Fue hace muchos años. Me podría remontar una década atrás y aún me separaría un lustro de dar la fecha exacta. En aquellos tiempos, como hogaño, en mi corazón la patria bullía y crepitaba con efervescencia carpetovetónica. Era un buen muchacho, un buen español y buen madridista. Mis padres no tenían otra opción que sentirse orgullos y Katherinne Roberts tampoco pudo hacer otra cosa que enamorarse de mi nobleza espiritual y mis virtudes ibéricas. Se enamoró y me enamoré y el destino actuaba con inteligencia. El amor triunfaba y la vida era amable con nuestras aspiraciones románticas. Podíamos haber cercenado nuestra unión, podíamos haber ofendido a Dios siendo más razonables, más británicos y distantes. Pero llegó junio y la beca Erasmus nos envió inaplazables heraldos esperando una respuesta. Había que decidirse. Ella tenía que regresar, y yo lógicamente, tenía que seguir sus pasos, olfatear sus huellas si fuera necesario desde Calais a Dover. Pedí un destino/misión en Britania y me fue concedido. Mi jefe leía poesía, bebía demasiado, zigzagueaba bajo la escarcha de la madrugada macerando recuerdos insalvables. Era y es, un hombre lleno de amor, siempre dispuesto a conspirar en favor de los corazones; corazones "como animales salvajes", sin domesticar y sin calcular las consecuencias. Él perdió su oportunidad y pensaba que era justo que todos tuvieran al menos la ocasión de terminar del mismo modo por la misma causa. Un coño, un problema, un alcohólico.
No fuimos a Londinium, jamás hubiera podido enamorarme de una mujer tan previsible. Bath y su arquitectura neoclásica nos esperaba. The Circus y The Crescent y las ruinas romanas que le dan nombre contemplaron la unión de dos cuerpos, dos culturas y dos corazones. Vivíamos del amor y de dos sueldos de rango europeo. Un pequeño loft, con su green y con su garden. Petunias, madera descamada, adoquines rojos marcando en camino dentro del jardín con el fondo albero de la fachada. La vida funcionaba milimétricamente. La felicidad era perfecta. No había escapatoria...los niños y los perros golpeaban con insistencia la puerta de nuestra casa. Pero en mi pecho el aullido comenzaba a volverse insoportable. La crisis llegó y mi deber y mi compromiso se imponían sobre las cuestiones melifluas de los sentimientos. Lo razonable comenzó a perder el equilibrio. La Meseta burbujeaba dentro de mis venas, el románico de Castilla aplastaba con sus capiteles historiados la exuberancia estomagante y recargada del gótico inglés. No me interesaban los ripios ni las florituras, tan sólo lo esencial, ser concreto, exacto, afilado como una falcata ibérica. "Con la patria hay que estar, con razón o sin ella".
No fue necesario dar más explicaciones que un laconismo patriótico.."es España, inevitablemnte España". Fue una década hermosa junto a una buena mujer en una tierra también hermosa. Un espacio, siempre breve, de vida en común, unos años cálidos y amables. Poco puedo aportar acerca del tema, como así lo atestigua la brevedad de mi respuesta. Fue un experiencia emotiva, espiritual, epifánica. A lo mismo que me dedicaba en España me dediqué en Britania sin ningún tipo de avance técnico ni metológico. Regresé herido y esperanzado. Mis raíces al viento me estaban esperando. Es el ancla de la sangre, la maldición de ser lo que uno es, el polvo del camino que se adhiere a los zapatos y siempre te traen de regreso a casa.