Cheshire's Katua rebuznó:
...si uno de vosotros dice que la mayoría de mujeres es de una manera u otra, se basará en las dos, tres o cuatro relaciones medianamente estables que haya tenido...
La dedicación que las cerdas tienen por su apariencia se basa en intentar seducir con la quimera: pinturas, zapatos de tacón, uñas y pelo postizo, tintes, fajas y tallas de pantalón imposibles que confieren una falsa firmeza a sus, a menudo, flácidas carnes.
Como quiera que casi todas participan de este engaño para seducir, podría concluirse que encierran en esencia cierta falsedad sin posibilidad de que se nos acuse de “basarnos en las dos, tres o cuatro relaciones medianamente estables que hayamos tenido”.
La criminología, tozuda como la realidad y ajena a lo políticamente correcto, tiene muy en consideración el disimulo y la falacia de la mujer para resolver casos. Las mujeres perjuran ante los tribunales con mucha más frecuencia que los hombres, y sería cuestión de saber si deben ser admitidas a prestar juramento.
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Si seguimos desenmarañando la esencia de la mujer mediante la observación y reflexión objetiva podríamos llegar a conclusiones filosóficas como esta:
“El león tiene dientes y garras, el elefante y el jabalí colmillos de defensa, cuernos el toro, la jibia tiene su tinta con que enturbiar el agua en torno suyo; la Naturaleza no ha dado a la mujer más que el disimulo para defenderse y protegerse. Esta facultad suple a la fuerza que el hombre toma del vigor de sus miembros y de su razón.”
La Naturaleza ha armado a la mujer, como a cualquier otra criatura, con las armas y los instrumentos necesarios para asegurar su existencia. Al negarles la fuerza, les ha dado la astucia para proteger su debilidad, y de ahí su falacia habitual y su tendencia al engaño.
El disimulo es innato en la mujer. Tan natural su uso en todas ocasiones como en un animal atacado el defenderse con sus armas naturales. Así, tiene hasta cierto punto conciencia de sus derechos, lo cual hace que sea casi imposible encontrar una mujer absolutamente verídica y sincera. Por eso precisamente es por lo que con tanta facilidad comprende el disimulo ajeno, y por lo que, no es fácil usarlo con ellas.
Las mujeres son enemigas por naturaleza. Esto se debe a la rivalidad, que está restringida entre los hombres a los de cada oficio, abarca en las mujeres a toda la especie, porque todas ellas no tienen más que un mismo oficio y un mismo negocio que es vivir del hombre al que han sabido seducir. Su única función las pone bajo un pie de igualdad mucho más marcado, y por eso tratan de crear diferencias de categorías entre ellas.
"Las mujeres, en general, no aman ningún arte, no son inteligentes en ninguno, y no tienen ningún genio." Rousseau solo se equivocaba al olvidar el arte de la seducción, del cual son autenticos genios, para el resto no tienen el sentimiento ni la inteligencia. En ellas todo es pura imitación, puro pretexto, pura afectación explotada por su deseo de seducir. Son incapaces de tomar parte con desinterés en nada, sea lo que fuere, y he aquí la razón: el hombre se esfuerza en todo por dominar directamente, ya por la inteligencia, ya por la fuerza; la mujer, por el contrario, no tiene poder sino por medio del hombre; sólo sobre él ejerce influencia.
Por consiguiente, la Naturaleza lleva a las mujeres a buscar en todas las cosas un medio de seducir al hombre, y el interés que parecen tomarse por las cosas exteriores siempre es un fingimiento, un rodeo, es decir, pura coquetería.
Si bien se deben tener consideraciones a su inferioridad y su debilidad; es ridículo elevarlas, y eso mismo nos degrada a sus ojos, y por eso los que intentan ligar haciéndoles la pelota no se comen un carajo.
El principio del honor de las mujeres es un “espíritu de cuerpo útil” bien calculado y fundado en el interés. En la vida de las mujeres las relaciones sexuales son el gran negocio. Las mujeres esperan y exigen de los hombres todo lo que ellas necesitan y apetecen. El hombre, en el fondo, no exige de la mujer más que follarla.
Así, pues, las mujeres tienen que amañárselas de tal modo que los hombres no puedan follarlas sino a cambio de encargarse de ellas y de los hijos futuros. De la maña que se den depende su felicidad.
Para obtenerla, es preciso el corporativismo. Por eso marchan todas, emperifolladas y en apretadas filas, al encuentro de los hombres, quienes, gracias al predominio físico e intelectual, poseen todos los bienes terrenales. El hombre es el enemigo común que se trata de vencer y conquistar, a fin de llegar con esta victoria a poseer los bienes de la tierra.
La primera máxima del honor femenino es, pues, que es preciso impedir al hombre todo comercio ilegítimo con sus coños, a fin de obligarle a una especie de capitulación como único medio de abrirse de piernas.
Para conseguir ese resultado, debe respetarse con todo rigor la precedente máxima. Todas las mujeres, con verdadero espíritu corporativo, velan por su ejecución.
Una mujer que folle por el mero placer de follar, se ha hecho culpable de traición hacia todo su sexo, porque si ese acto se generalizase, quedaría comprometido el interés común. Por eso, la que así actúe, es acusada de puta y expulsada de la comunidad, se la cubre de vergüenza, y de ese modo se entera de que ha perdido su honor. Toda mujer debe huir de ella como de la peste. La misma suerte espera a las prostitutas, porque hacen comercio ilegitimo de sus coños y suponen una competencia desleal que no pueden soportar y por eso son tan despreciadas por sus congéneres.
Y basicamente esto es lo que han pensado en todo tiempo los antiguos y los pueblos de Oriente, y no un servidor con mis "dos, tres o cuatro relaciones medianamente estables", que se daban mejor cuenta del papel que conviene a las mujeres que nosotros con nuestra estúpida veneración y gilipolleces que no han servido más que para hacerlas arrogantes e impertinentes.