BAILARÉ SOBRE TU TUMBA
Conspirotaggeanoico
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No sé exactamente a qué te refieres, pero eso es lo que ocurrió. Por ejemplo, el conflicto polaco fue exacerbado hasta el delirio por la prensa nacional e internacional, prensa que ya sabes de qué tamaño tiene el prepucio.
Los polacos estaban fuera de sus casillas, estaban desquiciados, estaban convencidos de que aniquilarían Alemania, de hecho su colapso tan precipitado se debió a eso, a que no planearon una guerra defensiva, sino ofensiva. Les habían mentido mucho, y desconocían por completo la realidad.
Las matanzas de alemanes en Polonia fueron por iguales causas...
en fin, lee, lee:
Los polacos estaban fuera de sus casillas, estaban desquiciados, estaban convencidos de que aniquilarían Alemania, de hecho su colapso tan precipitado se debió a eso, a que no planearon una guerra defensiva, sino ofensiva. Les habían mentido mucho, y desconocían por completo la realidad.
Las matanzas de alemanes en Polonia fueron por iguales causas...
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Montag, 1. Oktober 2007
CAPITULO IV. LA BARRERA POLACA.
"La mayoría de los ingleses no se dan cuenta de que, habiendo hecho su trabajo para el círculo gobernante judío, deben ahora desaparecer como poder mundial". General Luddendorff: The Coming War.
El Pacto de Munich era, en cierto modo, la prolongación del Tratado de Locarno, y tenía por principio fundamental el revisionismo y por método la colaboración organizada y permanente de las cuatro grandes potencias europeas: Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania. Deliberadamente, se dejaba al margen de los asuntos europeos a la U.R.S.S. y se sustraían las decisiones y los movimientos de las grandes potencias responsables a las peligrosas presiones de los pequeños intereses irresponsables. Munich consagraba, de hecho, la división del mundo en zonas de influencia, con su centro geopolítico en Europa. Reconocía, también, la legitimidad de la expansión alemana hacia el Este y el Sudeste de Europa; expansión marcada por la Naturaleza: el Danubio corre en dirección Oeste-Este. El III Reich emprendía el camino tomado cinco siglos atrás por los caballeros teutónicos de la Orden Hanseática; dos siglos atrás por los Habsburgos austríacos y treinta años antes por el káiser Guillermo II.
Ya en Locarno, el canciller Stressemann, que había aceptado como definitivas las fronteras Occidentales del Reich, rehusaba hacer lo mismo con las Orientales. En "Mein Kampf", Hitler hablaba de detener, definitivamente, la marcha de los germanos hacia Occidente, para dirigirse hacia el Oriente, hacia la Rusia soviética y los pueblos colocados bajo su dependencia. Alemania buscaría su espacio vital en el Este, engrandeciendo a Europa, y liquidando la amenaza bolchevique. Éste era el espíritu de Munich, que sólo beneficios podía reportar a los pueblos europeos, incluyendo a Inglaterra y a la propia Rusia, que sería liberada de la tiranía soviética y volvería a formar parte del concierto de los países libres.
Los acuerdos de Munich, fueron, pues, algo infinitamente más importante que la solución del problema de las minorías nacionales en Checoslovaquia. Significaba la ruptura de los Cuatro Grandes del Continente con la URSS y por consiguiente, la desaprobación del pacto francosoviético. Europa, para los europeos, y el bolchevismo en cuarentena.
Ilya Ehrenbourg acusó, en un violento editorial de la Pravda, a «ciertos miembros del Gabinete inglés, incluyendo a su presidente, Chamberlain de haber dado carta blanca a Alemania para que atacara a la U.R.S.S.
EL PARTIDO DE LA GUERRA
Pero las fuerzas que, desde Occidente, habían contribuido a instaurar el bolchevismo en Rusia no podían permitir que los acuerdos de Munich y, sobre todo, su espíritu, prevalecieran. En Inglaterra, una importante fracción del Partido conservador, encabezada por Churchill, secundado a su vez por Eden, Halifax, Lord Vansittart, Duff Cooper y Hore Belisha, más el pleno de los Partidos laborista y liberal; todos los Partidos de extrema izquierda, la mayoría de los socialistas, y una buena parte de los «chauvins» girondinos y de la extrema derecha de Maurras, convencidos de que la misión histórica de Francia consiste en poner trabas al germanismo; toda la masonería continental y la mayoría de las casas reales, fuertemente infiltradas por la masonería y enlazadas con la familia real británica...
Y, por encima de todas estas fuerzas e influencias, encauzándolas o dirigiéndolas abiertamente en muchos casos, el judaísmo -sionista o no-. Éstos fueron los abanderados del Partido de la guerra, que disponía de formidables recursos financieros y políticos, y estaba respaldado por Wall Street y su «fondé de pouvoirs», Roosevelt.
Ese «Partido de la guerra» consiguió sembrar el nerviosismo y la confusión entre las masas desorientadas agitando ante los ojos de éstas el espantajo de un Hitler traicionero que se preparaba a reconquistar la Alsacia-Lorena (1) y a arrebatarle a Inglaterra su inmenso imperio colonial. Dos días después de firmados los acuerdos de Munich, Duff Cooper, ministro de la Guerra del Gabinete Chamberlain atacaba, violentisimamente, en los Comunes, a su Primer Ministro, acusándole de haber sufrido la mayor derrota diplomática de toda la historia del imperio.
Chamberlain, atacado por toda una ala de su propio Partido, se vio obligado a ceder terreno y a recomendar el rearme intensivo. Poco después, Runciman, el pacifista que acompañó a Chamberlain en Munich, era «dimitido». El Partido de la guerra marcaba punto tras punto, no sólo en Inglaterra, sino también en Francia. Una formidable campaña de Prensa o, más exactamente, de noticias tergiversadas, contribuyó a envenenar el ambiente entre la opinión publica. El conservador The Daily Telegraph, de Londres, que pasa habitualmente por un periódico serio, informó, el 17 de septiembre de 1938 que Hitler financiaba la carrera política de Georges Bonnet, el líder de los "munichois". Tres días después, el Daily Telegraph publicaba una minúscula rectificación en un rincón de la última página, pero el efecto de la calumnia ya se había conseguido. A partir de entonces, todo ministro pacifista será tratado de «agente de Hitler».
El 4 de octubre, Daladier sustituirá a François-Poncet, embajador en Berlín, por Coulondre. Esto es un deliberado bofetón diplomático a Hitler. Coulondre es un marxista público y notorio que, antes de ser enviado al Reich, había sido embajador en Moscú. Su adjunto, Dejean, es un francmasón de alto rango que hará cuanto estará de su mano para envenenar las relaciones francogermanas.
Del otro lado del Canal de la Mancha, el desarrollo de los acontecimientos es singularmente idéntico. Chamberlain, atacado desde todas partes y boicoteado por su propio Partido, si bien defiende en los Comunes no sólo el Pacto de Munich sino también su espíritu, por otra parte ha proclamado la necesidad de acelerar la cadencia del rearme. La respuesta de Hitler llega casi de inmediato. En un discurso pronunciado en Saarbrucken, manifiesta que si hombres como Churchill, Eden, o los judíos Cooper y Belisha suceden en el poder a Chamberlain, «una nueva guerra mundial puede venir en cualquier momento». Y añade:
«Nosotros queremos la paz. Estamos prestos a mejorar nuestras relaciones con Inglaterra pero sería conveniente que Inglaterra abandone ciertas actitudes del pasado. Alemania no necesita una institutriz inglesa.»
El Führer afirma, así, netamente, su intención de «arreglar los problemas del Este de Europa», o, mas concretamente, de llegar a su ansiado choque con la U.R.S.S., y que, en tal circunstancia, Inglaterra no tiene ninguna razón de intervenir. Quince días después de firmado el Pacto de Munich, su espíritu había muerto. El Partido de la guerra había conseguido hacer aceptar la tesis de que para Occidente era imprescindible exterminar a la Alemania Nacionalsocialista, y que dejarle manos libres para que atacara a la U.R.S.S. era contrario a los intereses europeos. El propósito evidente era colocar a Occidente entre Hitler y Stalin, aún a riesgo de atraer sobre aquél el formidable rayo de la guerra alemán. Francia e Inglaterra, según confiesa el propio Sir Winston Churchill, en sus «Memorias», intentaron, a finales de 1938, concluir una alianza ofensiva-defensiva con la U.R.S.S. (2). Esa tentativa no cristalizó porque desde el mismo Kremlin la torpedearon. En efecto, Stalin presentó unas demandas calculadamente desmesuradas (carta blanca para la anexión de los países bálticos, Finlandia, Besarabia, media Polonia, Irán y control de los estrechos del mar Negro) con la idea de que Londres y París se vieran obligados a rechazarlas. El zar rojo tenía un doble motivo para obrar así:
a) Sabía que el potencial bélico con que contaban, entonces, los anglofranceses. era notoriamente insuficiente para enfrentarse con la Wehrmacht, y le constaba que la moral bélica de las democracias occidentales dejaba mucho que desear.
b) Le constaba que se estaba tramando una conjura para lanzar a Inglaterra, Francia y sus satélites europeos contra Alemania. Una vez mutuamente debilitadas democracias y fascismo, el Ejército rojo intervendría para "restablecer el orden".
En Berlín están al corriente de que desde Londres y París se está resucitando la política del cerco diplomático de Alemania, tal como ocurrió en los años anteriores al estallido de 1914. Hitler hace una nueva tentativa el 24 de noviembre de 1938, fecha de la redacción de un documento por el que Alemania se compromete a «trabajar para el desarrollo de relaciones pacificas con Francia», reconoce, solemnemente, como definitivas las fronteras francoalemanas trazadas en Versalles, y se declara resuelta a «consultar con Francia en el caso de que la evolución de las cuestiones interesando a ambos países amenazaran ser causa de dificultades internacionales». Ese pacto francoalemán había sido ya ideado en Munich, y fue firmado por Ribbentrop y Bonnet el 6 de diciembre en Paris. No era sólo Alemania la que se comprometía a consultar sus diferencias con Francia sino ésta, también, las suyas con Alemania. Tácitamente, pues, a cambio de la renuncia definitiva del Reich a Alsacia-Lorena, Francia daba un paso hacia el abandono de su política con respecto a Alemania desde los tiempos de Richelieu. Tener las espaldas libres para su ataque contra la URSS. Hitler no pedía ni había pedido jamás otra cosa a Francia.
El Pacto de París, que hubiera podido ser el preludio de un franco entendimiento entre los países civilizados y el punto de partida de la exterminación del bolchevismo, fue boicoteado por el cada día más poderoso clan belicista. Al día siguiente de la firma del pacto, y en el mismo momento en que Ribbentrop era agasajado por el «Comité Francia-Alemania», Duff Cooper, del Gabinete británico y germanófobo empedernido, se dirigía, en un banquete dado en su honor en París, a una asistencia entre la que se contaban los principales hombres políticos franceses, que le ovacionaban clamorosamente. Cooper denunció la política de Munich, rindió vibrante homenaje «a la raza que había traído el Cristianismo al Mundo» y calificó de «papelucho sin valor» el pacto firmado la víspera en el Quai d'Orsay. El judío Cooper, después de echarse incienso sobre su propia cabeza con lo de «la raza que trajo el Cristianismo al Mundo», califica un pacto firmado libremente por Francia de «papelucho sin valor», pero en el curso del mismo Parlamento criticará violentamente a Hitler por haber violado el Tratado de Versalles, que Alemania fue forzada a firmar, bajo chantaje. ¡Admirable lógica talmúdica!
Entre tanto, la estrella de Paul Reynaud, el campeón de Moscú y de los grandes trusts sube tanto en Francia como la de Churchill en Inglaterra. El belicismo va viento en popa.
EL CASO DE UCRANIA Y LA «DRANG NACH OSTEN»
Después de Munich, el problema ucraniano se convierte en el problema capital de la política europea. Preciso será, antes de seguir adelante, examinar, someramente al menos, en qué consiste tal problema.
Ucrania es una realidad étnica y nacional: es el país de los rutenos, que hablan el idioma ruteno, llamado también «pequeño ruso». Limita, al Norte, por una línea que va de Brest-Litovsk a Nowo-Khopersk, extendiéndose, por Oriente, desde Nowo-Khopersk a Rostov; por el Sur, sigue las costas del mar de Azov y del mar Negro, hasta llegar al delta del Danubio; al Oeste, sigue una línea que, partiendo del delta del Danubio, sigue el curso del Dniester, cruza los Cárpatos al Sur de Czernovitz y llega a Brest-Litovsk. Es uno de los países más ricos del mundo; no es solamente el granero de Europa; posee también minas de carbón y yacimientos petrolíferos en Galitzia, mineral de hierro en Poltawa, aluminio y manganeso en Yekaterinoslaw y, sobre todo, la inmensa riqueza de la cuenca hullera del Donetz.
Los ucranianos poseen una literatura abundante y una rica música folklórica; su cultura nacional está netamente diferenciada con relación a la rusa. Constituidos como nación independiente desde mediados del siglo IX, los ucranianos fueron, hasta la mitad del siglo XIII el baluarte del Sudeste europeo contra las hordas del Asia. La invasión de Gengis-Khan arrasó el país, pero al cabo de unos cincuenta años los ucranianos recobraron su independencia para convenirse en vasallos, primero del rey de Lituania, y luego del de Polonia, a principios del siglo XV. Una parte de Ucrania, no obstante -la zona oriental que se extendía desde Czernikow hasta Braclaw, con capital en Kiev- había conseguido mantenerse independiente. Esa independencia sería reconocida por el zar Alexis y el rey Juan-Casimiro de Polonia, en 1654. Pero, en 1667, polacos y rusos incumplían su palabra y se repartían ese territorio. Durante un siglo, tres grandes insurrecciones ucranianas -las de Steppa, Pougatchew y Stenka Razine- provocarán otras tantas brutales represiones rusopolacas.
En el siglo XVIII, el primer reparto de Polonia hace pasar la Galitzia (Ucrania Occidental) bajo soberanía austrohúngara. Los repartos segundo y tercero aumentarán el territorio ucraniano sometido a Rusia con las provincias de Polonia y Volynia. Los zares poseen, entonces, más de las tres cuartas partes de Ucrania, de la que desaparece hasta el nombre; para transformarse, por decreto zarista, en "pequeña Rusia".
Durante un siglo y medio, numerosas sublevaciones contra la dominación rusa y polaca estallarán a ambos lados de la frontera. En febrero de 1917, inmediatamente después de la abdicación de Nicolás II los ucranianos reclaman la autonomía -que les garantiza, verbalmente, al menos, la propaganda bolchevique que busca, en aquellos momentos, debilitar al Gobierno provisional de Kerensky- y reúnen en Kiev la Rada, o Asamblea Nacional de Ucrania. El 7 de noviembre, la Rada anuncia la creación de la República de Ucrania, que es inmediatamente reconocida por Inglaterra y Francia, que acreditan sendos embajadores en Kiev, confiando en que los ucranianos combatirán a su lado contra los imperios centrales. Pero el martirizado pueblo ucraniano prefiere conservar su neutralidad, lo que motiva el cese de la ayuda francobritánica. El 9 de febrero de 1918, las tropas rojas se apoderan de Kiev, y cuando todo parece perdido para los nacionalistas ucranianos, la intervención de las tropas alemanas y austrohúngaras estabiliza nuevamente la situación. Por el Tratado de Paz de Brest-Litovsk, la Rusia soviética debe reconocer, bajo presión alemana, la independencia de Ucrania, la cual es inmediatamente reconocida por Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía.
En diciembre de 1918, los rutenos proclaman, en Lwow, la República Occidental de Ucrania, y el 22 de enero de 1919, con la unión de ambas porciones, la Rada proclama en Kiev la unificación nacional ucraniana. El Estado ucraniano, ese sueño de cuarenta y tres millones de personas, se ha convertido en una realidad. Pero poco tiempo durará la independencia ucraniana. Después de la derrota de los imperios centrales, y abandonada por la Entente, será atacada, a la vez, por los rusos blancos de Denikin -cuya estupidez política es proverbial- los rojos de Trotsky y Gamarnik, y los polacos de Pilsudski, que reclaman la Ucrania Occidental. Los anarquistas ucranianos, a las órdenes de Mahkno, combatirán con la misma energía a los rojos, a los blancos, a los nacionalistas ucranianos y a los polacos de Pilsudski. Durante dos años y medio, Ucrania será pasto de unos y otros, mientras la Sociedad de Naciones hará el poco airoso papel de Poncio Pilatos.
He aquí los principales episodios que se irán sucediendo paulatinamente:
a) Conquista de la Galitzia por Polonia, y ejecución de la élite nacional oesteucraniana a manos de los verdugos de Pilsudski.
b) Aplastamiento del Ejército ucraniano de Petliura por los rusos blancos de Denikin, instrumento inconsciente del bolchevismo al que tanto pretendía combatir.
c) Derrota de Denikin y de su sucesor, Wrangel, a manos de los comunistas soviéticos y de los anarquistas de Mahkno.
d) Guerra rusopolaca por la posesión de Ucrania Occidental, finalizada por el Tratado de Riga 18 de mayo de 1921 que consagra el reparto de esos territorios, otorgando la Galitzia a Polonia y el resto de la Ucrania del Oeste a la Rusia soviética.
e) Aplastamiento de las bandas anarquistas de Mahkno por el Ejército rojo.
f) Entrada en vigor de dos cláusulas de los Tratados de Versalles y Saint-Germain, que adjudican la Bukovina a Rumania, y la Rutenia Transcarpática a Checoslovaquia.
El resultado final de todas esas guerras, «tratados» y celestineos es el reparto de Ucrania entre cuatro potencias: la U.R.S.S., que reina despóticamente sobre 35.000000 de ucranianos habitantes de la llamada «pequeña Rusia». Polonia, que se queda con la Galitzia, poblada por 6.500.000 de ucranianos. Rumania, con la Bukovina, cuya población es de 1.300.000 habitantes, y Checoslovaquia, con la Rutenia Transcarpática, poblada por 500.000 ucranianos y 100.000 alemanes, húngaros, eslovacos y polacos.
No puede decirse que el caso ucraniano fuera menospreciado en las discusiones de Versalles y Saint-Germain. Una activa delegación rutena había, incluso, obtenido ciertas no negligibles satisfacciones de principio. Por ejemplo, el Tratado de Saint-Germain estipulaba (articulo 10.º):
«Checoslovaquia se compromete a organizar el territorio de los rutenos al Sur de los Cárpatos en las fronteras fijadas por las potencias aliadas y asociadas, bajo la forma de una unidad autónoma en el interior del Estado de Checoslovaquia.» El mismo Tratado, que atribuía la Bukovina a Rumania, imponía a los gobernantes de Bucarest idénticas obligaciones. Con referencia a Polonia, el Consejo Supremo de la Sociedad de Naciones la autorizaba a ocupar militarmente la Galitzia... «con objeto de garantizar la protección de las personas y los bienes de la población contra los peligros a que les someten las bandas bolcheviques... » La Sociedad de Naciones, además, estipulaba que esa autorización no prejuzgaba en absoluto las decisiones que el Consejo tomaría ulteriormente a propósito de esos territorios. El 27 de septiembre de 1921, la Asamblea de Ginebra votaba la resolución siguiente:
«Polonia es solamente el ocupante militar y provisional de Galitzia, cuya soberanía es reservada a la Entente.»
Si las disposiciones del Tratado de Saint-Germain relativas a Ucrania Occidental hubieran sido respetadas, los ucranianos sometidos al dominio centralista de Varsovia, Praga y Bucarest hubieran conocido una sensible mejora de sus condiciones de vida y de su dignidad nacional. Pero ni Polonia, Checoslovaquia, ni Rumania respetaron sus compromisos, y las platónicas recomendaciones de la Sociedad de Naciones no surtieron el menor efecto. Al contrario, checos, polacos y rumanos hicieron cuanto estuvo de su mano para impedir cualquier manifestación de la personalidad ucraniana. Sin duda alguna, Polonia fue la más brutal en su represión: campesinos expropiados, maestros ucranianos apaleados, bibliotecas incendiadas deportaciones masivas de la población; centros de estudios ucranianos dispersados por agentes provocadores a sueldo de la policía polaca, etc.
Y eso no es nada, comparado con lo que deben sufrir los ucranianos del Este: disolución de todos los organismos locales; ejecuciones de kulaks por decenas de millares, requisas de pequeñas propiedades rurales. Cuando, en 1932, «el año del hambre», miles de familias ucranianas intentan huir a Rumania, Stalin coloca la frontera en Estado de sitio; durante meses el Dniester acarreará cadáveres de fugitivos abatidos por las patrullas del Ejército rojo. Georges Champeaux reproduce (3) ciertas cifras y datos facilitados en el VIII Congreso del Partido comunista. Según ellos, de los 5.618.000 kulaks que existían en 1928, no quedaban el 1º de enero de 1934, más que 149.000 individuos despojados de todos sus derechos y propiedades. De los 5.469.000 que faltaban, 1.500.000 habían muerto de hambre o habían sido sumariamente ejecutados. Los otros, habían sido deportados, a Siberia o trabajaban en condiciones infrahumanas, en la construcción del Canal Moscú-Volga. Una última prueba les reserva Stalin a los ucranianos en 1935: en previsión de un ataque alemán, y desconfiando de la lealtad a los soviéticos de los habitantes de Ucrania, hace arrasar cuatrocientos pueblos de las cercanías de las fronteras de Ucrania con Polonia y Rumania, y ordena la deportación al interior de Rusia, de trescientas mil personas.
Lejos de descorazonar al patriotismo ucraniano las persecuciones polaca y soviética no hacen más que exasperarlo. El coronel Konovaletz, que dirigía la «Organización militar ucraniana» que combatía, en lucha de guerrillas contra polacos y soviéticos a la vez, se convirtió en un personaje de leyenda. En 1929, Konovaletz crea otra organización, la «Liga de nacionalistas ucranianos». Estos movimientos actúan sobre la masa del pueblo ruteno, llegando a constituir un serio problema para Moscú. La G.P.U. consigue infiltrar a uno de sus elementos el judío Wallach, dentro de la organización de Konovaletz hasta conseguir ganarse la confianza de éste. Wallach asesinará a Konovaletz en abril de 1938.
Otro judío, Schwartz-Bart, había asesinado, en París, en mayo de 1926, al predecesor de Konovaletz y héroe de la independencia ucraniana. Petliura.
* * *
Todos los patriotas ucranianos siguieron la crisis germanocheca a propósito de los Sudetes con apasionada atención.
Lógicamente. la sacudida que conmovía a la creación artificial de Benes y Massaryk debía repercutir en beneficio de las aspiraciones nacionales de los ucranianos de la Rutenia Transcarpática.
Como sabemos una parte de los territorios ucranianos sometidos a Praga, la comarca de Téscheno, fue reivindicada por Polonia. Daladier aconsejó a Benes de no oponerse a la invasión de ese territorio por las tropas polacas. Benes obedecerá. A las fuerzas que mandan en Benes les interesa conservar y si es posible, fortalecer, la barrera polaca, que preserva a Stalin del ataque frontal alemán.
Hitler y Mussolini intentaron en Munich hacer reconocer el derecho de los ucranianos de Checoslovaquia a su autogobierno. La idea maestra del Führer era crear una Ucrania autónoma, bajo soberanía alemana, que serviría de canal para la invasión de la Rusia soviética. El núcleo de esa nueva Ucrania lo constituirla la Rutenia Transcarpática. Pero esa idea hitleriana será ferozmente combatida, no solamente por Londres y París, sino por Beck, ministro de Asuntos Exteriores de Polonia y sucesor de Benes como campeón de las pequeñas naciones» (4).
Beck prometió al conde Csaki, jefe del Gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores de Hungría, todo su apoyo para las reivindicaciones húngaras a Checoslovaquia. El Gobierno de Imredy, como sabemos, se limitó a pedir, en una nota conjunta enviada a Londres, Paris, Roma, Praga y Berlín, la devolución de los territorios húngaros colocados bajo soberanía checoslovaca en 1919, pero Beck insistió en que Hungría se anexionara todo el territorio ruteno. De esta manera, Polonia y Hungría tendrían una frontera común. Los motivos de Beck para mostrarse tan sospechosamente generoso hacia Budapest eran:
a) Constituir entre Alemania y la U.R.SS. una especie de Osten-Europa de la que él hubiera sido el líder.
b) Hacer salir a Hungría de la zona de influencia alemana.
c) Impedir la liberación de los ucranianos de la Rutenia Transcarpática, lo que no hubiera dejado de excitar el irredentismo de los ucranianos de Galitzia.
Estos tres objetivos coincidían plenamente con el interés del "Partido de la guerra" afincado en Occidente, del que ya hemos hablado, y de cuya composición y objetivos hablamos al final del presente capitulo. Dicho Partido de la guerra buscaba apuntalar la barrera polaca, que impedía el choque, que quería evitarse a toda costa, entre Hitler y Stalin. El interés del Nacionalsocialismo alemán y de Hitler, apóstol de la «Drang Nach Osten» -la marcha hacia el Este- consistían en ganarse el favor del pueblo ucraniano. Si Alemania conseguía liberar a los rutenos, suscitaba entre los demás ucranianos una doble esperanza: el fin de la tiranía soviética y la posterior creación de una Ucrania autónoma bajo soberanía del Reich. La independencia, o, cuando menos, la autonomía de Rutenia, significaba ganar las simpatías de cuarenta y tres millones de ucranianos. Por otra parte, la importancia estratégica de la Rutenia Transcarpática la convierte en el centro de la política europea de aquel momento. Rutenia es el camino ideal para un ejército que, partiendo de Viena, y a través de Eslovaquia, bajo influencia alemana, se dirigiera hacia la Ucrania dominada por los soviéticos. Su extremo oriental está a sólo 135 kilómetros de los puestos fronterizos avanzados de la U.R.S.S. Por lo tanto, el llamado "Plan Beck", consistente en establecer una frontera polacomagiar, equivalía a cerrar el paso natural de la «Drang Nach Osten».
Como hemos visto en el precedente capitulo, Hungría se negará a entrar en las combinaciones de Beck, y someterá su caso a una Comisión de Arbitraje germanoitaliana. Evidentemente, las decisiones del arbitraje de Viena son acogidas con satisfacción por el pueblo ucraniano. Una parte de la patria ha logrado la autonomía; los militantes de la Gran Ucrania podrán organizarse legalmente desde allí. Un Partido de tendencia nacionalsocialista, el «Partido Nacional Ucraniano» se constituye en Chust, capital de Rutenia. Entre tanto, la agitación irredentista estalla no sólo en Galitzia, sino en Kiev. Medio centenar de oficiales ucranianos del Ejército rojo son deportados a Siberia bajo la inculpación de complot contra la unidad de la patria soviética.
LAS MANIOBRAS DE BECK
El arbitraje de Viena causa gran decepción en Varsovia. La autonomía de Rutenia ha redoblado las esperanzas de los ucranianos de Galitzia, y estudiantes ucranianos y polacos han llegado a las manos en Lwow. La ley marcial es declarada en Lemberg. La Prensa anglofrancesa acusa a Alemania de sostener a los «separatistas» ucranianos.
Desde Nueva York, se azuza a Beck y a su presidente, Moscicki, contra Alemania. El 19 de noviembre, el conde Potocki, embajador polaco en Washington, se entrevista con William C. Bullitt, ex embajador de Roosevelt en Moscú y miembro del poderoso «Brains Trust» que gobierna en la Casa Blanca. Bullit asegura a Potocki que, en caso de guerra entre Alemania y Polonia, los Estados Unidos estarán al lado de Varsovia. Como Potocki objetara que Alemania no ha presentado, aún, ninguna reclamación a Polonia, Bullitt, habló de la cuestión ucraniana y de las tentativas alemanas en Ucrania. Confirmó que Alemania dispone de un personal ucraniano completo, preparado para la futura administración de Ucrania, donde los alemanes pensaban fundar un Estado autónomo, bajo dependencia alemana. Una tal Ucrania sería muy peligrosa para Polonia, pues haría sentir necesariamente su influencia sobre los ucranianos de Galitzia... Por esta razón la propaganda del doctor Goebbels se orienta en el sentido del nacionalismo ucraniano, y Rutenia Transcarpática, cuya existencia es vital para Alemania por razones de orden estratégico, debe servir de punto de partida de esa futura empresa.
Por mediación de Potocki, Beck responde a Bullitt, asegurándole que Polonia está dispuesta a oponerse por todos los medios a la expansión alemana hacia el Este.
El 26 de noviembre de 1938, un comunicado oficial, publicado simultáneamente en Moscú y Varsovia confirma, con toda solemnidad, el pacto de no agresión polacosoviético (5). Todas las convenciones polacosoviéticas existentes, incluyendo el pacto de amistad y no agresión de 1932 continúan siendo, en toda su extensión, la base de las relaciones entre Polonia y la U.R.S.S.» Beck ha sido el artífice de esa nueva maniobra. Dos días después, en una entrevista concedida a un reportero del Times, el ministro de Asuntos Exteriores polaco confirmará que, con tal de impedir la realización de los planes alemanes en Ucrania, Polonia se aliará con quien sea. «Tenemos intereses comunes con la U.R.S.S.», dirá Beck.
Los gobernantes de Varsovia tienen mala memoria; una mala memoria que corre parejas, en el caso ucraniano, con la mala fe.
Han pretendido olvidar que, en noviembre de 1919, el héroe nacional de Ucrania, Petliura, refugiado en Polonia, había concluido un acuerdo con Pilsudski, tendente a la liberación de la Ucrania Oriental del yugo bolchevique, a cambio de lo cual, los ucranianos renunciaban a Galitzia en favor de Polonia, y que, a pesar de esos acuerdos, Polonia firmó con la U.R.S.S., el 18 de marzo de 1921, el Tratado de Riga, por el cual ambos países se repartían Ucrania. La declaración conjunta polacosoviética del 26 de noviembre de 1938 es una repetición del Tratado de Riga el cual, a su vez, es la moderna versión del Tratado de Andrusovo.
En Andrusovo, Juan-Casimiro de Polonia y el zar Alejandro traicionaron sus acuerdos con los cosacos para repartirse Ucrania. En Riga, Pilsudski traicionaría sus acuerdos con Petliura para hacerse confirmar por Lenin la posesión de Galitzia. En noviembre de 1938, Beck se entiende con Stalin contra los nacionalistas ucranianos y su campeón del momento, Hitler. Es una ley de la Historia: para mantener a Ucrania bajo su dominación común, Polonia y Rusia siempre han estado y siempre estarán de acuerdo. Pero lo que olvidan los megalómanos de Varsovia es que existe otra ley histórica, según la cual, Rusia, blanca o roja, siempre estará de acuerdo con Alemania, con Austria-Hungría, con Lituania, con Suecia o con quien sea, para presidir el reparto de Polonia...
EL POLVORIN POLACO
La «Drang Nacho Osten» había conseguido, con la liberación de Rutenia Transcarpática, una vía de acceso. Pero tal vía de acceso era insuficiente para la campaña de Rusia que Hitler y el Alto Estado Mayor de la Wehrmacht preparaban. La Alemania de 1938 no tenía fronteras comunes con la U.R.S.S. Prusia Oriental se hallaba cerca de la Unión Soviética y era, juntamente con la Rutenia recientemente liberada, otro camino natural de la marcha hacia el Este, pero se encontraba artificialmente separaba del resto de Alemania por el titulado «Corredor» polaco, que los nefastos estadistas de Versalles adjudicaron a Polonia contra toda noción de derecho. El ataque a Rusia sólo podía realizarse en la zona del Báltico, si se atendían las demandas de Hitler a Polonia. El Führer pedía:
a) Que Dantzig, ciudad indiscutiblemente alemana y, teóricamente, libre, fuera devuelta al Reich.
b) Que se permitiera construir a Alemania, a través del «Corredor», un ferrocarril y una carretera que permitiera unas comunicaciones normales con su provincia de Prusia Oriental.
A cambio de la devolución de Dantzig y su puerto, y la autorización a construir un ferrocarril y una autopista -condiciones sine qua non para la organización del ataque contra la U.R.S.S.- Alemania ofrecía renunciar a los territorios alemanes que en Versalles habían sido adjudicados a Polonia y reconocer las fronteras de 1919 y, además, garantizar el libre acceso de Polonia al báltico. Pero antes de seguir adelante, consideramos necesario un análisis del caso del «Corredor» y la nueva Polonia, creada en Versalles como un «contrapeso contra la influencia y el poderío germánicos» (6).
El nuevo Estado polaco, después de casi un siglo y medio de eclipse, reaparece a consecuencia del Punto XIII de Wilson, redactado así:
«Se formará un Estado polaco independiente, englobando todos los territorios indiscutiblemente polacos, que tendrá asegurado su libre acceso al mar, y cuya independencia política, así como su integridad nacional, deberán ser garantizadas por un tratado internacional.»
A pesar de que los mismos vencedores acordaron en Versalles que por «territorios indiscutiblemente polacos» se entendían las comarcas donde la población fuera polaca al menos en un 51 %, se adjudicaron al nuevo Estado inmensas regiones donde la población era mayoritariamente alemana, rusa, ucraniana, lituana, bielorrusa y hebrea. La llamada «Polonia» reconstruida en Versalles, abarcaba una población de unos 32.000.000 de habitantes que, atendiendo a su origen étnico, se distribuían así:
Polacos 18.000.000 Ucranianos 6.500.000 Alemanes 4.500.000 Judíos 1.500.000 Lituanos 800.000 Rusos 700.000
Es decir, que los polacos representaban aproximadamente el 56% de la población total del Estado. Añadiéndoles los judíos, apenas el 61%.
El Punto XIII de Wilson aseguraba a Polonia el «libre acceso al mar». Exceptuando a Clemenceau, obsesionado con la idea de fortalecer al máximo al gendarme polaco, cuya misión era vigilar a Alemania, todos los estadistas de Versalles estuvieron de acuerdo en que el acceso al mar debía proporcionarse a Polonia, bien mediante la internacionalización del Vístula, bien mediante la creación de un puerto franco internacional en Dantzig, Koenigsberg o Stettin. Así lograría Polonia su salida al Báltico sin atropellar ninguna ley natural o historica.
El mariscal Foch dijo, en cierta ocasión, que el «Corredor» de Dantzig, creado en Versalles, sería motivo de una Segunda Guerra Mundial, propósito recogido por el historiador francés Bainville en la obra citada anteriormente. A la luz de los acontecimientos posteriores creemos que, de hecho Dantzig fue el polvorín colocado adrede por la «fuerza secreta e inidentificable» en uno, de los caminos naturales de Alemania hacia Rusia. Esa «fuerza» a que se refería Wilson utilizó, en su provecho, la germanofobia enfermiza de Clemenceau, la ignorancia supina de la delegación americana en Versalles y la xenofobia patriotera de los polacos. Así se creó, despreciando el «derecho de los pueblos a disponer de sí mismos», el «Corredor» que convertía a la Prusia Oriental, con Koenigsberg, en un islote separado del resto de Alemania.
Que la célebre «salida al mar» no era más que un pretexto cómodo para dividir a Alemania, fortalecer a Polonia y crear una psicosis de guerra permanente, y no una necesidad vital polaca, como pretendían Dmowski y demás líderes del nuevo Estado lo demuestra el hecho de que, en 1939, el comercio marítimo de Polonia representaba, sólo, el 6% del comercio exterior del país, y estaba casi exclusivamente alimentado por la exportación del carbón de la Alta Silesia; es decir que provenía de un territorio que el Tratado de Versalles arrebató a Alemania.
El derecho de plebiscito no se aplicó en Dantzig, a pesar de haberse comprometido a ello, los vencedores, pues es evidente que, de haberse consultado a la población, jamás ésta hubiera aceptado ser puesta bajo la soberanía polaca. Dantzig es una ciudad alemana desde su fundación -fue construida por los caballeros teutónicos en el siglo XI- y su población, en 1919, era alemana en un 96,5%, contando solamente con un 3,5% de polacos y judíos. La Prusia Occidental del «Corredor» estaba, así mismo, habitada por una mayoría de alemanes -903.000- y una relativamente importante minoría de polacos, judíos y cachubes (eslavos oriundos de Pomerania y feroces rivales de los polacos) cuyo total se acercaba al medio millón de personas. El 11 de julio de 1920 se celebraron plebiscitos en las ciudades de Allenstein y Marienwerder, en la Prusia Occidental adjudicada a Polonia, consultando a la población si deseaban la anexión a Polonia o formar parte del Reich. De 475.925 votos emitidos, 460.054, o sea un 96,6% votaron a favor de Alemania, pero las autoridades locales impidieron la celebración de nuevos plebiscitos (7).
Jacques Bainville explicaba así la inviabilidad del «Corredor» polaco:
«Imaginemos, por un momento, que Francia ha sido vencida y que, por una razón cualquiera, el vencedor ha considerado necesario ceder a España un corredor que llega hasta Burdeos, dejándonos el departamento de los Bajos Pirineos y Bayona. ¿Cuánto tiempo soportaría Francia una tal situación?»
Y el mismo Bainville responde:
«La soportaría todo el tiempo que el vencedor conservara su superioridad militar y España pudiera conservar el «Corredor». Lo mismo sucederá, fatalmente, con el «Corredor» de Dantzig y la Prusia Occidental. Sería un milagro que Alemania consintiera en considerar sus fronteras del Este como definitivas» (8).
Otro historiador francés, Alcide Ebray, comentaba así el peligro que representaba para la paz el creciente apetito de Polonia:
«Si quiere justipreciarse exactamente lo que representa la solución dada al problema del acceso polaco al mar, hay que pensar, sobre todo, en el futuro. Es preciso contemplar el mapa de esas regiones y reflexionar. Se comprenderá entonces que la Ciudad Libre de Dantzig y la Prusia Oriental forman, ahora, un enclave en territorio polaco, y que Polonia, con el paso del tiempo, tendrá, necesariamente, una tendencia a apoderarse del mismo» (9).
Una verdadera legión de historiadores y publicistas no alemanes reconocieron, en su día, que, no ya la artificiosa solución del «Corredor», sino la misma resurrección de Polonia -al menos en la forma que se había hecho en Versalles- era un error y un verdadero crimen político. «Se ha creado una Polonia artificial que, con su «Corredor» cortando en dos a Prusia, y su frontera de Silesia para favorecer los intereses polacos; con sus treinta y dos millones de habitantes, de los cuales casi el cuarenta y cinco por ciento son alógenos hostiles, no es viable. Esa importante minoría de ucranianos, alemanes, rusos blancos y lituanos, está siendo salvajemente oprimida... Los ucranianos de Galitzia han perdido todos los derechos de que gozaban cuando dependían de la soberanía austrohúngara, bajo cuyo régimen poseían sus propias escuelas y varías cátedras en la Universidad de Lemberg. Toda protesta cerca de la Sociedad de Naciones provoca la persecución de la policía polaca. Un verdadero terrorismo organizado reina en el país» (10).
La ciudad de Dantzig había sido declarada "libre" en el Tratado de Paris (15 de noviembre de 1920) pero, en la práctica, se concedían al Gobierno polaco todos los resortes del mando y de la administración. Las relaciones de Dantzig con el exterior eran aseguradas por Varsovia, de la que dependían también el puerto, los ferrocarriles, los servicios postales, telegráficos y telefónicos, la emisora de radio, los servicios de Aduanas, los canales, el uso del río Vístula dentro de los limites de la ciudad, y las carreteras. En realidad, pues, Dantzig no era «libre» más que en teoría. Huelga decir que los habitantes de Dantzig no tenían, tampoco, derecho a la libre determinación es decir, no podían renunciar a su pretendida «libertad» optando, democráticamente, por el retorno a la soberanía alemana (11).
Pero a Polonia no le bastaba con la «colonia» de Dantzig ni con oprimir a sus minorías; quería forzar a los alemanes de la ciudad «libre» a emigrar, para repoblarla con polacos. Para ello, el Gobierno de Varsovia tomó una serie de medidas que contravenían el espíritu y la letra del Tratado de París; desvió su tráfico naval hacia el puerto de Gdynia, cuya construcción fue encomendada a un consorcio francés, destinado a arruinar Dantzig y obligar a sus moradores a emigrar a Alemania. Toda clase de trabas burocráticas, impuestos «especiales» y medidas discriminatorias arbitradas por Varsovia hicieron descender las actividades de Dantzig y su puerto en un 84% con relación a 1914 (12).
Las relaciones entre Polonia y Alemania, como ya hemos visto en los capítulos I y III, debían resentirse, lógicamente, de la creación del «Corredor»; agravando la situación las incursiones de Korfanty en Silesia, el intento de invasión de la Prusia Oriental por Pilsudski y el Tratado polacosoviético de 1932.
Sólo después de la elección de Hitler como canciller del Reich se apaciguaron los ánimos. El Führer había comprendido que una discusión constante sobre la cuestión germanopolaca significaría una permanente inquietud para Europa. Él dio, pues, el primer paso hacia Polonia y se esforzó en encontrar con Pilsudski un arreglo entre los dos países, un status quo temporal que, así lo esperaba Hitler, crearía relaciones más amistosas y confiantes entre Polonia y Alemania, y finalmente conduciría a una solución pacífica de las cuestiones territoriales. Así se concluyó la Convención germanopolaca de 1934, que dejaba los límites fronterizos entre ambos países tal como estaban, durante diez años, al cabo de los cuales se volvería a estudiar la cuestión.
Las proposiciones de Hitler a finales de 1938, pidiendo la libre determinación para Dantzig que, al fin y al cabo, era una ciudad «libre», y la construcción de un ferrocarril y una autorruta extraterritorial, no afectaban para nada a las fronteras de Polonia. Pero el realista Pilsudski había muerto sin poder terminar su obra -consolidar la nueva Polonia y aliarse con Alemania contra la U.R.S.S.- y en su lugar se encontraban ahora políticos como Beck, Smigly-Ridz y Moscicki, cuya orientación era más «democrática» que polaca. Y las propuestas de Hitler, que incluso en Inglaterra y Francia fueron consideradas moderadas fueron rechazadas por Varsovia bajo el pretexto de que «las dificultades políticas interiores impedían tomarlas en consideración».
En febrero de 1939, las relaciones entre los dos países empeoraron aún más, a causa de las manifestaciones antialemanas ocurridas en Varsovia. Berlín acusó a Varsovia de haber fomentado discretamente tales «manifestaciones espontáneas». Un mes más tarde, Polonia movilizaba a cuatro reemplazos. Y, el 31 de marzo, Inglaterra le da un cheque en blanco a Polonia. No le promete una simple ayuda militar o económica: le promete, por boca de Chamberlain -ya definitivamente arrastrado por el clan belicista- nada menos que:
«En el caso de una acción que amenazara claramente la independencia polaca y que el Gobierno polaco consideran necesario combatir con sus fuerzas armadas, Inglaterra y Francia les prestarán toda la ayuda que permitan sus fuerzas».
Es decir que, según esa «garantía» anglofrancesa. Polonia tiene toda latitud para interpretar a su conveniencia cualquier actitud alemana o no alemana; y puede responder a toda acción «agresiva» (sin molestarse en precisar, exactamente, qué se entiende, exactamente, por «acción agresiva») contra sí misma o contra terceros que directa o indirectamente puedan afectarla -o crea ella que puedan afectarla-, con el uso de sus fuerzas armadas, las cuales serán inmediatamente asistidas «por toda la ayuda que permitan las fuerzas de Inglaterra y Francia» (13).
Jamás, en todo el transcurso de la historia de los hombres, un Estado soberano se ha atado de tal manera a otro. Jamás un Estado realmente soberano ha ido a la guerra por defender los intereses de otro. Y menos que nadie, Inglaterra.
Posteriormente se sabría que Chamberlain -constitucionalmente, ya que no realmente- la primera autoridad política del imperio británico, se avino a otorgar la famosa «garantía» a Polonia basándose en una falsa información de las agencias de noticias internacionales (14) según la cual los alemanes habían enviado un ultimátum de 48 horas a Varsovia. Una vez dada su «garantía», Chamberlain no podía volverse atrás sin firmar el decreto de su muerte política (15). El clan belicista, con Churchill y Eden a la cabeza, había ido ganando posiciones hasta llegar a imponerse totalmente a un Chamberlain engañado, traicionado por su propio Partido, y enfermo.
El cheque en blanco dado a Varsovia representaba, jurídicamente hablando, una violación anglofrancesa al espíritu y a la letra de los acuerdos de Munich, donde se había decidido que las futuras diferencias entre los cuatro firmantes o que afectaran a la paz de Europa, serían discutidas en conferencias internacionales. Hitler hizo una propuesta concreta, a propósito del «Corredor», a Polonia e, ipso facto, sugirió a Inglaterra, Francia e Italia, que intervinieran como mediadores. La respuesta anglofrancesa consistió, prácticamente, en aconsejar a los belicistas de Varsovia una política de intransigencia que hacía inútil todo diálogo.
Es una tragedia que un conflicto mundial hubiera de estallar, nominalmente al menos, a pretexto de un caso tan diáfano como el del «Corredor». Wladimir d'Ormesson, escritor y critico francés, que no puede ser calificado de «nazi» escribía, en 1932:
«La verdad es que el «Corredor» representa una mancha sobre el mapa de Alemania, y que tal mancha corta en dos al territorio nacional; algo que un párvulo de cinco años, en la escuela de su pueblo, es capaz de comprender. Esa es, justamente, la única cosa que él puede comprender en política extranjera. En suma, se trata de una simple «cuestión visual». De una mancha de color sobre un mapa. He aquí el prototipo de una clásica cuestión de prestigio, con todo lo que esa palabra comporta de peligroso» (16).
La garantía francobritánica, en realidad, sólo tendía a consagrar a Polonia como barrera que impedía el mortal ataque de Hitler a Stalin. Y prueba de ello es que, unos meses más tarde, cuando la U.R.S.S. apuñalaría por la espalda a Polonia, la famosa garantía de Londres y París no sería aplicada. El curioso redactado de la misma, demás, no sólo cortaba el paso hacia Rusia por el sector Norte utilizando Dantzig como base de tránsito hacia la Prusia Oriental, sino que establecía otra barrera en el Sur, donde la cuña rutena quedaba definitivamente bloqueada, toda vez que Polonia no dejaría de aplicar la garantía en el caso de Ucrania.
Pero el chauvinismo polaco recibiría todavía, nuevos alientos esta vez desde Washington. El embajador conde Jerzy Potocki informó a Beck, por aquél entonces, de que «...el ambiente que reina en los Estados Unidos se caracteriza por el odio contra el fascismo y el nacionalsocialismo, especialmente contra el canciller Hitler... La propaganda se halla en manos de los judíos, los cuales controlan casi totalmente el Cine, la Radio y la Prensa. A pesar de que esta propaganda se hace muy groseramente, tiene muy profundos efectos, ya que el público de este país no tiene la menor idea de la situación real de Europa» (17).
En el mismo informe, el conde Potocki citaba a los intelectuales judíos que estaban al frente de la campaña antialemana y propugnaban la mayor ayuda posible a Polonia: Bernard M. Baruch, Felix Frankfurter, Louis D. Brandeis, Herbert H. Lehmann, el secretario de Estado Morgenthau, el alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, Harold Ickes, Harry Hopkins y otros amigos íntimos del presidente Roosevelt.
Ya a principios de 1939, Roosevelt había iniciado los preparativos para una futura guerra contra Alemania, si bien con la idea de «no tomar parte en la misma al principio, sino bastante tiempo después de que Inglaterra y Francia la hubieran iniciado» (18). La razón es obvia: Roosevelt no intervendrá al principio por que prefiere dejar que los europeos se despedacen entre sí; luego ya vendrá él a «salvarlos». William C. Bullitt, embajador en Moscú y su colega Joseph P. Kennedy en Londres, recibieron instrucciones en el sentido de presionar a los Gobiernos francés e inglés para que «pusieran fin a toda política de compromiso con los estados totalitarios y no admitir con ellos ninguna discusión tendente a provocar modificaciones fronterizas ni cambios territoriales» (19). Bullit y Kennedy, además informaron a París y Londres de que «los Estados Unidos abandonaban definitivamente su política aislacionista y estaban preparados, en caso de guerra, a sostener a Inglaterra y Francia poniendo todo su dinero y materias primas a su disposición» (20).
La tensión entre Alemania y Polonia hubiera sido fácilmente eliminada de no haber intervenido Inglaterra y Francia, empujadas por los Estados Unidos. Es un hecho corrientemente admitido, hoy en día, que Varsovia estaba dispuesta a permitir la construcción de la autorruta y del ferrocarril extraterritorial y a no poner obstáculos a la libre disposición de los habitantes de la «Ciudad Libre» de Dantzig (21). En un report enviado por Raczynski, embajador polaco en Londres, a su Gobierno, el 29 de marzo de 1939 el Gobierno británico le dio, verbalmente, una garantía de ayuda en caso de ataque alemán a Polonia, garantía que sería confirmada y ampliada oficialmente, unos días después. Amparándose en la garantía anglo-francesa, en las promesas de Washington y en su pacto de amistad con la U.R.S.S., el Gobierno de Varsovia creyó llegado el momento de pasar a la contraofensiva diplomática.
En un memorándum entregado por Lipski, embajador polaco en Berlín, a Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Polonia rehusaba todas las sugerencias de Alemania con respecto al «Corredor» Dantzig, y la participación o, al menos, la benévola neutralidad de Polonia con relación al proyectado ataque alemán contra la U.R.S.S. «Cualquier intento de llevar a la práctica los planes alemanes y, especialmente incorporar Dantzig al Reich, significará la guerra con Polonia» añadió Lipski (22).
En Varsovia y Cracovia se organizan manifestaciones espontáneas» contra Alemania. Resuenan gritos de «¡A Dantzig!» y «¡A Berlín!» Violando su propia constitución -que le obliga a respetar las instituciones docentes de sus minorías nacionales-, el Gobierno polaco confisca docenas de asociaciones culturales alemanas; de las 500 escuelas alemanas que hay en Polonia 320 son cerradas. Se producen detenciones arbitrarias de alemanes residentes en Polonia, y la opresión alcanza su punto álgido precisamente en Dantzig. Paisanos de Silesia cruzan todos los días la frontera con dirección a Alemania pues nadie les protege contra las vejaciones de que les hacen objeto los polacos.
La situación internacional ha llegado a su punto culminante. Ya no se trata de Dantzig, ni del «Corredor»; se trata de la consolidación de una política de fuerza dirigida contra el núcleo principal de Europa; política alimentada por la xenofobia francesa, el imperialismo yanki que ve en el suicidio europeo la premisa para su posterior hegemonía mundial, el deseo de Stalin de desviar la amenaza alemana sobre la U.R.S.S., el miedo inglés a perder sus mercados tradicionales en el continente (23) ante la formidable expansión comercial de Alemania, y, sobre todo, el furor racial del judaísmo internacional. Sobre la influencia capital de este último factor convendrá hacer un inciso.
CAPITULO IV. LA BARRERA POLACA.
"La mayoría de los ingleses no se dan cuenta de que, habiendo hecho su trabajo para el círculo gobernante judío, deben ahora desaparecer como poder mundial". General Luddendorff: The Coming War.
El Pacto de Munich era, en cierto modo, la prolongación del Tratado de Locarno, y tenía por principio fundamental el revisionismo y por método la colaboración organizada y permanente de las cuatro grandes potencias europeas: Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania. Deliberadamente, se dejaba al margen de los asuntos europeos a la U.R.S.S. y se sustraían las decisiones y los movimientos de las grandes potencias responsables a las peligrosas presiones de los pequeños intereses irresponsables. Munich consagraba, de hecho, la división del mundo en zonas de influencia, con su centro geopolítico en Europa. Reconocía, también, la legitimidad de la expansión alemana hacia el Este y el Sudeste de Europa; expansión marcada por la Naturaleza: el Danubio corre en dirección Oeste-Este. El III Reich emprendía el camino tomado cinco siglos atrás por los caballeros teutónicos de la Orden Hanseática; dos siglos atrás por los Habsburgos austríacos y treinta años antes por el káiser Guillermo II.
Ya en Locarno, el canciller Stressemann, que había aceptado como definitivas las fronteras Occidentales del Reich, rehusaba hacer lo mismo con las Orientales. En "Mein Kampf", Hitler hablaba de detener, definitivamente, la marcha de los germanos hacia Occidente, para dirigirse hacia el Oriente, hacia la Rusia soviética y los pueblos colocados bajo su dependencia. Alemania buscaría su espacio vital en el Este, engrandeciendo a Europa, y liquidando la amenaza bolchevique. Éste era el espíritu de Munich, que sólo beneficios podía reportar a los pueblos europeos, incluyendo a Inglaterra y a la propia Rusia, que sería liberada de la tiranía soviética y volvería a formar parte del concierto de los países libres.
Los acuerdos de Munich, fueron, pues, algo infinitamente más importante que la solución del problema de las minorías nacionales en Checoslovaquia. Significaba la ruptura de los Cuatro Grandes del Continente con la URSS y por consiguiente, la desaprobación del pacto francosoviético. Europa, para los europeos, y el bolchevismo en cuarentena.
Ilya Ehrenbourg acusó, en un violento editorial de la Pravda, a «ciertos miembros del Gabinete inglés, incluyendo a su presidente, Chamberlain de haber dado carta blanca a Alemania para que atacara a la U.R.S.S.
EL PARTIDO DE LA GUERRA
Pero las fuerzas que, desde Occidente, habían contribuido a instaurar el bolchevismo en Rusia no podían permitir que los acuerdos de Munich y, sobre todo, su espíritu, prevalecieran. En Inglaterra, una importante fracción del Partido conservador, encabezada por Churchill, secundado a su vez por Eden, Halifax, Lord Vansittart, Duff Cooper y Hore Belisha, más el pleno de los Partidos laborista y liberal; todos los Partidos de extrema izquierda, la mayoría de los socialistas, y una buena parte de los «chauvins» girondinos y de la extrema derecha de Maurras, convencidos de que la misión histórica de Francia consiste en poner trabas al germanismo; toda la masonería continental y la mayoría de las casas reales, fuertemente infiltradas por la masonería y enlazadas con la familia real británica...
Y, por encima de todas estas fuerzas e influencias, encauzándolas o dirigiéndolas abiertamente en muchos casos, el judaísmo -sionista o no-. Éstos fueron los abanderados del Partido de la guerra, que disponía de formidables recursos financieros y políticos, y estaba respaldado por Wall Street y su «fondé de pouvoirs», Roosevelt.
Ese «Partido de la guerra» consiguió sembrar el nerviosismo y la confusión entre las masas desorientadas agitando ante los ojos de éstas el espantajo de un Hitler traicionero que se preparaba a reconquistar la Alsacia-Lorena (1) y a arrebatarle a Inglaterra su inmenso imperio colonial. Dos días después de firmados los acuerdos de Munich, Duff Cooper, ministro de la Guerra del Gabinete Chamberlain atacaba, violentisimamente, en los Comunes, a su Primer Ministro, acusándole de haber sufrido la mayor derrota diplomática de toda la historia del imperio.
Chamberlain, atacado por toda una ala de su propio Partido, se vio obligado a ceder terreno y a recomendar el rearme intensivo. Poco después, Runciman, el pacifista que acompañó a Chamberlain en Munich, era «dimitido». El Partido de la guerra marcaba punto tras punto, no sólo en Inglaterra, sino también en Francia. Una formidable campaña de Prensa o, más exactamente, de noticias tergiversadas, contribuyó a envenenar el ambiente entre la opinión publica. El conservador The Daily Telegraph, de Londres, que pasa habitualmente por un periódico serio, informó, el 17 de septiembre de 1938 que Hitler financiaba la carrera política de Georges Bonnet, el líder de los "munichois". Tres días después, el Daily Telegraph publicaba una minúscula rectificación en un rincón de la última página, pero el efecto de la calumnia ya se había conseguido. A partir de entonces, todo ministro pacifista será tratado de «agente de Hitler».
El 4 de octubre, Daladier sustituirá a François-Poncet, embajador en Berlín, por Coulondre. Esto es un deliberado bofetón diplomático a Hitler. Coulondre es un marxista público y notorio que, antes de ser enviado al Reich, había sido embajador en Moscú. Su adjunto, Dejean, es un francmasón de alto rango que hará cuanto estará de su mano para envenenar las relaciones francogermanas.
Del otro lado del Canal de la Mancha, el desarrollo de los acontecimientos es singularmente idéntico. Chamberlain, atacado desde todas partes y boicoteado por su propio Partido, si bien defiende en los Comunes no sólo el Pacto de Munich sino también su espíritu, por otra parte ha proclamado la necesidad de acelerar la cadencia del rearme. La respuesta de Hitler llega casi de inmediato. En un discurso pronunciado en Saarbrucken, manifiesta que si hombres como Churchill, Eden, o los judíos Cooper y Belisha suceden en el poder a Chamberlain, «una nueva guerra mundial puede venir en cualquier momento». Y añade:
«Nosotros queremos la paz. Estamos prestos a mejorar nuestras relaciones con Inglaterra pero sería conveniente que Inglaterra abandone ciertas actitudes del pasado. Alemania no necesita una institutriz inglesa.»
El Führer afirma, así, netamente, su intención de «arreglar los problemas del Este de Europa», o, mas concretamente, de llegar a su ansiado choque con la U.R.S.S., y que, en tal circunstancia, Inglaterra no tiene ninguna razón de intervenir. Quince días después de firmado el Pacto de Munich, su espíritu había muerto. El Partido de la guerra había conseguido hacer aceptar la tesis de que para Occidente era imprescindible exterminar a la Alemania Nacionalsocialista, y que dejarle manos libres para que atacara a la U.R.S.S. era contrario a los intereses europeos. El propósito evidente era colocar a Occidente entre Hitler y Stalin, aún a riesgo de atraer sobre aquél el formidable rayo de la guerra alemán. Francia e Inglaterra, según confiesa el propio Sir Winston Churchill, en sus «Memorias», intentaron, a finales de 1938, concluir una alianza ofensiva-defensiva con la U.R.S.S. (2). Esa tentativa no cristalizó porque desde el mismo Kremlin la torpedearon. En efecto, Stalin presentó unas demandas calculadamente desmesuradas (carta blanca para la anexión de los países bálticos, Finlandia, Besarabia, media Polonia, Irán y control de los estrechos del mar Negro) con la idea de que Londres y París se vieran obligados a rechazarlas. El zar rojo tenía un doble motivo para obrar así:
a) Sabía que el potencial bélico con que contaban, entonces, los anglofranceses. era notoriamente insuficiente para enfrentarse con la Wehrmacht, y le constaba que la moral bélica de las democracias occidentales dejaba mucho que desear.
b) Le constaba que se estaba tramando una conjura para lanzar a Inglaterra, Francia y sus satélites europeos contra Alemania. Una vez mutuamente debilitadas democracias y fascismo, el Ejército rojo intervendría para "restablecer el orden".
En Berlín están al corriente de que desde Londres y París se está resucitando la política del cerco diplomático de Alemania, tal como ocurrió en los años anteriores al estallido de 1914. Hitler hace una nueva tentativa el 24 de noviembre de 1938, fecha de la redacción de un documento por el que Alemania se compromete a «trabajar para el desarrollo de relaciones pacificas con Francia», reconoce, solemnemente, como definitivas las fronteras francoalemanas trazadas en Versalles, y se declara resuelta a «consultar con Francia en el caso de que la evolución de las cuestiones interesando a ambos países amenazaran ser causa de dificultades internacionales». Ese pacto francoalemán había sido ya ideado en Munich, y fue firmado por Ribbentrop y Bonnet el 6 de diciembre en Paris. No era sólo Alemania la que se comprometía a consultar sus diferencias con Francia sino ésta, también, las suyas con Alemania. Tácitamente, pues, a cambio de la renuncia definitiva del Reich a Alsacia-Lorena, Francia daba un paso hacia el abandono de su política con respecto a Alemania desde los tiempos de Richelieu. Tener las espaldas libres para su ataque contra la URSS. Hitler no pedía ni había pedido jamás otra cosa a Francia.
El Pacto de París, que hubiera podido ser el preludio de un franco entendimiento entre los países civilizados y el punto de partida de la exterminación del bolchevismo, fue boicoteado por el cada día más poderoso clan belicista. Al día siguiente de la firma del pacto, y en el mismo momento en que Ribbentrop era agasajado por el «Comité Francia-Alemania», Duff Cooper, del Gabinete británico y germanófobo empedernido, se dirigía, en un banquete dado en su honor en París, a una asistencia entre la que se contaban los principales hombres políticos franceses, que le ovacionaban clamorosamente. Cooper denunció la política de Munich, rindió vibrante homenaje «a la raza que había traído el Cristianismo al Mundo» y calificó de «papelucho sin valor» el pacto firmado la víspera en el Quai d'Orsay. El judío Cooper, después de echarse incienso sobre su propia cabeza con lo de «la raza que trajo el Cristianismo al Mundo», califica un pacto firmado libremente por Francia de «papelucho sin valor», pero en el curso del mismo Parlamento criticará violentamente a Hitler por haber violado el Tratado de Versalles, que Alemania fue forzada a firmar, bajo chantaje. ¡Admirable lógica talmúdica!
Entre tanto, la estrella de Paul Reynaud, el campeón de Moscú y de los grandes trusts sube tanto en Francia como la de Churchill en Inglaterra. El belicismo va viento en popa.
EL CASO DE UCRANIA Y LA «DRANG NACH OSTEN»
Después de Munich, el problema ucraniano se convierte en el problema capital de la política europea. Preciso será, antes de seguir adelante, examinar, someramente al menos, en qué consiste tal problema.
Ucrania es una realidad étnica y nacional: es el país de los rutenos, que hablan el idioma ruteno, llamado también «pequeño ruso». Limita, al Norte, por una línea que va de Brest-Litovsk a Nowo-Khopersk, extendiéndose, por Oriente, desde Nowo-Khopersk a Rostov; por el Sur, sigue las costas del mar de Azov y del mar Negro, hasta llegar al delta del Danubio; al Oeste, sigue una línea que, partiendo del delta del Danubio, sigue el curso del Dniester, cruza los Cárpatos al Sur de Czernovitz y llega a Brest-Litovsk. Es uno de los países más ricos del mundo; no es solamente el granero de Europa; posee también minas de carbón y yacimientos petrolíferos en Galitzia, mineral de hierro en Poltawa, aluminio y manganeso en Yekaterinoslaw y, sobre todo, la inmensa riqueza de la cuenca hullera del Donetz.
Los ucranianos poseen una literatura abundante y una rica música folklórica; su cultura nacional está netamente diferenciada con relación a la rusa. Constituidos como nación independiente desde mediados del siglo IX, los ucranianos fueron, hasta la mitad del siglo XIII el baluarte del Sudeste europeo contra las hordas del Asia. La invasión de Gengis-Khan arrasó el país, pero al cabo de unos cincuenta años los ucranianos recobraron su independencia para convenirse en vasallos, primero del rey de Lituania, y luego del de Polonia, a principios del siglo XV. Una parte de Ucrania, no obstante -la zona oriental que se extendía desde Czernikow hasta Braclaw, con capital en Kiev- había conseguido mantenerse independiente. Esa independencia sería reconocida por el zar Alexis y el rey Juan-Casimiro de Polonia, en 1654. Pero, en 1667, polacos y rusos incumplían su palabra y se repartían ese territorio. Durante un siglo, tres grandes insurrecciones ucranianas -las de Steppa, Pougatchew y Stenka Razine- provocarán otras tantas brutales represiones rusopolacas.
En el siglo XVIII, el primer reparto de Polonia hace pasar la Galitzia (Ucrania Occidental) bajo soberanía austrohúngara. Los repartos segundo y tercero aumentarán el territorio ucraniano sometido a Rusia con las provincias de Polonia y Volynia. Los zares poseen, entonces, más de las tres cuartas partes de Ucrania, de la que desaparece hasta el nombre; para transformarse, por decreto zarista, en "pequeña Rusia".
Durante un siglo y medio, numerosas sublevaciones contra la dominación rusa y polaca estallarán a ambos lados de la frontera. En febrero de 1917, inmediatamente después de la abdicación de Nicolás II los ucranianos reclaman la autonomía -que les garantiza, verbalmente, al menos, la propaganda bolchevique que busca, en aquellos momentos, debilitar al Gobierno provisional de Kerensky- y reúnen en Kiev la Rada, o Asamblea Nacional de Ucrania. El 7 de noviembre, la Rada anuncia la creación de la República de Ucrania, que es inmediatamente reconocida por Inglaterra y Francia, que acreditan sendos embajadores en Kiev, confiando en que los ucranianos combatirán a su lado contra los imperios centrales. Pero el martirizado pueblo ucraniano prefiere conservar su neutralidad, lo que motiva el cese de la ayuda francobritánica. El 9 de febrero de 1918, las tropas rojas se apoderan de Kiev, y cuando todo parece perdido para los nacionalistas ucranianos, la intervención de las tropas alemanas y austrohúngaras estabiliza nuevamente la situación. Por el Tratado de Paz de Brest-Litovsk, la Rusia soviética debe reconocer, bajo presión alemana, la independencia de Ucrania, la cual es inmediatamente reconocida por Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía.
En diciembre de 1918, los rutenos proclaman, en Lwow, la República Occidental de Ucrania, y el 22 de enero de 1919, con la unión de ambas porciones, la Rada proclama en Kiev la unificación nacional ucraniana. El Estado ucraniano, ese sueño de cuarenta y tres millones de personas, se ha convertido en una realidad. Pero poco tiempo durará la independencia ucraniana. Después de la derrota de los imperios centrales, y abandonada por la Entente, será atacada, a la vez, por los rusos blancos de Denikin -cuya estupidez política es proverbial- los rojos de Trotsky y Gamarnik, y los polacos de Pilsudski, que reclaman la Ucrania Occidental. Los anarquistas ucranianos, a las órdenes de Mahkno, combatirán con la misma energía a los rojos, a los blancos, a los nacionalistas ucranianos y a los polacos de Pilsudski. Durante dos años y medio, Ucrania será pasto de unos y otros, mientras la Sociedad de Naciones hará el poco airoso papel de Poncio Pilatos.
He aquí los principales episodios que se irán sucediendo paulatinamente:
a) Conquista de la Galitzia por Polonia, y ejecución de la élite nacional oesteucraniana a manos de los verdugos de Pilsudski.
b) Aplastamiento del Ejército ucraniano de Petliura por los rusos blancos de Denikin, instrumento inconsciente del bolchevismo al que tanto pretendía combatir.
c) Derrota de Denikin y de su sucesor, Wrangel, a manos de los comunistas soviéticos y de los anarquistas de Mahkno.
d) Guerra rusopolaca por la posesión de Ucrania Occidental, finalizada por el Tratado de Riga 18 de mayo de 1921 que consagra el reparto de esos territorios, otorgando la Galitzia a Polonia y el resto de la Ucrania del Oeste a la Rusia soviética.
e) Aplastamiento de las bandas anarquistas de Mahkno por el Ejército rojo.
f) Entrada en vigor de dos cláusulas de los Tratados de Versalles y Saint-Germain, que adjudican la Bukovina a Rumania, y la Rutenia Transcarpática a Checoslovaquia.
El resultado final de todas esas guerras, «tratados» y celestineos es el reparto de Ucrania entre cuatro potencias: la U.R.S.S., que reina despóticamente sobre 35.000000 de ucranianos habitantes de la llamada «pequeña Rusia». Polonia, que se queda con la Galitzia, poblada por 6.500.000 de ucranianos. Rumania, con la Bukovina, cuya población es de 1.300.000 habitantes, y Checoslovaquia, con la Rutenia Transcarpática, poblada por 500.000 ucranianos y 100.000 alemanes, húngaros, eslovacos y polacos.
No puede decirse que el caso ucraniano fuera menospreciado en las discusiones de Versalles y Saint-Germain. Una activa delegación rutena había, incluso, obtenido ciertas no negligibles satisfacciones de principio. Por ejemplo, el Tratado de Saint-Germain estipulaba (articulo 10.º):
«Checoslovaquia se compromete a organizar el territorio de los rutenos al Sur de los Cárpatos en las fronteras fijadas por las potencias aliadas y asociadas, bajo la forma de una unidad autónoma en el interior del Estado de Checoslovaquia.» El mismo Tratado, que atribuía la Bukovina a Rumania, imponía a los gobernantes de Bucarest idénticas obligaciones. Con referencia a Polonia, el Consejo Supremo de la Sociedad de Naciones la autorizaba a ocupar militarmente la Galitzia... «con objeto de garantizar la protección de las personas y los bienes de la población contra los peligros a que les someten las bandas bolcheviques... » La Sociedad de Naciones, además, estipulaba que esa autorización no prejuzgaba en absoluto las decisiones que el Consejo tomaría ulteriormente a propósito de esos territorios. El 27 de septiembre de 1921, la Asamblea de Ginebra votaba la resolución siguiente:
«Polonia es solamente el ocupante militar y provisional de Galitzia, cuya soberanía es reservada a la Entente.»
Si las disposiciones del Tratado de Saint-Germain relativas a Ucrania Occidental hubieran sido respetadas, los ucranianos sometidos al dominio centralista de Varsovia, Praga y Bucarest hubieran conocido una sensible mejora de sus condiciones de vida y de su dignidad nacional. Pero ni Polonia, Checoslovaquia, ni Rumania respetaron sus compromisos, y las platónicas recomendaciones de la Sociedad de Naciones no surtieron el menor efecto. Al contrario, checos, polacos y rumanos hicieron cuanto estuvo de su mano para impedir cualquier manifestación de la personalidad ucraniana. Sin duda alguna, Polonia fue la más brutal en su represión: campesinos expropiados, maestros ucranianos apaleados, bibliotecas incendiadas deportaciones masivas de la población; centros de estudios ucranianos dispersados por agentes provocadores a sueldo de la policía polaca, etc.
Y eso no es nada, comparado con lo que deben sufrir los ucranianos del Este: disolución de todos los organismos locales; ejecuciones de kulaks por decenas de millares, requisas de pequeñas propiedades rurales. Cuando, en 1932, «el año del hambre», miles de familias ucranianas intentan huir a Rumania, Stalin coloca la frontera en Estado de sitio; durante meses el Dniester acarreará cadáveres de fugitivos abatidos por las patrullas del Ejército rojo. Georges Champeaux reproduce (3) ciertas cifras y datos facilitados en el VIII Congreso del Partido comunista. Según ellos, de los 5.618.000 kulaks que existían en 1928, no quedaban el 1º de enero de 1934, más que 149.000 individuos despojados de todos sus derechos y propiedades. De los 5.469.000 que faltaban, 1.500.000 habían muerto de hambre o habían sido sumariamente ejecutados. Los otros, habían sido deportados, a Siberia o trabajaban en condiciones infrahumanas, en la construcción del Canal Moscú-Volga. Una última prueba les reserva Stalin a los ucranianos en 1935: en previsión de un ataque alemán, y desconfiando de la lealtad a los soviéticos de los habitantes de Ucrania, hace arrasar cuatrocientos pueblos de las cercanías de las fronteras de Ucrania con Polonia y Rumania, y ordena la deportación al interior de Rusia, de trescientas mil personas.
Lejos de descorazonar al patriotismo ucraniano las persecuciones polaca y soviética no hacen más que exasperarlo. El coronel Konovaletz, que dirigía la «Organización militar ucraniana» que combatía, en lucha de guerrillas contra polacos y soviéticos a la vez, se convirtió en un personaje de leyenda. En 1929, Konovaletz crea otra organización, la «Liga de nacionalistas ucranianos». Estos movimientos actúan sobre la masa del pueblo ruteno, llegando a constituir un serio problema para Moscú. La G.P.U. consigue infiltrar a uno de sus elementos el judío Wallach, dentro de la organización de Konovaletz hasta conseguir ganarse la confianza de éste. Wallach asesinará a Konovaletz en abril de 1938.
Otro judío, Schwartz-Bart, había asesinado, en París, en mayo de 1926, al predecesor de Konovaletz y héroe de la independencia ucraniana. Petliura.
* * *
Todos los patriotas ucranianos siguieron la crisis germanocheca a propósito de los Sudetes con apasionada atención.
Lógicamente. la sacudida que conmovía a la creación artificial de Benes y Massaryk debía repercutir en beneficio de las aspiraciones nacionales de los ucranianos de la Rutenia Transcarpática.
Como sabemos una parte de los territorios ucranianos sometidos a Praga, la comarca de Téscheno, fue reivindicada por Polonia. Daladier aconsejó a Benes de no oponerse a la invasión de ese territorio por las tropas polacas. Benes obedecerá. A las fuerzas que mandan en Benes les interesa conservar y si es posible, fortalecer, la barrera polaca, que preserva a Stalin del ataque frontal alemán.
Hitler y Mussolini intentaron en Munich hacer reconocer el derecho de los ucranianos de Checoslovaquia a su autogobierno. La idea maestra del Führer era crear una Ucrania autónoma, bajo soberanía alemana, que serviría de canal para la invasión de la Rusia soviética. El núcleo de esa nueva Ucrania lo constituirla la Rutenia Transcarpática. Pero esa idea hitleriana será ferozmente combatida, no solamente por Londres y París, sino por Beck, ministro de Asuntos Exteriores de Polonia y sucesor de Benes como campeón de las pequeñas naciones» (4).
Beck prometió al conde Csaki, jefe del Gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores de Hungría, todo su apoyo para las reivindicaciones húngaras a Checoslovaquia. El Gobierno de Imredy, como sabemos, se limitó a pedir, en una nota conjunta enviada a Londres, Paris, Roma, Praga y Berlín, la devolución de los territorios húngaros colocados bajo soberanía checoslovaca en 1919, pero Beck insistió en que Hungría se anexionara todo el territorio ruteno. De esta manera, Polonia y Hungría tendrían una frontera común. Los motivos de Beck para mostrarse tan sospechosamente generoso hacia Budapest eran:
a) Constituir entre Alemania y la U.R.SS. una especie de Osten-Europa de la que él hubiera sido el líder.
b) Hacer salir a Hungría de la zona de influencia alemana.
c) Impedir la liberación de los ucranianos de la Rutenia Transcarpática, lo que no hubiera dejado de excitar el irredentismo de los ucranianos de Galitzia.
Estos tres objetivos coincidían plenamente con el interés del "Partido de la guerra" afincado en Occidente, del que ya hemos hablado, y de cuya composición y objetivos hablamos al final del presente capitulo. Dicho Partido de la guerra buscaba apuntalar la barrera polaca, que impedía el choque, que quería evitarse a toda costa, entre Hitler y Stalin. El interés del Nacionalsocialismo alemán y de Hitler, apóstol de la «Drang Nach Osten» -la marcha hacia el Este- consistían en ganarse el favor del pueblo ucraniano. Si Alemania conseguía liberar a los rutenos, suscitaba entre los demás ucranianos una doble esperanza: el fin de la tiranía soviética y la posterior creación de una Ucrania autónoma bajo soberanía del Reich. La independencia, o, cuando menos, la autonomía de Rutenia, significaba ganar las simpatías de cuarenta y tres millones de ucranianos. Por otra parte, la importancia estratégica de la Rutenia Transcarpática la convierte en el centro de la política europea de aquel momento. Rutenia es el camino ideal para un ejército que, partiendo de Viena, y a través de Eslovaquia, bajo influencia alemana, se dirigiera hacia la Ucrania dominada por los soviéticos. Su extremo oriental está a sólo 135 kilómetros de los puestos fronterizos avanzados de la U.R.S.S. Por lo tanto, el llamado "Plan Beck", consistente en establecer una frontera polacomagiar, equivalía a cerrar el paso natural de la «Drang Nach Osten».
Como hemos visto en el precedente capitulo, Hungría se negará a entrar en las combinaciones de Beck, y someterá su caso a una Comisión de Arbitraje germanoitaliana. Evidentemente, las decisiones del arbitraje de Viena son acogidas con satisfacción por el pueblo ucraniano. Una parte de la patria ha logrado la autonomía; los militantes de la Gran Ucrania podrán organizarse legalmente desde allí. Un Partido de tendencia nacionalsocialista, el «Partido Nacional Ucraniano» se constituye en Chust, capital de Rutenia. Entre tanto, la agitación irredentista estalla no sólo en Galitzia, sino en Kiev. Medio centenar de oficiales ucranianos del Ejército rojo son deportados a Siberia bajo la inculpación de complot contra la unidad de la patria soviética.
LAS MANIOBRAS DE BECK
El arbitraje de Viena causa gran decepción en Varsovia. La autonomía de Rutenia ha redoblado las esperanzas de los ucranianos de Galitzia, y estudiantes ucranianos y polacos han llegado a las manos en Lwow. La ley marcial es declarada en Lemberg. La Prensa anglofrancesa acusa a Alemania de sostener a los «separatistas» ucranianos.
Desde Nueva York, se azuza a Beck y a su presidente, Moscicki, contra Alemania. El 19 de noviembre, el conde Potocki, embajador polaco en Washington, se entrevista con William C. Bullitt, ex embajador de Roosevelt en Moscú y miembro del poderoso «Brains Trust» que gobierna en la Casa Blanca. Bullit asegura a Potocki que, en caso de guerra entre Alemania y Polonia, los Estados Unidos estarán al lado de Varsovia. Como Potocki objetara que Alemania no ha presentado, aún, ninguna reclamación a Polonia, Bullitt, habló de la cuestión ucraniana y de las tentativas alemanas en Ucrania. Confirmó que Alemania dispone de un personal ucraniano completo, preparado para la futura administración de Ucrania, donde los alemanes pensaban fundar un Estado autónomo, bajo dependencia alemana. Una tal Ucrania sería muy peligrosa para Polonia, pues haría sentir necesariamente su influencia sobre los ucranianos de Galitzia... Por esta razón la propaganda del doctor Goebbels se orienta en el sentido del nacionalismo ucraniano, y Rutenia Transcarpática, cuya existencia es vital para Alemania por razones de orden estratégico, debe servir de punto de partida de esa futura empresa.
Por mediación de Potocki, Beck responde a Bullitt, asegurándole que Polonia está dispuesta a oponerse por todos los medios a la expansión alemana hacia el Este.
El 26 de noviembre de 1938, un comunicado oficial, publicado simultáneamente en Moscú y Varsovia confirma, con toda solemnidad, el pacto de no agresión polacosoviético (5). Todas las convenciones polacosoviéticas existentes, incluyendo el pacto de amistad y no agresión de 1932 continúan siendo, en toda su extensión, la base de las relaciones entre Polonia y la U.R.S.S.» Beck ha sido el artífice de esa nueva maniobra. Dos días después, en una entrevista concedida a un reportero del Times, el ministro de Asuntos Exteriores polaco confirmará que, con tal de impedir la realización de los planes alemanes en Ucrania, Polonia se aliará con quien sea. «Tenemos intereses comunes con la U.R.S.S.», dirá Beck.
Los gobernantes de Varsovia tienen mala memoria; una mala memoria que corre parejas, en el caso ucraniano, con la mala fe.
Han pretendido olvidar que, en noviembre de 1919, el héroe nacional de Ucrania, Petliura, refugiado en Polonia, había concluido un acuerdo con Pilsudski, tendente a la liberación de la Ucrania Oriental del yugo bolchevique, a cambio de lo cual, los ucranianos renunciaban a Galitzia en favor de Polonia, y que, a pesar de esos acuerdos, Polonia firmó con la U.R.S.S., el 18 de marzo de 1921, el Tratado de Riga, por el cual ambos países se repartían Ucrania. La declaración conjunta polacosoviética del 26 de noviembre de 1938 es una repetición del Tratado de Riga el cual, a su vez, es la moderna versión del Tratado de Andrusovo.
En Andrusovo, Juan-Casimiro de Polonia y el zar Alejandro traicionaron sus acuerdos con los cosacos para repartirse Ucrania. En Riga, Pilsudski traicionaría sus acuerdos con Petliura para hacerse confirmar por Lenin la posesión de Galitzia. En noviembre de 1938, Beck se entiende con Stalin contra los nacionalistas ucranianos y su campeón del momento, Hitler. Es una ley de la Historia: para mantener a Ucrania bajo su dominación común, Polonia y Rusia siempre han estado y siempre estarán de acuerdo. Pero lo que olvidan los megalómanos de Varsovia es que existe otra ley histórica, según la cual, Rusia, blanca o roja, siempre estará de acuerdo con Alemania, con Austria-Hungría, con Lituania, con Suecia o con quien sea, para presidir el reparto de Polonia...
EL POLVORIN POLACO
La «Drang Nacho Osten» había conseguido, con la liberación de Rutenia Transcarpática, una vía de acceso. Pero tal vía de acceso era insuficiente para la campaña de Rusia que Hitler y el Alto Estado Mayor de la Wehrmacht preparaban. La Alemania de 1938 no tenía fronteras comunes con la U.R.S.S. Prusia Oriental se hallaba cerca de la Unión Soviética y era, juntamente con la Rutenia recientemente liberada, otro camino natural de la marcha hacia el Este, pero se encontraba artificialmente separaba del resto de Alemania por el titulado «Corredor» polaco, que los nefastos estadistas de Versalles adjudicaron a Polonia contra toda noción de derecho. El ataque a Rusia sólo podía realizarse en la zona del Báltico, si se atendían las demandas de Hitler a Polonia. El Führer pedía:
a) Que Dantzig, ciudad indiscutiblemente alemana y, teóricamente, libre, fuera devuelta al Reich.
b) Que se permitiera construir a Alemania, a través del «Corredor», un ferrocarril y una carretera que permitiera unas comunicaciones normales con su provincia de Prusia Oriental.
A cambio de la devolución de Dantzig y su puerto, y la autorización a construir un ferrocarril y una autopista -condiciones sine qua non para la organización del ataque contra la U.R.S.S.- Alemania ofrecía renunciar a los territorios alemanes que en Versalles habían sido adjudicados a Polonia y reconocer las fronteras de 1919 y, además, garantizar el libre acceso de Polonia al báltico. Pero antes de seguir adelante, consideramos necesario un análisis del caso del «Corredor» y la nueva Polonia, creada en Versalles como un «contrapeso contra la influencia y el poderío germánicos» (6).
El nuevo Estado polaco, después de casi un siglo y medio de eclipse, reaparece a consecuencia del Punto XIII de Wilson, redactado así:
«Se formará un Estado polaco independiente, englobando todos los territorios indiscutiblemente polacos, que tendrá asegurado su libre acceso al mar, y cuya independencia política, así como su integridad nacional, deberán ser garantizadas por un tratado internacional.»
A pesar de que los mismos vencedores acordaron en Versalles que por «territorios indiscutiblemente polacos» se entendían las comarcas donde la población fuera polaca al menos en un 51 %, se adjudicaron al nuevo Estado inmensas regiones donde la población era mayoritariamente alemana, rusa, ucraniana, lituana, bielorrusa y hebrea. La llamada «Polonia» reconstruida en Versalles, abarcaba una población de unos 32.000.000 de habitantes que, atendiendo a su origen étnico, se distribuían así:
Polacos 18.000.000 Ucranianos 6.500.000 Alemanes 4.500.000 Judíos 1.500.000 Lituanos 800.000 Rusos 700.000
Es decir, que los polacos representaban aproximadamente el 56% de la población total del Estado. Añadiéndoles los judíos, apenas el 61%.
El Punto XIII de Wilson aseguraba a Polonia el «libre acceso al mar». Exceptuando a Clemenceau, obsesionado con la idea de fortalecer al máximo al gendarme polaco, cuya misión era vigilar a Alemania, todos los estadistas de Versalles estuvieron de acuerdo en que el acceso al mar debía proporcionarse a Polonia, bien mediante la internacionalización del Vístula, bien mediante la creación de un puerto franco internacional en Dantzig, Koenigsberg o Stettin. Así lograría Polonia su salida al Báltico sin atropellar ninguna ley natural o historica.
El mariscal Foch dijo, en cierta ocasión, que el «Corredor» de Dantzig, creado en Versalles, sería motivo de una Segunda Guerra Mundial, propósito recogido por el historiador francés Bainville en la obra citada anteriormente. A la luz de los acontecimientos posteriores creemos que, de hecho Dantzig fue el polvorín colocado adrede por la «fuerza secreta e inidentificable» en uno, de los caminos naturales de Alemania hacia Rusia. Esa «fuerza» a que se refería Wilson utilizó, en su provecho, la germanofobia enfermiza de Clemenceau, la ignorancia supina de la delegación americana en Versalles y la xenofobia patriotera de los polacos. Así se creó, despreciando el «derecho de los pueblos a disponer de sí mismos», el «Corredor» que convertía a la Prusia Oriental, con Koenigsberg, en un islote separado del resto de Alemania.
Que la célebre «salida al mar» no era más que un pretexto cómodo para dividir a Alemania, fortalecer a Polonia y crear una psicosis de guerra permanente, y no una necesidad vital polaca, como pretendían Dmowski y demás líderes del nuevo Estado lo demuestra el hecho de que, en 1939, el comercio marítimo de Polonia representaba, sólo, el 6% del comercio exterior del país, y estaba casi exclusivamente alimentado por la exportación del carbón de la Alta Silesia; es decir que provenía de un territorio que el Tratado de Versalles arrebató a Alemania.
El derecho de plebiscito no se aplicó en Dantzig, a pesar de haberse comprometido a ello, los vencedores, pues es evidente que, de haberse consultado a la población, jamás ésta hubiera aceptado ser puesta bajo la soberanía polaca. Dantzig es una ciudad alemana desde su fundación -fue construida por los caballeros teutónicos en el siglo XI- y su población, en 1919, era alemana en un 96,5%, contando solamente con un 3,5% de polacos y judíos. La Prusia Occidental del «Corredor» estaba, así mismo, habitada por una mayoría de alemanes -903.000- y una relativamente importante minoría de polacos, judíos y cachubes (eslavos oriundos de Pomerania y feroces rivales de los polacos) cuyo total se acercaba al medio millón de personas. El 11 de julio de 1920 se celebraron plebiscitos en las ciudades de Allenstein y Marienwerder, en la Prusia Occidental adjudicada a Polonia, consultando a la población si deseaban la anexión a Polonia o formar parte del Reich. De 475.925 votos emitidos, 460.054, o sea un 96,6% votaron a favor de Alemania, pero las autoridades locales impidieron la celebración de nuevos plebiscitos (7).
Jacques Bainville explicaba así la inviabilidad del «Corredor» polaco:
«Imaginemos, por un momento, que Francia ha sido vencida y que, por una razón cualquiera, el vencedor ha considerado necesario ceder a España un corredor que llega hasta Burdeos, dejándonos el departamento de los Bajos Pirineos y Bayona. ¿Cuánto tiempo soportaría Francia una tal situación?»
Y el mismo Bainville responde:
«La soportaría todo el tiempo que el vencedor conservara su superioridad militar y España pudiera conservar el «Corredor». Lo mismo sucederá, fatalmente, con el «Corredor» de Dantzig y la Prusia Occidental. Sería un milagro que Alemania consintiera en considerar sus fronteras del Este como definitivas» (8).
Otro historiador francés, Alcide Ebray, comentaba así el peligro que representaba para la paz el creciente apetito de Polonia:
«Si quiere justipreciarse exactamente lo que representa la solución dada al problema del acceso polaco al mar, hay que pensar, sobre todo, en el futuro. Es preciso contemplar el mapa de esas regiones y reflexionar. Se comprenderá entonces que la Ciudad Libre de Dantzig y la Prusia Oriental forman, ahora, un enclave en territorio polaco, y que Polonia, con el paso del tiempo, tendrá, necesariamente, una tendencia a apoderarse del mismo» (9).
Una verdadera legión de historiadores y publicistas no alemanes reconocieron, en su día, que, no ya la artificiosa solución del «Corredor», sino la misma resurrección de Polonia -al menos en la forma que se había hecho en Versalles- era un error y un verdadero crimen político. «Se ha creado una Polonia artificial que, con su «Corredor» cortando en dos a Prusia, y su frontera de Silesia para favorecer los intereses polacos; con sus treinta y dos millones de habitantes, de los cuales casi el cuarenta y cinco por ciento son alógenos hostiles, no es viable. Esa importante minoría de ucranianos, alemanes, rusos blancos y lituanos, está siendo salvajemente oprimida... Los ucranianos de Galitzia han perdido todos los derechos de que gozaban cuando dependían de la soberanía austrohúngara, bajo cuyo régimen poseían sus propias escuelas y varías cátedras en la Universidad de Lemberg. Toda protesta cerca de la Sociedad de Naciones provoca la persecución de la policía polaca. Un verdadero terrorismo organizado reina en el país» (10).
La ciudad de Dantzig había sido declarada "libre" en el Tratado de Paris (15 de noviembre de 1920) pero, en la práctica, se concedían al Gobierno polaco todos los resortes del mando y de la administración. Las relaciones de Dantzig con el exterior eran aseguradas por Varsovia, de la que dependían también el puerto, los ferrocarriles, los servicios postales, telegráficos y telefónicos, la emisora de radio, los servicios de Aduanas, los canales, el uso del río Vístula dentro de los limites de la ciudad, y las carreteras. En realidad, pues, Dantzig no era «libre» más que en teoría. Huelga decir que los habitantes de Dantzig no tenían, tampoco, derecho a la libre determinación es decir, no podían renunciar a su pretendida «libertad» optando, democráticamente, por el retorno a la soberanía alemana (11).
Pero a Polonia no le bastaba con la «colonia» de Dantzig ni con oprimir a sus minorías; quería forzar a los alemanes de la ciudad «libre» a emigrar, para repoblarla con polacos. Para ello, el Gobierno de Varsovia tomó una serie de medidas que contravenían el espíritu y la letra del Tratado de París; desvió su tráfico naval hacia el puerto de Gdynia, cuya construcción fue encomendada a un consorcio francés, destinado a arruinar Dantzig y obligar a sus moradores a emigrar a Alemania. Toda clase de trabas burocráticas, impuestos «especiales» y medidas discriminatorias arbitradas por Varsovia hicieron descender las actividades de Dantzig y su puerto en un 84% con relación a 1914 (12).
Las relaciones entre Polonia y Alemania, como ya hemos visto en los capítulos I y III, debían resentirse, lógicamente, de la creación del «Corredor»; agravando la situación las incursiones de Korfanty en Silesia, el intento de invasión de la Prusia Oriental por Pilsudski y el Tratado polacosoviético de 1932.
Sólo después de la elección de Hitler como canciller del Reich se apaciguaron los ánimos. El Führer había comprendido que una discusión constante sobre la cuestión germanopolaca significaría una permanente inquietud para Europa. Él dio, pues, el primer paso hacia Polonia y se esforzó en encontrar con Pilsudski un arreglo entre los dos países, un status quo temporal que, así lo esperaba Hitler, crearía relaciones más amistosas y confiantes entre Polonia y Alemania, y finalmente conduciría a una solución pacífica de las cuestiones territoriales. Así se concluyó la Convención germanopolaca de 1934, que dejaba los límites fronterizos entre ambos países tal como estaban, durante diez años, al cabo de los cuales se volvería a estudiar la cuestión.
Las proposiciones de Hitler a finales de 1938, pidiendo la libre determinación para Dantzig que, al fin y al cabo, era una ciudad «libre», y la construcción de un ferrocarril y una autorruta extraterritorial, no afectaban para nada a las fronteras de Polonia. Pero el realista Pilsudski había muerto sin poder terminar su obra -consolidar la nueva Polonia y aliarse con Alemania contra la U.R.S.S.- y en su lugar se encontraban ahora políticos como Beck, Smigly-Ridz y Moscicki, cuya orientación era más «democrática» que polaca. Y las propuestas de Hitler, que incluso en Inglaterra y Francia fueron consideradas moderadas fueron rechazadas por Varsovia bajo el pretexto de que «las dificultades políticas interiores impedían tomarlas en consideración».
En febrero de 1939, las relaciones entre los dos países empeoraron aún más, a causa de las manifestaciones antialemanas ocurridas en Varsovia. Berlín acusó a Varsovia de haber fomentado discretamente tales «manifestaciones espontáneas». Un mes más tarde, Polonia movilizaba a cuatro reemplazos. Y, el 31 de marzo, Inglaterra le da un cheque en blanco a Polonia. No le promete una simple ayuda militar o económica: le promete, por boca de Chamberlain -ya definitivamente arrastrado por el clan belicista- nada menos que:
«En el caso de una acción que amenazara claramente la independencia polaca y que el Gobierno polaco consideran necesario combatir con sus fuerzas armadas, Inglaterra y Francia les prestarán toda la ayuda que permitan sus fuerzas».
Es decir que, según esa «garantía» anglofrancesa. Polonia tiene toda latitud para interpretar a su conveniencia cualquier actitud alemana o no alemana; y puede responder a toda acción «agresiva» (sin molestarse en precisar, exactamente, qué se entiende, exactamente, por «acción agresiva») contra sí misma o contra terceros que directa o indirectamente puedan afectarla -o crea ella que puedan afectarla-, con el uso de sus fuerzas armadas, las cuales serán inmediatamente asistidas «por toda la ayuda que permitan las fuerzas de Inglaterra y Francia» (13).
Jamás, en todo el transcurso de la historia de los hombres, un Estado soberano se ha atado de tal manera a otro. Jamás un Estado realmente soberano ha ido a la guerra por defender los intereses de otro. Y menos que nadie, Inglaterra.
Posteriormente se sabría que Chamberlain -constitucionalmente, ya que no realmente- la primera autoridad política del imperio británico, se avino a otorgar la famosa «garantía» a Polonia basándose en una falsa información de las agencias de noticias internacionales (14) según la cual los alemanes habían enviado un ultimátum de 48 horas a Varsovia. Una vez dada su «garantía», Chamberlain no podía volverse atrás sin firmar el decreto de su muerte política (15). El clan belicista, con Churchill y Eden a la cabeza, había ido ganando posiciones hasta llegar a imponerse totalmente a un Chamberlain engañado, traicionado por su propio Partido, y enfermo.
El cheque en blanco dado a Varsovia representaba, jurídicamente hablando, una violación anglofrancesa al espíritu y a la letra de los acuerdos de Munich, donde se había decidido que las futuras diferencias entre los cuatro firmantes o que afectaran a la paz de Europa, serían discutidas en conferencias internacionales. Hitler hizo una propuesta concreta, a propósito del «Corredor», a Polonia e, ipso facto, sugirió a Inglaterra, Francia e Italia, que intervinieran como mediadores. La respuesta anglofrancesa consistió, prácticamente, en aconsejar a los belicistas de Varsovia una política de intransigencia que hacía inútil todo diálogo.
Es una tragedia que un conflicto mundial hubiera de estallar, nominalmente al menos, a pretexto de un caso tan diáfano como el del «Corredor». Wladimir d'Ormesson, escritor y critico francés, que no puede ser calificado de «nazi» escribía, en 1932:
«La verdad es que el «Corredor» representa una mancha sobre el mapa de Alemania, y que tal mancha corta en dos al territorio nacional; algo que un párvulo de cinco años, en la escuela de su pueblo, es capaz de comprender. Esa es, justamente, la única cosa que él puede comprender en política extranjera. En suma, se trata de una simple «cuestión visual». De una mancha de color sobre un mapa. He aquí el prototipo de una clásica cuestión de prestigio, con todo lo que esa palabra comporta de peligroso» (16).
La garantía francobritánica, en realidad, sólo tendía a consagrar a Polonia como barrera que impedía el mortal ataque de Hitler a Stalin. Y prueba de ello es que, unos meses más tarde, cuando la U.R.S.S. apuñalaría por la espalda a Polonia, la famosa garantía de Londres y París no sería aplicada. El curioso redactado de la misma, demás, no sólo cortaba el paso hacia Rusia por el sector Norte utilizando Dantzig como base de tránsito hacia la Prusia Oriental, sino que establecía otra barrera en el Sur, donde la cuña rutena quedaba definitivamente bloqueada, toda vez que Polonia no dejaría de aplicar la garantía en el caso de Ucrania.
Pero el chauvinismo polaco recibiría todavía, nuevos alientos esta vez desde Washington. El embajador conde Jerzy Potocki informó a Beck, por aquél entonces, de que «...el ambiente que reina en los Estados Unidos se caracteriza por el odio contra el fascismo y el nacionalsocialismo, especialmente contra el canciller Hitler... La propaganda se halla en manos de los judíos, los cuales controlan casi totalmente el Cine, la Radio y la Prensa. A pesar de que esta propaganda se hace muy groseramente, tiene muy profundos efectos, ya que el público de este país no tiene la menor idea de la situación real de Europa» (17).
En el mismo informe, el conde Potocki citaba a los intelectuales judíos que estaban al frente de la campaña antialemana y propugnaban la mayor ayuda posible a Polonia: Bernard M. Baruch, Felix Frankfurter, Louis D. Brandeis, Herbert H. Lehmann, el secretario de Estado Morgenthau, el alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, Harold Ickes, Harry Hopkins y otros amigos íntimos del presidente Roosevelt.
Ya a principios de 1939, Roosevelt había iniciado los preparativos para una futura guerra contra Alemania, si bien con la idea de «no tomar parte en la misma al principio, sino bastante tiempo después de que Inglaterra y Francia la hubieran iniciado» (18). La razón es obvia: Roosevelt no intervendrá al principio por que prefiere dejar que los europeos se despedacen entre sí; luego ya vendrá él a «salvarlos». William C. Bullitt, embajador en Moscú y su colega Joseph P. Kennedy en Londres, recibieron instrucciones en el sentido de presionar a los Gobiernos francés e inglés para que «pusieran fin a toda política de compromiso con los estados totalitarios y no admitir con ellos ninguna discusión tendente a provocar modificaciones fronterizas ni cambios territoriales» (19). Bullit y Kennedy, además informaron a París y Londres de que «los Estados Unidos abandonaban definitivamente su política aislacionista y estaban preparados, en caso de guerra, a sostener a Inglaterra y Francia poniendo todo su dinero y materias primas a su disposición» (20).
La tensión entre Alemania y Polonia hubiera sido fácilmente eliminada de no haber intervenido Inglaterra y Francia, empujadas por los Estados Unidos. Es un hecho corrientemente admitido, hoy en día, que Varsovia estaba dispuesta a permitir la construcción de la autorruta y del ferrocarril extraterritorial y a no poner obstáculos a la libre disposición de los habitantes de la «Ciudad Libre» de Dantzig (21). En un report enviado por Raczynski, embajador polaco en Londres, a su Gobierno, el 29 de marzo de 1939 el Gobierno británico le dio, verbalmente, una garantía de ayuda en caso de ataque alemán a Polonia, garantía que sería confirmada y ampliada oficialmente, unos días después. Amparándose en la garantía anglo-francesa, en las promesas de Washington y en su pacto de amistad con la U.R.S.S., el Gobierno de Varsovia creyó llegado el momento de pasar a la contraofensiva diplomática.
En un memorándum entregado por Lipski, embajador polaco en Berlín, a Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Polonia rehusaba todas las sugerencias de Alemania con respecto al «Corredor» Dantzig, y la participación o, al menos, la benévola neutralidad de Polonia con relación al proyectado ataque alemán contra la U.R.S.S. «Cualquier intento de llevar a la práctica los planes alemanes y, especialmente incorporar Dantzig al Reich, significará la guerra con Polonia» añadió Lipski (22).
En Varsovia y Cracovia se organizan manifestaciones espontáneas» contra Alemania. Resuenan gritos de «¡A Dantzig!» y «¡A Berlín!» Violando su propia constitución -que le obliga a respetar las instituciones docentes de sus minorías nacionales-, el Gobierno polaco confisca docenas de asociaciones culturales alemanas; de las 500 escuelas alemanas que hay en Polonia 320 son cerradas. Se producen detenciones arbitrarias de alemanes residentes en Polonia, y la opresión alcanza su punto álgido precisamente en Dantzig. Paisanos de Silesia cruzan todos los días la frontera con dirección a Alemania pues nadie les protege contra las vejaciones de que les hacen objeto los polacos.
La situación internacional ha llegado a su punto culminante. Ya no se trata de Dantzig, ni del «Corredor»; se trata de la consolidación de una política de fuerza dirigida contra el núcleo principal de Europa; política alimentada por la xenofobia francesa, el imperialismo yanki que ve en el suicidio europeo la premisa para su posterior hegemonía mundial, el deseo de Stalin de desviar la amenaza alemana sobre la U.R.S.S., el miedo inglés a perder sus mercados tradicionales en el continente (23) ante la formidable expansión comercial de Alemania, y, sobre todo, el furor racial del judaísmo internacional. Sobre la influencia capital de este último factor convendrá hacer un inciso.