Las clases de salsa, u de merengue, u de bachata u de lo que sea, son ridículas y dan verguenza, tanto propia como ajena. Pero como quiera que el fín justifica los medios, hay que asistir a ellas, porque muchos son sus beneficios. Aunque el rostro nos arda de verguenza, hay que aplicarse. Los caminos de la jodienda no siempre son fáciles ni cómodos; abordar a cualquier extraña al desgaire y a pecho descubierto tampoco es pan comido ni coser y cantar; para el desliz, el fracaso y la situación bochornosa, siempre hay ocasión.
La diferencia de estar en ciertos locales al lado de la barra, tieso como un palo y con una birra en la mano, a meterse en la pista o sacar a bailar alguna jaca complaciente, predispuesta y sudorosa, es más que evidente. Prefiero lo segundo.