Yo siempre fui a coles públicos
de barrio de clase trabajadora (sin llegar a ser del todo marginal). La única que recuerdo que daba un poco el cante en este sentido era una tal Eva (nombre que, junto con Raqueles, Mónicas, Rosas, Susanas, Martas o Elenas poblaban las concurridas aulas de entonces). Nunca repetía conjunto; es más, al volver por la tarde, se solía haber cambiado de ropa. De pares de zapatos, seguramente pasaría de la treintena, y por no repetir no repetía ni peinado: cuando no era la melena suelta con dos trencitas laterales a modo de princesa medieval, eran dos rodetes dignos de la dama de Elche o unos tirabuzones que hubieran envidiado las hermanas de
Mujercitas. Lo que más me intrigaba era dónde podía caber tanta ropa, por no hablar de los cientos de pendientes, colgantes y pulseras.
Para un esteta como yo, el despliegue de elementos ornamentales era un atentado a la atención, y, visto a posteriori, una desigualdad indecente.
Eso si:
una asistenta que venía a limpiar a casa nos contó una vez que la madre siempre pedía en la carnicería de las piezas más baratas, además de "bofe, para el gato" (que por lo visto no tenia). Un día el carnicero le gritó "¿Qué, bofe para el gato, no?", dejando a la pobre señora avergonzada.
Años después me enteré de que el dinero le venía al padre a través del expolio arqueológico. Ella estudió derecho, y ahora es una gorda del montón.
Pues hasta hace no mucho, yo era de los que decía que "los ricos también lloran, pero de alegría al probar esos manjares" y cosas así. Pero últimamente, a la vista de tantos suicidios, depresiones, peleas familiares... y que muchas de estas situaciones se dan en individuos que llegan sobrados a fin de mes, no se qué pensar. La felicidad está en apreciar lo que se tiene: piernas para andar, un hermano o un amigo que sabes que acudirá.
Eso si, luego te llega un mariconaso como el de este capítulo de Samantha, y te jode la teoria: