Hace una década, en mi época de estudiante y en el piso de mi madre, tuve enfrente dos perros bodegueros, molestos a más no poder. La dueña, una tarada igual que el marido, tan tarada que abortó pensando que era malestar digesrivo de meses y es que estaba preñada (suceso verídico que sobrecogió a vecinos y conocidos de la villa). La cosa es que los perros estaban desatendidos, encerrados en un balcón de cuatro metros cuadrados, plagado de mierdas, y estos canes todo el día ladrando, todo ello mientras uno trataba de estudiar. Probé denunciarles a una protectora, pero los trámites eran complicados y casi imposibles, requerían de hasta un video como prueba y no había disposición del mismo, ya que vivían a doce metros, lo que dos carriles con acera, técnicamente no era una opción posible. Hasta los vecinos parecían fastidiados, sobre todo el de abajo que no se fumaba el canuto a gusto.
Meses así, meses fastidiado, meses pasaron a ser años y nuevamente en época de exámenes. Era 2013, seguía la cosa igual, solo que con las calores de Málaga nadie estudia con la ventana cerrada en un vecindario silencioso, salvo por los canes de Satanás.
Amazon había empezado fuerte en España, tenía pocos artículos, pero a buenos precios, no había de todo pero lo poco que había sobresalía. Me fijé en una carabina Norica de aspecto muy profesional, parecía la de un Navy SEAL, pero reducida, a balines y a muy buen precio, menos de 300 pavos, aunque luego descubrí que era muy inexacta y el silenciador de adorno, pero para la parcela y matar palomas, podría venir bien. De repente, pensé: ¿palomas? ¿y no amedrentar a estos hijos de puta que ladran desde que el sol sale? Dicho y hecho, entregada por MRW en dos días, sin DNI (por entonces, ahora hay que entregar el DNI sí o sí), sin explicaciones y con 50 perdigones de 4,5.
(La novia de la muerte).
Cada vez que los perros hijos de puta me generaban percepción molesta, sacaba la carabina y al lomo, orejas, donde fuera, maceras, cuadros de porcelana, persianas, barandas metálicas, lo que fuera para fastidiarlos, a lo que ladraban más fuerte los hijos de perra. Aunque la carabina, por inexacta, no atinaba de ninguna manera. Lo cierto es que a las semanas y ya con escasos perdigones disponibles, en una de esas intentonas tiré y quebré el cristal de la terraza que daba al salón, cayendo estruendosamente al completo. Los perros aprovecharon con el desconcierto para entrar dentro y desfogar destrozando, brincando y rompiendo. Yo bajé la persiana con enorme culpa, malestar del alma y dos kilos de caca en la pañalera, temeroso de la denuncia que me podían cascar.
A los cinco días se deshicieron de los chuchos, redecoraron el salon, y hubo paz durante un tiempo, hasta que preñó (de verdad) y trajo a dos retrasadas mentales que daban más por culo que los canes, pero ya estaba cerca de irme por mi cuenta y con otra vida por delante.