Hyperman
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- 13 Abr 2005
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Aunque no me gusta contar películas de mi existencia, ya que últimamente he dejando caer alguna y quizá el calor relaje mis mermadas neuronas, he aquí este episodio:
Stradivarius, esa tienda de ropa que tanto les pone a las titis.
Reune todas esas cosas que los tios no comprendemos, excepto lo buenas que suelen estar las dependientas y gran parte de las clientas.
Pero sus contenidos no trasmiten nada, ropajes y cinturones, camisetas con cosas brillantes y todo como ordenado. Bueno, son las cosas que les gustan a ellas, a nosotros nos van más los pistones o los tacos de una buena bota de fútbol.
Lo peor es que tengas que ir un sábado por la mañana de resaca total culpa de la garrafa de la fiesta de los maricones de Chueca. En ese estado de enfermedad, acrecentado por callejear buscando aparcamiento con el Sol de Julio en toda la cabeza, la tortura se acrecenta y se entra en un estado de emergencia supongo similar al que vivieron los soldados americanos en el vietnam.
Lo mejor es la paciencia estoica. Buscar un lugar tranquilo de la tienda y quedarse allí intentando no mirar a los culos de las clientas y de las dependientas. En el Stradivarius de Princesa elegí una esquina del piso de arriba al lado de una ventana que daba a una especie de patio ajardinado interior.
En el relajo de dar pequeñas vueltas en círculos, tocando cinturones con el índice o intentando adivinar porqué cada cosa era distinta, ocurrió la hecatombe.
En realidad no lo planifiqué ni contaba con ello, es algo instintivo, algo natural como respirar; lo sentí en mis entrañas, estaba allí y yo solo tenía que dejarlo salir, por lo que efectué ese practicado accionamiento del esfínter para exhalar el cargamento invisible que se venía macerando desde la primera barra de la primera copa en vaso de plástico de la calle Pelayo la noche anterior.
Segundos más tarde me di cuenta de lo que había hecho. El antaño lugar delicadísimo de prendas finas primorosamente colocadas se había convertido en un infierno tóxico de imposible estancia, lugar que dejaba la contaminación de Chernobyl a la altura de un simple airecillo sin más importancia, un lugar que exigía la presencia inmediata de agentes de la CIA con máscaras y bombonas de oxígeno.
No pude hacer otra cosa que discretamente dirigir mis pasos hacia la esquina opuesta de la tienda intentando que ese fuera el momento en el que me tragara la tierra de una vez por todas.
Penosos pensamientos me acompañaron en el camino: "Lo van a oler y esa ponzoña no puede salir del culo de una tia, por lo que todas me mirarán y jamás me podré tirar a ninguna de ellas nunca" (Que es justamente una esperanza que nunca se puierde cuando entramos en un sitio de esos, que surja algo y ocurra en los vestuarios).
Situado en la nueva ubicación, observé desde la distancia. Se acercaba una pobre mujer. A tres metros de distancia se dió la vuelta bruscamente. Quizá esa prenda que había visto no le gustaba tanto, pero me temo que no fue ese el motivo de su asutada actitud.
Al salir, respiré tranquilo. En la lejanía se oían unas sirenas, una patrulla de bomberos y coches negros con luz azul se acercaban. Es muy probable que fueran a esa esquina, pero ya no quise verlo.
Stradivarius, esa tienda de ropa que tanto les pone a las titis.
Reune todas esas cosas que los tios no comprendemos, excepto lo buenas que suelen estar las dependientas y gran parte de las clientas.
Pero sus contenidos no trasmiten nada, ropajes y cinturones, camisetas con cosas brillantes y todo como ordenado. Bueno, son las cosas que les gustan a ellas, a nosotros nos van más los pistones o los tacos de una buena bota de fútbol.
Lo peor es que tengas que ir un sábado por la mañana de resaca total culpa de la garrafa de la fiesta de los maricones de Chueca. En ese estado de enfermedad, acrecentado por callejear buscando aparcamiento con el Sol de Julio en toda la cabeza, la tortura se acrecenta y se entra en un estado de emergencia supongo similar al que vivieron los soldados americanos en el vietnam.
Lo mejor es la paciencia estoica. Buscar un lugar tranquilo de la tienda y quedarse allí intentando no mirar a los culos de las clientas y de las dependientas. En el Stradivarius de Princesa elegí una esquina del piso de arriba al lado de una ventana que daba a una especie de patio ajardinado interior.
En el relajo de dar pequeñas vueltas en círculos, tocando cinturones con el índice o intentando adivinar porqué cada cosa era distinta, ocurrió la hecatombe.
En realidad no lo planifiqué ni contaba con ello, es algo instintivo, algo natural como respirar; lo sentí en mis entrañas, estaba allí y yo solo tenía que dejarlo salir, por lo que efectué ese practicado accionamiento del esfínter para exhalar el cargamento invisible que se venía macerando desde la primera barra de la primera copa en vaso de plástico de la calle Pelayo la noche anterior.
Segundos más tarde me di cuenta de lo que había hecho. El antaño lugar delicadísimo de prendas finas primorosamente colocadas se había convertido en un infierno tóxico de imposible estancia, lugar que dejaba la contaminación de Chernobyl a la altura de un simple airecillo sin más importancia, un lugar que exigía la presencia inmediata de agentes de la CIA con máscaras y bombonas de oxígeno.
No pude hacer otra cosa que discretamente dirigir mis pasos hacia la esquina opuesta de la tienda intentando que ese fuera el momento en el que me tragara la tierra de una vez por todas.
Penosos pensamientos me acompañaron en el camino: "Lo van a oler y esa ponzoña no puede salir del culo de una tia, por lo que todas me mirarán y jamás me podré tirar a ninguna de ellas nunca" (Que es justamente una esperanza que nunca se puierde cuando entramos en un sitio de esos, que surja algo y ocurra en los vestuarios).
Situado en la nueva ubicación, observé desde la distancia. Se acercaba una pobre mujer. A tres metros de distancia se dió la vuelta bruscamente. Quizá esa prenda que había visto no le gustaba tanto, pero me temo que no fue ese el motivo de su asutada actitud.
Al salir, respiré tranquilo. En la lejanía se oían unas sirenas, una patrulla de bomberos y coches negros con luz azul se acercaban. Es muy probable que fueran a esa esquina, pero ya no quise verlo.