El Confidencial
Cabe imaginar la desilusión de su trouppe de adoradores cuando Aznar, sin mover el bigote, reconoció por primera y única vez en su historia que se había equivocado, que había algo que su entrenada mente de estadista desconocía, que el mejor presidente de la democracia española que vieron y verán los siglos no era infalible, aunque siga siendo omnisciente y –para desesperación de Rajoy- vaya de omnipresente por la vida. Aznar se ha enterado ahora de que en Iraq no había armas de destrucción masiva y el cielo se ha venido abajo con estrépito. ¿Por qué has asesinado a tu propio mito, amado conducator?
Estamos ante un tipo de acero, al menos de cuello para arriba, durísimo de rostro en una palabra. Su partido, que lo ignoraba, llevaba cuatro años haciendo el ridículo para salvarle la cara, ignorante de la aleación de titanio que protege sus mejillas. Al día siguiente de su déshabillé en Pozuelo, todavía Zaplana esquivó una pregunta sobre las armas de Iraq, como si no se hubiera enterado del nuevo dogma del aznarismo: “Evidentemente todo el mundo pensaba que en Iraq había armas de destrucción masiva y no había armas de destrucción masiva, eso lo sabe todo el mundo y yo también lo sé ahora”. Amén.
La proclamada doctrina necesitará que los teólogos la hagan digerible para los fieles. ¿Qué quiere decir nuestro prodigioso mandatario con que “todo el mundo pensaba que había armas”? ¿A quiénes incluye nuestro dilecto bienhechor en ese saco gigantesco? ¿Acaso quiere revelarnos con su luminosa perspicacia que los millones de manifestantes que en todo el mundo se opusieron a aquella maldita guerra pensaban como él pero lo disimulaban entre pancartas? ¿Lo sabía también Rodrigo Rato, que se jugó con aquello la sucesión? ¿Lo sabían Schroeder, Chirac o El Baradei y callaron como bellacos? ¿O lo que quiere decir con su infinita sagacidad es que “todo el mundo” eran, por este orden, Bush, Blair y él mismo?
Desconcierta tanta profundidad de pensamiento. ¿Qué significa exactamente que él no envió a ninguna persona a combatir en la guerra de Iraq y que, en caso de haberlo hecho, “hubieran sido soldados profesionales”? Más aún, si no se enviaron soldados a combatir, ¿por qué nos revela a continuación que tomó la decisión que tomó “porque creía que era lo más conveniente para los intereses nacionales”? ¿No se da cuenta que carecemos de luces para alcanzar a entenderle? ¿A qué decisión se refiere? ¿A la de hacerse una foto con George W.?
Lo malo de las inteligencias superiores es que sólo pueden ser entendidas por sus iguales. ¿A qué intereses nacionales convenía una decisión que ignoramos pero que consistió en enviar soldados a no combatir? ¿Pretendía acaso que benefactores del país como Florentino Pérez –¡qué inolvidables momentos en ese palco de autoridades junto a Di Stefano!- ejerciera sus buenos oficios de constructor en el centro de Bagdad, levemente dañado por las inteligentes bombas americanas? ¿O que su amigo Pizarro el de Endesa llevara la luz a los habitantes de Basora? ¿Quería ese gigante de la geoestrategia que Repsol consiguiera contratos petrolíferos para inundar de energía el mundo civilizado? ¿O que Telefónica sembrara de móviles la flamante democracia iraquí?
No hay que quitar méritos al reconocimiento de Aznar. Él sabe ahora lo que ignoraba hace cuatro años. Su modestia y humildad eriza el vello. Al fin y al cabo, otros prohombres de la política, la empresa y del periodismo que le jaleaban, que ponían la mano en el fuego por la existencia del armagedónico arsenal de Sadam, siguen sin enterarse u ocultan con guanteletes sus manos achicharradas. Leamos al deslumbrante Federico Jiménez Losantos en una impagable crónica de septiembre de 2003: “Los enemigos de EEUU, empezando por Chirac y Schroeder, y la oposición a Blair y Aznar han montado una campaña de intoxicación genuinamente totalitaria para deslegitimar a sus gobiernos y sabotear la pacificación y democratización de Iraq. Han utilizado el argumento más absurdo, el de las armas de destrucción masiva que nunca estuvo en cuestión, pero no se trata de servir por una vez a la verdad sino de usar cualquier mentira un millón de veces para ganarle a Bush, Blair y Aznar la guerra perdida por Sadam Husein”.
Conformémonos con que el enorme líder que nos vigila haya descendido grácilmente del guindo. No le molestemos con consideraciones absurdas como las decenas de miles de muertos inocentes que ha provocado esa guerra a la que fue con una excusa falsa, no le pidamos que examine la prosperidad de Iraq y sus avances democráticos, no distraigamos su reflexivo cerebro con polémicas estériles sobre si ahora hay más o menos terrorismo en el mundo. En definitiva, no le perturbemos con la realidad. Gracias por existir, presidente.
Cabe imaginar la desilusión de su trouppe de adoradores cuando Aznar, sin mover el bigote, reconoció por primera y única vez en su historia que se había equivocado, que había algo que su entrenada mente de estadista desconocía, que el mejor presidente de la democracia española que vieron y verán los siglos no era infalible, aunque siga siendo omnisciente y –para desesperación de Rajoy- vaya de omnipresente por la vida. Aznar se ha enterado ahora de que en Iraq no había armas de destrucción masiva y el cielo se ha venido abajo con estrépito. ¿Por qué has asesinado a tu propio mito, amado conducator?
Estamos ante un tipo de acero, al menos de cuello para arriba, durísimo de rostro en una palabra. Su partido, que lo ignoraba, llevaba cuatro años haciendo el ridículo para salvarle la cara, ignorante de la aleación de titanio que protege sus mejillas. Al día siguiente de su déshabillé en Pozuelo, todavía Zaplana esquivó una pregunta sobre las armas de Iraq, como si no se hubiera enterado del nuevo dogma del aznarismo: “Evidentemente todo el mundo pensaba que en Iraq había armas de destrucción masiva y no había armas de destrucción masiva, eso lo sabe todo el mundo y yo también lo sé ahora”. Amén.
La proclamada doctrina necesitará que los teólogos la hagan digerible para los fieles. ¿Qué quiere decir nuestro prodigioso mandatario con que “todo el mundo pensaba que había armas”? ¿A quiénes incluye nuestro dilecto bienhechor en ese saco gigantesco? ¿Acaso quiere revelarnos con su luminosa perspicacia que los millones de manifestantes que en todo el mundo se opusieron a aquella maldita guerra pensaban como él pero lo disimulaban entre pancartas? ¿Lo sabía también Rodrigo Rato, que se jugó con aquello la sucesión? ¿Lo sabían Schroeder, Chirac o El Baradei y callaron como bellacos? ¿O lo que quiere decir con su infinita sagacidad es que “todo el mundo” eran, por este orden, Bush, Blair y él mismo?
Desconcierta tanta profundidad de pensamiento. ¿Qué significa exactamente que él no envió a ninguna persona a combatir en la guerra de Iraq y que, en caso de haberlo hecho, “hubieran sido soldados profesionales”? Más aún, si no se enviaron soldados a combatir, ¿por qué nos revela a continuación que tomó la decisión que tomó “porque creía que era lo más conveniente para los intereses nacionales”? ¿No se da cuenta que carecemos de luces para alcanzar a entenderle? ¿A qué decisión se refiere? ¿A la de hacerse una foto con George W.?
Lo malo de las inteligencias superiores es que sólo pueden ser entendidas por sus iguales. ¿A qué intereses nacionales convenía una decisión que ignoramos pero que consistió en enviar soldados a no combatir? ¿Pretendía acaso que benefactores del país como Florentino Pérez –¡qué inolvidables momentos en ese palco de autoridades junto a Di Stefano!- ejerciera sus buenos oficios de constructor en el centro de Bagdad, levemente dañado por las inteligentes bombas americanas? ¿O que su amigo Pizarro el de Endesa llevara la luz a los habitantes de Basora? ¿Quería ese gigante de la geoestrategia que Repsol consiguiera contratos petrolíferos para inundar de energía el mundo civilizado? ¿O que Telefónica sembrara de móviles la flamante democracia iraquí?
No hay que quitar méritos al reconocimiento de Aznar. Él sabe ahora lo que ignoraba hace cuatro años. Su modestia y humildad eriza el vello. Al fin y al cabo, otros prohombres de la política, la empresa y del periodismo que le jaleaban, que ponían la mano en el fuego por la existencia del armagedónico arsenal de Sadam, siguen sin enterarse u ocultan con guanteletes sus manos achicharradas. Leamos al deslumbrante Federico Jiménez Losantos en una impagable crónica de septiembre de 2003: “Los enemigos de EEUU, empezando por Chirac y Schroeder, y la oposición a Blair y Aznar han montado una campaña de intoxicación genuinamente totalitaria para deslegitimar a sus gobiernos y sabotear la pacificación y democratización de Iraq. Han utilizado el argumento más absurdo, el de las armas de destrucción masiva que nunca estuvo en cuestión, pero no se trata de servir por una vez a la verdad sino de usar cualquier mentira un millón de veces para ganarle a Bush, Blair y Aznar la guerra perdida por Sadam Husein”.
Conformémonos con que el enorme líder que nos vigila haya descendido grácilmente del guindo. No le molestemos con consideraciones absurdas como las decenas de miles de muertos inocentes que ha provocado esa guerra a la que fue con una excusa falsa, no le pidamos que examine la prosperidad de Iraq y sus avances democráticos, no distraigamos su reflexivo cerebro con polémicas estériles sobre si ahora hay más o menos terrorismo en el mundo. En definitiva, no le perturbemos con la realidad. Gracias por existir, presidente.