En septiembre de 1963 aparecían publicadas las primeras aventuras de este grupo de superhéroes que, debido a una serie de mutaciones en su estructura genética, habían adquirido diversos y extraordinarios poderes. Sus creadores fueron Stan Lee, auténtico ideólogo y padre del universo Marvel, y Jack Kirby. A la hora de establecer los cimientos de la serie y perfilar los personajes el propio Stan Lee propuso la idea de que, tanto los héroes como los villanos de la historia, fueran mutantes. Y, antes de decidirse por el nombre de X-Men para la saga recién nacida, el editor Martin Goodman había rechazado el más evidente de Los Mutantes, considerando que tendría poco calado entre los lectores más jóvenes. En cualquier caso, lo que sí prendió fue el hilo argumental postulado por Lee y que presentaba la lucha entre dos grupos de mutantes: los reclutados por el Profesor X y que buscaban la integración con los humanos, y aquellos otros que eran vilmente adiestrados por Magneto para acabar con una raza humana que consideraban inferior y el mayor enemigo para su especie. La trama de aquellos primeros números se presentó como una analogía de la tensión racial que se vivía en Estados Unidos por entonces, con sutiles pero innegables referencias que vinculaban a Magneto con Malcolm X y al Profesor X con Martin Luther King.
La eterna lucha entre el bien y el mal que articulaba los relatos originales estaba claramente representada en los dos paradigmáticos personajes protagonistas. Y poco a poco fueron apareciendo nuevos mutantes que pasaban a engrosar las filas de uno u otro bando: Cíclope, Jean Grey, Ángel, Bestia, el Hombre de Hielo, Mercurio, Bruja Escarlata, Mímico, Kaos, Polaris, los Centinelas o el Monolito Viviente. Pero las peripecias de este primer grupo de superhéroes no consiguieron despertar el interés del público y, debido a sus escasas ventas, la revista tuvo que ser cancelada en el número 66.
Fue en 1975 cuándo X- Men resurgió de sus cenizas para convertirse en uno de los cómics de mayor éxito que se han publicado desde entonces y en una inspiración para decenas de nuevos títulos. El culpable de los drásticos cambios que impulsaron de nuevo la serie y cimentaron una popularidad que llega a nuestros días fue el guionista Chris Claremont, un autor que encontró la fórmula mágica en una estrategia que ahora nos puede parecer una perogrullada pero que, por aquel entonces, no se había visto en el cómic americano: insuflar de humanidad a unos personajes demasiado planos y distantes. Al fin y al cabo, los superhéroes que habitan en las viñetas de un tebeo no son distintos de aquellos otros que encontramos en los poemas épicos o en las epopeyas griegas. Las historias de los cómics son una forma de mitología contemporánea y popular. Y esos seres de apariencia humana que pueden volar son indestructibles o poseen una fuerza sobrenatural también siguen siendo proyecciones alegóricas que brotan de la imaginación y nos permiten desafiar nuestra condición de seres mortales, nos regalan el maravilloso don de poder soñar. Es en estos años cuando se integran a la nueva formación de X-Men personajes como Tormenta, Rondador Nocturno, Banshee, Coloso o el protagonista absoluto de la película que ahora se estrena: Lobezno. En realidad, este atormentado y carismático mutante surgió en las páginas de otro histórico cómic que, como no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta el filón que han descubierto las productoras americanas en la rentable y natural relación que existe entre ambas formas de expresión artística, también ha sido llevado a la gran pantalla: El increíble Hulk.
Esta cuarta entrega cinematográfica que aborda la saga de X-Men nos cuenta los orígenes del personaje que más había calado entre los espectadores en los anteriores filmes. Pero el indiscutible magnetismo que desprende un Lobezno al que ya es imposible imaginar con otro rostro que el de Hugh Jackman, un actor que se ha apoderado del personaje hasta dotarle de aquello que sólo adorna a los héroes trágicos. Porque Jackman, como antes hizo Chris Claremont con sus compañeros de aventuras, imprime a Lobezno de esa vulnerabilidad y desasosiego vital tan intrínsecamente humanos como para que el espectador comprenda su deseo de renunciar al don que posee, a esa fuerza primitiva y brutal que le hace indestructible pero que también le distancia de la capacidad .de amar, ser compasivo o, en definitiva, de ser mortal. Porque su lucha también es consigo mismo.
Antonio Boñar