigres y se encontró con un dinosaurio. Con ese criterio también sería un genio el primer marinero que divisó el Cabo de Hornos.
—Usted dirá lo que quiera, pero el descubrimiento de Madame Curie revolucionó la ciencia.
—Si usted sale a cazar tigres y se encuentra con un centauro, también provocará una revolución en la zoología Pero no es esa clase de revoluciones la que provocan los genios.
—Según su opinión, a la mujer le está vedada la ciencia.
—No, ¿cuándo he dicho eso? Además, la química se parece a la cocina.
—¿Y la filosofía? Usted prohibiría, seguramente, que las muchachas ingresen en la facultad de filosofía y letras.
—No, ¿por qué? No hacen mal a nadie. Además allí encuentran novio y se casan.
—¿Y la filosofía?
—Que estudien, si quieren. Mal no les va a hacer.
Tampoco bien, eso es cierto. No les hace nada. Además, no hay ningún peligro de que se conviertan en filósofos.
La señorita González Iturrat gritó:
—¡Lo que pasa es que esta sociedad absurda no les da las mismas posibilidades que a los hombres!
—¿Cómo? Si estamos diciendo que nadie les impide ir a la facultad de filosofía. Más aún: me dicen que ese establecimiento está lleno de mujeres. Nadie les prohíbe que hagan filosofía. Nunca se les impidió que piensen, ni en su casa ni fuera de su casa. ¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la cabeza de una mujer?
La señorita González Iturrat estalló:
—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
Sonrió con desprecio.
—Claro. Llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuanto más se tarda, mejor. Además, yo creí que usted se refería al progreso espiritual.
—A todo, señor. Lo del avión no es un azar: es el símbolo del adelanto general. Incluso los valores éticos. No me va usted a decir que la humanidad no tiene una moral superior a la de la sociedad esclavista.
—Ah, usted prefiere los esclavos con sueldo.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Landrú viajando en ferrocarril es superior a Diógenes viajando en trirreme.
—Usted elige a propósito ejemplos grotescos. Pero es evidente.
—Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es mejor matar a 109 bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—Todos ésos son sofismas, porque son hechos aislados. La humanidad superará también esas barbaridades. Y la ignorancia tendrá que ceder en toda la línea, al final, a la ciencia y al conocimiento.
—Actualmente, el espíritu religioso es más fuerte que en el siglo XIX —anoté con tranquila perversidad.
—El oscurantismo de todo género cederá al fin. Pero la marcha del progreso no puede ser sin pequeños retrocesos y zigzags. Usted mencionó hace un momento la teoría de la evolución: un ejemplo de lo que puede la ciencia contra toda clase de mito religioso.
—No veo los efectos devastadores de esa teoría. ¿No acabamos de admitir que el espíritu religioso ha repuntado?
—Por otros motivos. Pero liquidó definitivamente muchas paparruchadas, como eso de la creación en seis días.
—Señorita: si Dios es omnipotente, ¿qué le cuesta crear el mundo en seis días y distribuir algunos esqueletos de megaterios por ahí para poner a prueba la fe o la estupidez de los hombres?
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma. Además, hace un momento estaba elogiando al genio que descubrió la teoría de la evolución. Y ahora la toma en broma.
—No la tomo en broma. Digo, simplemente, que no prueba la inexistencia de Dios ni refuta la creación del mundo en seis días.
—Si por usted fuera no habría ni escuelas. Si no me equivoco, usted debe ser partidario del analfabetismo.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría ser idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio, la televisión. Habría que extirpar los tímpanos a los chicos y sacarles los ojos. Pero éste sería ya un programa más dificultoso.
—A pesar de los sofismas, siempre la luz prevalecerá sobre la oscuridad, y el bien sobre el mal. El mal es ignorancia.
—Hasta ahora, señorita, el mal siempre ha prevalecido sobre el bien.
—Otro sofisma. ¿De dónde saca semejante barbaridad?
—Yo no saco nada, señorita: es la tranquila comprobación de la historia. Abra usted la historia de Oncken por cualquier página y no encontrará más que guerras, degüellos, conspiraciones, torturas, golpes de estado e inquisiciones. Además, si prevalece siempre el bien ¿por qué hay que predicarlo? Si por su naturaleza el hombre no estuviera inclinado a hacer el mal ¿por qué se lo proscribe, se lo estigmatiza, etc.? Fíjese: las religiones más altas predican el bien. Más todavía: dictan mandamientos, que exigen no fornicar, no matar, no robar. Hay que mandarlo. Y el poder del mal es tan grande y retorcido que se utiliza hasta para recomendar el bien: si no hacemos tal y tal cosa nos amenazan con el infierno.
—Entonces —gritó la señorita González Iturrat— según usted hay que predicar el mal.
—Yo no he dicho eso, señorita. Lo que pasa es que usted se ha excitado mucho y ya no me escucha. El mal no hay que predicarlo: viene solo.
—Pero ¿qué quiere probar?
—No se exalte, señorita. No olvide que usted sostiene la superioridad del bien, y veo que con gusto me cortaría en pedazos. Quería decirle, sencillamente, que no hay tal progreso espiritual. Y hasta habría que examinar el famoso progreso material.
Una mueca deformó los bigotes de la educadora.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos.
—Me gustaría saber si usted viajaría en diligencia en lugar de hacerlo en ferrocarril.
—Por supuesto. El viaje en coche era más hermoso y más tranquilo. Y mejor todavía cuando se andaba a caballo se tomaba aire y sol, se contemplaba apaciblemente el paisaje. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido. Hasta la guerra era linda, era divertida y viril. era vistosa: con aquellos uniformes en colores. Hasta sana, era. Vea, por ejemplo, nuestra guerra de la independencia y nuestras luchas civiles: si a uno no lo lanceaban o degollaban podía vivir luego cien años, como mi tatarabuelo Olmos. Claro: la vida al aire libre, el ejercicio, las cabalgatas. Cuando un chico era débil lo mandaban a la guerra, a que se fortificase.
La señorita González Iturrat se levantó furiosa y le dijo a su discípula:
—Yo me voy, Normita. Tú sabrás lo que haces.
Y se retiró.
Norma, con los ojos llameantes, también se levantó. Y mientras se alejaba, dijo:
—¡Eres un guarango y un cínico!
Doblé mi diario y me dispuse a seguir vigilando el número 57, ahora sin el inconveniente del voluminoso cuerpo de la educadora.
Aquella noche mientras estaba sentado en el water-closet, en esa condición que oscila entre la fisiología patológica y la metafísica, haciendo esfuerzo y a la vez meditando en el sentido general del mundo, tal como es frecuente en esa única parte filosófica de la casa, hice conciencia por fin de aquella paramnesia que me había molestado al comienzo de la entrevista: no, yo no había visto antes a la señorita González Iturrat; pero era casi idéntica al desagradable y violento ser humano que en Ocho sentenciados arroja panfletos sufragistas desde un globo Montgolfier."

"Sobre héroes y tumbas", Ernesto Sábato.

No es mi intención subir vanidosamente antiguos hilos míos, ni convertir esto en un obituario. Pero es que hoy ha muerto Sabato, para mí mucho más que un simple escritor. Y el mundo me parece un lugar un poco más asqueroso, hostil y desagradable.
 
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