Me enseñaron una foto mía de pequeño, "cómo has cambiado", y me sorprendió no acordarme de ninguno de los críos con los que salía. Sin embargo hace poco al escuchar una canción de mi infancia vinieron a mi cabeza imágenes de cabañas sobre los árboles.
Esperábamos a cada verano para ver si había crecido el riachuelo, que siempre bajaba seco. Veranos donde los tractores podían ser naves espaciales, y las urbanizaciones de la barna people las calles de imaginarias misiones ultrasecretas que sólo existían en nuestra cabeza.
Imaginábamos gamberradas de inyección letal, tipo marcar los dedos en las ventanas comedoriles (!!), colarse en un jardín cualquiera y acariciar el pomo de una puerta ajena (!!)... veranos de observar de noche en silencio una gasolinera que parecía que en cualquier momento tuviera que despertar y engullirte vivo, o un árbol que tuviera que abrazarte en plan monstruil, como si el ahogamiento fuera una venganza por los escalones que mordimos a su tronco para alcanzarlo y llenarlo de sábanas y sofás viejos y construirnos un microcosmos a medida, un trozo de cielo en la copa de un pino.
En la piel todos llevamos tatuajes invisibles de aquellos días en los que las aventuras parecían infinitas, y nadie creía seriamente que algún día nos haríamos mayores. Nos consolábamos pensando que a nosotros eso NO NOS PASARÍA, que conseguiríamos derrocar el tiempo y subvertir el universo, vivir el amor más intenso, la amistad más firme. Y aún no teníamos bastantes recuerdos como para no poder ordenarlos y ponerlos en bucle infinito con nosotros mismos, encima de una alfombra mágica, con el retrovisor puesto.
Y por eso cada vez que me plantárais con un canvi de lloc instantani delante del jardín, o del río, o del parque, y recordara que aquél trozo de cielo ya no es mío ni de nadie, maldeciría el día en el que me di cuenta que el riachuelo bajaría siempre seco, y que el tiempo es un asesino implacable.