Libros El hilo de los fragmentos memorables

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Lebrom

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Bueno, en vista de que nadie lo quiere abrir, pues lo hago yo.

Para abrir boca, el comienzo de "Cita con Rama" de Arthur C. Clarke
Más temprano o más tarde, tenía que suceder. El 30 de junio de 1908 Moscú escapó de la destrucción por tres horas y cuatro mil kilómetros, un margen invisiblemente pequeño para las normas del universo. El 12 de febrero de 1947 otra ciudad rusa se salvó por un margen aún más estrecho, cuando el segundo gran meteorito del siglo veinte estalló a
menos de cuatrocientos kilómetros de VIadivostok provocando una explosión que rivalizaba con la bomba de uranio recientemente inventada.
En aquellos días nada habla que los hombres pudieran hacer para protegerse de las últimas descargas al azar del bombardeo cósmico que alguna vez marcó la cara de la Luna. Los meteoritos de 1908 y 1947 se abatieron sobre regiones desiertas; pero hacia fines del siglo veintiuno no quedaba región alguna en la Tierra que pudiera ser utilizada sin peligro para la práctica celeste de tiro al blanco. La raza humana se habla extendido de polo a polo. Y así, inevitablemente...
A las 9.46 (meridiano de Greenwich) de la mañana del 11 de septiembre, en el verano excepcionalmente hermoso del año 2077, la mayor parte de los habitantes de Europa vieron aparecer en el cielo oriental una deslumbrante bola ígnea. En cuestión de segundos se tornó más brillante que el sol y al desplazarse en el cielo -al principio en completo silencio- iba dejando detrás una ondulante columna de polvo y humo.
En algún punto sobre Austria comenzó a desintegrarse produciendo una serie de explosiones, tan violentas que más de un millón de personas quedaron con los oídos dañados para siempre. Estas fueron las afortunadas.
Desplazándose a cincuenta kilómetros por segundo, un millón de toneladas de roca y metal cayó sobre las llanuras al norte de Italia y destruyó con una llamarada de segundos la labor de siglos. Las ciudades de Padua y Verona fueron barridas de la faz de la Tierra; y las últimas glorias de Venecia se hundieron para siempre en el mar cuando las aguas del Adriático avanzaron atronadoras hacia tierra después de aquel golpe fulminante venido del espacio.
Seiscientas mil personas murieron, y el daño material se calculó en más de un trillón de dólares. Pero la pérdida que significó para el arte, la historia, la ciencia-para el género humano en general por el resto de los tiempos estaba más allá de todo cálculo. Era como si una gran guerra hubiese estallado y se hubiese perdido en una sola mañana, y pocos pudieron sentir algún placer por el hecho de que, mientras el polvo de la destrucción se
depositaba, el mundo entero presenció durante meses los más espléndidos amaneceres y ocasos que se recordaban desde el Krakatoa.

Un capítulo de "La caligrafía secreta", lo puse en el otro hilo, pero nunca está de más recordarlo.

Y ante nuestros ojos apareció la primera letra del alfabeto adánico.

Era un signo dibujado a pincel con tinta china, una línea curvada sobre sí misma formando un doble bucle espiral. En realidad, se trataba de un diseño muy simple, pero resultaría inútil intentar describirlo pues, pese a su sencillez, había un mundo de matices en cada línea, en cada curvatura, en cada variación del grosor del trazo.

Al principio me pareció un simple garabato sin sentido, pero casi al instante descubrí que había algo familiar en él. No es que creyera haberlo visto antes, pues estaba seguro de no haber contemplado jamás nada semejante, más bien era como si lo conociese desde siempre, como si formara parte de mí, pero nunca, hasta entonces, lo hubiera advertido. Fascinado, recorrí lentamente con la mirada la armoniosa declinación de los trazos, deslizándome por la geometría de sus líneas y saboreando, como si de un manjar visual se tratase, el exquisito equilibrio de sus proporciones. No me di cuenta, pero estaba hechizado, igual que un ratón atrapado por la magnética mirada de una serpiente.

Poco a poco, el sentido del tiempo se fue difuminando hasta desvanecerse, simultáneamente, el espacio que me rodeaba se contrajo, concentrándose en aquel signo, como si todo lo demás hubiera dejado de existir. Entonces, muy débilmente al principio, comencé a escuchar un sonido, una voz diciendo: <aa-uu-mm>. Más tarde, mi maestro me contó que era un sonido similar al de OM, la sílaba sagrada del hinduismo, aunque en realidad esa sílaba sólo era un mero remedo del sonido que ahora estaba escuchando, el reflejo de un reflejo, una imagen deformada, pues estoy seguro de que nadie jamás había emitido un sonido semejante.

Pero ¿quién lo pronunciaba? No yo, desde luego, ni don Lázaro, en realidad, no sonaba en ninguna parte, salvo en el interior de mi mente. Por inexplicable que resulte, aquella letra no era un mero símbolo, sino sonido transmutado en grafía. Ver aquel signo era exactamente lo mismo que oírlo.

El sonido, un retumbo grave y profundo, fue creciendo progresivamente en mi cabeza, hasta envolverme por completo. Lo sentía en la piel, en los huesos, en las tripas, en las venas, en los ojos, en los nervios, yo era ese sonido, pura vibración, ondas de energía, luz y oscuridad. Aquella voz lo abarcaba todo, lo contenía todo, era todo.

De pronto, mi conciencia se elevó vertiginosamente, expandiéndose en todas direcciones, como si explotase conservando al tiempo su integridad. El sonido se convirtió en un clamor y entonces sentí, en lo más profundo de mi esencia, la descomunal masa del planeta desplazándose en el firmamento, girando sobre sí misma al tiempo que describía una órbita levemente elíptica en torno al Sol.

Yo seguía estando ahí, en el salón, junto a mi maestro, pero simultáneamente era el planeta, cada roca, cada gota de lluvia, cada penacho de humo, cada planta, cada pájaro del cuelo, cada soplo de brisa, cada pez del océano, y también era el mar, y las nubes, y el magma que fluía viscoso bajo la corteza terrestre, y el núcleo metálico que giraba veloz en lo más profundo de las entrañas de La Tierra. No es que lo viese, ni que lo discerniese de algún modo sobrenatural; es que yo era todo eso. Lo sentía igual que siento la mano que sostiene esta pluma o el corazón que palpita en mi pecho mientras escribo. Es cierto que no advertía los detalles, no lo percibía todo, en realidad, sólo experimentaba la masa y el movimiento de cada átomo que conformaba el planeta, pero eso ya era en sí suficientemente abrumador.

Una fluctuación del sonido lo hizo descender por la escala de los graves y, súbitamente, un nuevo salto cambió la magnitud de mi perspectiva. Ahora era el Sol, era su masa monstruosa, era una tormenta de llamaradas, era un crisol transmutando los elementos, era pura energía. Y seguía siendo la Tierra en su órbita, con la Luna girando alrededor, y era el rojo fulgor de Marte, y el blanco destello de Venus, y la titánica danza de Júpiter con su cortejo de lunas, era todos los planetas, era un enjambre de enormes rocas, era un tapiz de cometas, era cada cuerpo del sistema solar, era el Sistema Solar.

El sonido de OM se volvió más grave aún y de nuevo me impulsé en todas direcciones, hasta abarcar un grupo de estrellas trabadas por lazos de gravedad. Y fui cada estrella, y cada planeta, y cada mota de polvo flotando en el vacío.

Un súbito y vertiginoso impulso amplió la escala de mi percepción, proyectándome hacia una espiral lenticular de astros que giraba sobre su eje como un descomunal torbellino de gas, hielo, roca y fuego. Mi mente se entrelazó con cien mil millones de estrellas y fui la Galaxia, fui un pozo de gravedad, fui un gigante gaseoso, fui una hoja arrastrada por la brisa, fui una lágrima de dolor, fui una partícula microscópica saltando de un nivel a otro de energía.

OM se volvió tan grave que ya no podía oírlo, aunque lo sentía vibrando muy en mi interior, en las vísceras y el tuétano de los huesos. El siguiente salto abarcó el universo entero, pero no puedo describir lo que experimenté, pues las palabras no están concebidas para expresar algo como eso. Ya no pensaba ni sentía, mi identidad se había fragmentado hasta fundirse con el cosmos.

De repente, sin solución de continuidad, la gloria del universo desapareció, incluso el sonido de OM dejó de reverberar. Y quedó la nada, una nada absoluta donde no existía ni materia, ni tiempo, ni dimensiones. Eso duró una eternidad, o una fracción de segundo. ¿Cómo medir lo que no existe?

Poco a poco, de forma apenas audible al principio, pero incrementándose a una velocidad vertiginosa, el sonido comenzó a vibrar de nuevo, y creció, y creció, y creció hasta estallar, convirtiéndose en un cegador relámpago de luz y energía.
Y supe que estaba asistiendo al acto de la creación.

Entonces, don Lázaro tendió una mano, cogió el papel donde estaba inscrita la letra adánica y lo arrugó con gesto crispado. Al desaparecer el signo OM de mi vista y regresar bruscamente a la realidad cotidiana, sentí una abrumadora frustración y quise gritar, arrebatarle el papel y contemplar de nuevo aquel símbolo prodigioso, pero estaba agotado, vacío, muerto por dentro, y de pronto me eché a llorar sin poder contenerme, pues la experiencia que acababa de vivir sobrepasaba con mucho los límites de la cordura.

No sé cuánto tiempo estuve sollozando desconsoladamente. Al cabo de un rato, noté la mano de don Lázaro acariciándome la cabeza. Me enjugué las lágrimas con el antebrazo y contemplé el rostro de mi maestro, sus ojos, igual que los míos, estaban enrojecidos por el llanto.

También quería poner un fragmento de "El lobo-hombre" de Boris Vian, ya que estaban hablando de él últimamente, lo tenía en un bloc de notas pero no lo encuentro.
 
Un retazo de García Márquez en "La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su desalmada abuela"

Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, empezaron a caer unas gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y edurecieron las cenizas humeantes de la mansión. La gente del pueblo, indios en su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su fortuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intáctas entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.
-Mi pobre niña-suspiró-. No te alcanzará la vida para pagarme este percance.
Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque pagaba abuen precio la virginidad. Ante la expectativa impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una austeridad científica: consideró la fuerza de sus muslos, el tamaño de sus senos, el diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su valor.
-Todavía está muy biche -dijo entonces-, tiene teticas de perra.
Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras el dictamen. Eréndira pesaba 42 kilos.
No vale más de cien pesos -dijo el viudo.
La abuela se escandalizó.
- ¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! -casi gritó-. No hombre, eso es mucho faltarle el peso a la virtud.
Hasta ciento cincuenta -dijo el viudo.
- La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos -dijo la abuela-. A este paso le harían falta como doscientos años para pagarme.
- Por fortuna -dijo el viudo- lo único bueno que tiene es la edad. (....)
 
Palabras de Eduardo Galeano puestas en boca de Dios.
Decepción, fatalismo y ternura en un solo fragmento.

"Lástima que Adán fuera tan bruto. Lástima que Eva fuera tan sorda. Y lástima que yo no supe hacerme entender.
Adán y Eva eran los primeros seres humanos que de mi mano nacían, y reconozco que tenían ciertos defectos de estructura, armado y terminación. Ellos no estaban preparados para escuchar, ni para pensar. Y yo. bueno, quizá yo no estaba preparado para hablar. Antes de Adán y Eva, nunca había hablado con nadie. Yo había pronunciado bellas frases, como Hágase la luz, pero siempre en soledad. Así que aquella tarde, cuando me encontré con Adán y Eva a la hora de la brisa, no fui muy elocuente. Me faltaba práctica.
Lo primero que sentí fue asombro. Ellos acababan de robar la fruta del árbol prohibido, en el centro del paraíso. Adán había puesto cara de general que viene de entregar la espada y Eva miraba al suelo, como contando hormigas. Pero los dos estaban increíblemente jóvenes y bellos y radiantes. Me sorprendieron. Yo los había hecho: pero no sabía que el barro podía ser luminoso".

Eduardo Galeano - Libro de los Abrazos
 
Un mes después, no habiendo conseguido que la esposa se quitara el camisón, se fue a hacer el retrato de Petra Cotes vestida de reina. Más tarde cuando logró que Fernanda regresara a la casa, ella cedió a sus apremios en la reconciliación, pero no supo proporcionarle el reposo con que él soñaba cuando fue a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios. Aureliano Segundo sólo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación. Una noche, antes de que naciera el primer hijo, Fernanda se dio cuenta de que su marido había vuelto en secreto al lecho de Petra Cotes.
-Así es -admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación-: tuve que hacerlo para que siguieran pariendo los animales.
Le hizo falta un poco de tiempo para convencerla de tan peregrino expediente, pero cuando por fin lo consiguió, mediante pruebas que parecieron irrefutables, la única promesa que le impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así continuaron viviendo los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo puntual y cariñoso con ambas, Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
El pacto no logró, sin embargo, que Fernanda se incorporara a la familia. En vano insistió Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se levantaba cuando había hecho el amor, y que provocaba los cuchicheos de los vecinos. No logró convencerla de que utilizara el baño, o el becque nocturno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción viciosa, y con su hábito de usar un eufemismo para designar cada cosa, que siempre hablaba delante de ella en jerigonza.
-Esfetafa-decía esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa mifierfedafa.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Amaranta, y ella no usó eufemismos para contestarle.
-Digo -dijo- que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.

"Cien años de soledad" García Márquez.
 
«Amigo mío -me confió-, el tiempo pasa y no trabaja a mi favor... Mi conciencia es inaccesible a los remordi¬mientos, estoy libre, ¡gracias a Dios!, de esas timideces... No son los crímenes los que cuentan en este mundo... Hace tiempo que se ha renunciado a eso... Son las meteduras de pata... Y yo creo haber cometido una... Del todo irremediable...»

«¿Al robar las conservas?»

«Sí, me creí astuto al hacerlo, ¡imagínese! Para subs¬traerme a la contienda y de ese modo, cubierto de ver¬güenza, pero vivo aún, volver a la paz como se vuelve, extenuado, a la superficie del mar, tras una larga zambulli¬da... Estuve a punto de lograrlo... Pero la guerra dura de¬masiado, la verdad... A medida que se alarga, ningún indi¬viduo parece lo bastante repulsivo para repugnar a la Patria... Se ha puesto a aceptar todos los sacrificios, la Pa¬tria, vengan de donde vengan, todas las carnes... ¡Se ha vuelto infinitamente indulgente a la hora de elegir a sus mártires, la Patria! En la actualidad ya no hay soldados indignos de llevar las armas y sobre todo de morir bajo las armas y por las armas... ¡Van a hacerme un héroe! Esa es la última noticia... La locura de las matanzas ha de ser ex¬traordinariamente imperiosa, ¡para que se pongan a per¬donar el robo de una lata de conservas! ¿Qué digo, perdo¬nar? ¡Olvidar! Desde luego, tenemos la costumbre de ad¬mirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su exis¬tencia resulta ser, si se la examina con un poco más de de¬talle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la Historia -y ya sabe que a mí me pagan para conocerla-, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como men¬drugos, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comuni¬dad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de esos delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me com¬prende?... ¿Adonde iríamos a parar? Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranqui¬los, contentos y resignados a diñarla por los siglos de los siglos de miseria y de hambre... Sin embargo, hasta ahora los rateros conservaban una ventaja en la República, la de verse privados del honor de llevar las armas patrióticas. Pero, a partir de mañana, esta situación va a cambiar, a partir de mañana yo, un ladrón, voy a ir a ocupar de nue¬vo mi lugar en el ejército... Ésas son las órdenes... En las altas esferas han decidido hacer borrón y cuenta nueva a propósito de lo que ellos llaman mi "momento de extra¬vío" y eso, fíjese bien, por consideración a lo que también llaman "el honor de mi familia". ¡Qué mansedumbre! Dí¬game, compañero: ¿va a ser, entonces, mi familia la que sirva de colador y criba para las balas francesas y alema¬nas mezcladas?... Voy a ser yo y sólo yo, ¿no? Y cuando haya muerto, ¿será el honor de mi familia el que me haga resucitar?... Hombre, mire, me la imagino desde aquí, mi familia, pasada la guerra... Como todo pasa... Me imagino a mi familia brincando, gozosa, sobre el césped del nuevo verano, los domingos radiantes... Mientras debajo, a tres pies, el papá, yo, comido por los gusanos y mucho más infecto que un kilo de zurullos del 14 de julio, se pudrirá de lo lindo con toda su carne decepcionada... ¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el porvenir verdadero del soldado auténtico! ¡Ah, compañero! ¡Este mundo, se lo aseguro, no es sino una inmensa empresa para cachon¬dearse del mundo! Usted es joven. ¡Que estos minutos de sagacidad le valgan por años! Escúcheme bien, compa¬ñero, y no deje pasar nunca más, sin calar en su importancia, ese signo capital con que resplandecen todas las hipocresías criminales de nuestra sociedad: "el enterneci¬miento ante la suerte, ante la condición del miserable..." Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infeli¬ces, baqueteados por la vida, desollados, siempre empa¬pados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón... Es la señal... Infalible. Por el afecto em¬piezan. Luis XIV, conviene recordarlo, al menos se ca¬chondeaba a rabiar del buen pueblo. Luis XV, igual. Se la chupaba por tiempos, el pueblo. No se vivía bien en aquella época, desde luego, los pobres nunca han vivido bien, pero no los destripaban con la terquedad y el ensa¬ñamiento que vemos en nuestros tiranos de hoy. No hay otro descanso, se lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que sólo pueden pensar en el pueblo por interés o por sadismo... Los fi¬lósofos, ésos fueron, fíjese bien, ya que estamos, quie¬nes comenzaron a contar historias al buen pueblo... ¡Él, que sólo conocía el catecismo! Se pusieron, según procla¬maron, a educarlo... ¡Ah, tenían muchas verdades que revelarle! ¡Y hermosas! ¡Y no trilladas! ¡Luminosas! ¡Des¬lumbrantes! "¡Eso es!", empezó a decir, el buen pueblo, "¡sí, señor! ¡Exacto! ¡Muramos todos por eso!" ¡Lo úni¬co que pide siempre, el pueblo, es morir! Así es. "¡Viva Diderot!", gritaron y después "¡Bravo, Voltaire!" ¡Eso sí que son filósofos! ¡Y viva también Carnot, que organiza¬ba tan bien las victorias! ¡Y viva todo el mundo! ¡Al me¬nos, ésos son tíos que no le dejan palmar en la ignorancia y el fetichismo, al buen pueblo! ¡Le muestran los caminos de la libertad! ¡Lo emancipan! ¡Sin pérdida de tiempo! En primer lugar, ¡que todo el mundo sepa leer los periódi¬cos! ¡Es la salvación! ¡Qué hostia! ¡Y rápido! ¡No más analfabetos! ¡Hace falta algo más! ¡Simples soldados-ciu¬dadanos! ¡Que voten! ¡Que lean! ¡Y que peleen! ¡Y que desfilen! ¡Y que envíen besos! Con tal régimen, no tardó en estar bien maduro, el pueblo. Entonces, ¡el entusiasmo por verse liberado tiene que servir, verdad, para algo! Danton no era elocuente porque sí. Con unos pocos be¬rridos, tan altos, que aún los oímos, ¡inmovilizó en un periquete al buen pueblo! ¡Y ésa fue la primera salida de los primeros batallones emancipados y frenéticos! ¡Los primeros gilipollas votantes y banderólicos que el Dumoriez llevó a acabar acribillados en Flandes! El, a su vez, Dumoriez, que había llegado demasiado tarde a ese juego idealista, por entero inédito, como, en resumidas cuentas, prefería la pasta, desertó. Fue nuestro último mercena¬rio... El soldado gratuito, eso era algo nuevo... Tan nuevo, que Goethe, con todo lo Goethe que era, al llegar a Valmy, se quedó deslumbrado. Ante aquellas cohortes andrajosas y apasionadas que acudían a hacerse destripar espontáneamente por el rey de Prusia para la defensa de la inédita ficción patriótica, Goethe tuvo la sensación de que aún le quedaban muchas cosas por aprender. "¡Desde hoy -clamó, magnífico, según las costumbres de su ge¬nio-, comienza una época nueva!" ¡Menudo! A conti¬nuación, como el sistema era excelente, se pusieron a fa¬bricar héroes en serie y que cada vez costaban menos caros, gracias al perfeccionamiento del sistema. Todo el mundo lo aprovechó. Bismarck, los dos Napoleones, Barres, lo mismo que la amazona Elsa. La religión banderólica no tardó en substituir la celeste, nube vieja y ya desinflada por la Reforma y condensada desde hacía mucho tiempo en alcancías episcopales. Antiguamente, la moda fanática era: "¡Viva Jesús! ¡A la hoguera con los he¬rejes!", pero, al fin y al cabo, los herejes eran escasos y voluntarios... Mientras que, en lo sucesivo, al punto en que hemos llegado, los gritos: "¡Al paredón los salsifíes sin hebra! ¡Los limones sin jugo! ¡Los lectores inocentes! Por millones, ¡vista a la derecha!" provocan las vocacio¬nes de hordas inmensas. A los hombres que no quieren ni destripar ni asesinar a nadie, a los asquerosos pacíficos, ¡que los cojan y los descuarticen! ¡Y los liquiden de trece modos distintos y perfectos! ¡Que les arranquen, para que aprendan a vivir, las tripas del cuerpo, primero, los ojos de las órbitas y los años de su cochina vida babosa! Que los hagan reventar, por legiones y más legiones, figu¬rar en cantares de ciego, sangrar, corroerse entre ácidos, ¡y todo para que la Patria sea más amada, más feliz y más dulce! Y si hay tipos inmundos que se niegan a compren¬der esas cosas sublimes, que vayan a enterrarse en seguida con los demás, pero no del todo, sino en el extremo más alejado del cementerio, bajo el epitafio infamante de los cobardes sin ideal, pues esos innobles habrán perdido el magnífico derecho a un poquito de sombra del monu¬mento adjudicatorio y comunal elevado a los muertos convenientes en la alameda del centro y también habrán perdido el derecho a recoger un poco del eco del minis¬tro, que vendrá también este domingo a orinar en casa del prefecto y lloriquear ante las tumbas después de comer...»
Pero desde el fondo del jardín llamaron a Princhard. El médico jefe lo llamaba con urgencia por mediación de su enfermero de servicio.
«Voy», respondió Princhard y tuvo el tiempo justo para pasarme el borrador del discurso que acababa de en¬sayar conmigo. Un truco de comediante.
No volví a verlo, a Princhard. Tenía el vicio de los in¬telectuales, era fútil. Sabía demasiadas cosas, aquel mu¬chacho, y esas cosas lo trastornaban. Necesitaba la tira de trucos para excitarse, para decidirse.
Ha llovido mucho desde la tarde en que se marchó, ahora que lo pienso. No obstante, me acuerdo bien. Aquellas casas del arrabal que lindaban con nuestro par¬que se destacaban una vez más, bien claras, como todas las cosas, antes de que caiga la noche. Los árboles crecían en la sombra y subían a reunirse con la noche en el cielo.
Nunca hice nada por tener noticias suyas, por saber si había «desaparecido» de verdad, aquel Princhard, como dijeron una y otra vez. Pero es mejor que desapareciera.


Se puso a llover de nuevo, los campos de Flandes cho¬rreaban de agua sucia. Seguí largo rato sin encontrar a nadie, sólo el viento y poco después el sol. De vez en cuando, no sabía de dónde, una bala, así, por entre el sol y el aire, me buscaba, juguetona, empeñada en matarme, en aquella soledad, a mí. ¿Por qué? Nunca más, aun cuando viviera cien años, me pasearía por el campo. Lo juré.
Mientras seguía adelante, recordaba la ceremonia de la víspera. En un prado se había celebrado, esa ceremonia, detrás de una colina; el coronel, con su potente voz, ha¬bía arengado el regimiento: «¡Ánimo! -había dicho-. ¡Ánimo! ¡Y viva Francia!» Cuando se carece de imagina¬ción, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria. Era mi opinión. Nunca había comprendido tantas cosas a la vez.



Louis Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.
 
The so-called ‘psychotically depressed’ person who tries to kill herself doesn't do so out of quote ‘hopelessness’ or any abstract conviction that life's assets and debits do not square. And surely not because death seems suddenly appealing. The person in whom Its invisible agony reaches a certain unendurable level person will kill herself the same way a trapped person will eventually jump from the window of a burning high-rise. Make no mistake about people who leap from burning windows. Their terror of falling from a great height is still just as great as it would be for you or me standing speculatively at the same window just checking out the view; i.e. the fear of falling remains a constant. The variable here is the other terror, the fire's flames: when the flames get close enough, falling to death becomes the slightly less terrible of two terrors. It's not desiring the fall; it's terror of the flame yet nobody down on the sidewalk, looking up and yelling ‘Don‘t!’ and ‘Hang on!’, can understand the jump. Not really. You'd have to have personally been trapped and felt flames to really understand a terror way beyond falling

David Foster Wallace. La broma infinita.


Perdonad que os lo ponga en inglés, pero no he encontrado el fragmento en español y no me apetecía ponerme a copiarlo del libro ahora. Espero que os guste igualmente.
 
"Filosofía en el tocador" Marqués de Sade.

En primer lugar, mientras me acueste con mi marido y reciba su semen en el fondo de mi matriz y al mismo tiempo mantenga relaciones con otros diez hombres, aquel no tendrá modo de comprobar que ese niño que va a nacer no le pertenece; puede o no ser suyo, y en caso de duda jamás puede, ni debe tener, ningún escrúpulo en reconocer a esa criatura (puesto que ha contribuído a su existencia). Desde el momento en que puede ser suya la paternidad de ese nuevo ser, éste le pertenece, y todo hombre que viva infelizmente atormentado por la sospecha respecto de este tema, lo estaría igualmente si su esposa fuera una vestal, porque es imposible garantizar la conducta de una mujer, y bien puede ocurrir que aquélla que ha sido sensata durante diez años pueda dejar de serlo un buen día. En consecuencia, si este esposo es desconfiado, lo será en todos los casos: entonces jamás podrá estar seguro de que el niño que tiene en sus brazos sea realmente suyo. Bien, si puede desconfiar en todas las ocasiones que se le presenten, no hay inconveniente alguno en justificar sus sospechas algunas veces; ello no tendría ninguna incidencia en su estado de felicidad o de desdicha moral. Entonces, tanto más vale que así sea.
 
Lo más terrible para Caín es no saber por qué Dios rechaza sus ofrendas y acepta las de Abel. No adivinar qué le dice cuando lo amonesta rudamente: "Si obraras bien, andarías erguido, mientras que si no obras bien estará el pecado a tu puerta", ni qué le insinúa cuando añade: "Cesa, que tu hermano siente apego por ti y tú debes dominar a tu hermano". Por más que se esfuerce, Caín no comprende. Pero trata de complacer a Dios. Busca, cambiando todos los días de conducta, aparentar que ha descifrado los mensajes de Dios. Sin embargo Dios siempre se le muestra mohíno y siempre es porque Abel anda de por medio. Ese Dios sibilino convierte a Caín en un hombre desesperado. Finalmente apela a un último recurso. Ama a Abel pero más ama a Dios, y entre Abel y Dios la elección no es dudosa. Elimina, pues, a ese tercero en discordia. Y se sienta a esperar que Dios hable claro.
Marco Denevi - Falsificaciones

Y es que Dios, en ese sentido, exaspera tanto como una mujer.
 
Añado uno que llevé en la firma durante un tiempo... Genial:


-¿No podrías darme una idea de cómo conseguiste entrar en relación con ella?.. -prosiguió Colin.
-Bueno... -dijo Chick-, yo le pregunté si le gustaba JeanSol Partre, y ella me contestó que coleccionaba sus obras...
Entonces yo le dije «yo también», y cada vez que yo le decía algo ella contestaba «yo también», y viceversa... Entonces, al final, para hacer un experimento existencialista, le dije: «Te quiero mucho», y ella dijo: «¡Oh!».
-El experimento falló -dijo Colin.
-Sí -dijo Chick-. Pero de todas formas no se marchó. Entonces le dije: «Yo voy por aquí», y ella dijo: «Yo no», y añadió: «Yo voy por aquí».
-Extraordinario -dijo Colin.
-Bueno, entonces yo dije: «Yo también» -añadió Chick- Y me fui con ella a todas partes...

Boris Vian, La espuma de los días.
 
Observé el rostro de Demian y descubrí no sólo que no tenía cara de niño, sino que su rostro era el de un hombre; y aún más, me pareció ver o sentir que tampoco era la cara de un hombre, sino algo distinto. Era como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino, ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes a las que nosotros vivimos. Los animales suelen tener esa expresión, o los árboles, o las estrellas.
Hermann Hesse - Demian

Ésta es la descripción de un dios.
Y si no lo es, debería serlo.
 
Una muestra de la narración en La espuma de los días. Vian no es una maestro de las letras pero quizá sí un maestro de la improvisación:

- ¿ Vas a volver a verla? -preguntó Chick.
Estaban sentados a la mesa ante la última creación de Nicolás, una calabaza con nueces.
-No sé -dijo Colin-. No sé qué hacer. ¿Sabes?, es una chica muy fina y muy educada. La última vez, en casa de Isis, había bebido demasiado champán...
-Pero se sentaba muy bien -dijo Chick-. Es muy guapa. ¡No pongas esa cara! ¿Sabes que he encontrado hoy una edición de La elección posible antes de la arcada de Partre, en papel higiénico no precortado? -Pero, ¿de dónde sacas tú tanto dinero? -dijo Colin.
Chick se entristeció.
-Me cuesta muy caro, pero no puedo prescindir de ello -dijo-. Tengo necesidad de Partre. Soy coleccionista. Necesito todo lo que ha hecho.
-Pero si no para -dijo Colin-. Publica por lo menos cinco artículos cada semana...
- Ya lo sé -contestó Chick.
Colin le hizo tomar más calabaza.
-¿Cómo podría volver a ver a Chloé? -dijo.
Chick le miró y sonrió.
-La verdad es que te doy la lata con mis historias de JeanSol Partre. Estoy completamente dispuesto a ayudarte...
¿Qué tengo que hacer?
-Es horrible -dijo Colin-. Estoy desesperado y a la vez soy horriblemente feliz. Resulta muy agradable desear algo hasta ese punto.
»Me gustaría -continuó- estar tumbado sobre una hierba un poco tostada, con tierra seca y sol, ¿me entiendes?, hierba amarilla como paja, y crujiente, con montones de bichitos y musgo seco también. Se tumba uno boca abajo y se mira. Hace falta un seto con piedras y árboles retorcidos, y hojitas. Hace mucho bien.
-Y Chloé -dijo Chick.
-Y Chloé, naturalmente -repuso Colin-. Chloé en espíritu.
Quedaron callados algunos instantes. Una jarra aprovechó la ocasión para emitir un sonido cristalino que reverberó en las paredes.
-Toma un poco más de vino de Sauternes -dijo Colin.
-Sí, bueno -dijo Chick-. Gracias.
Nicolás trajo el plato siguiente: pan de piña con crema de naranja.
-Gracias -dijo Colin-. Nicolás, a su juicio, ¿qué puedo hacer para volver a ver a una chica de la que estoy enamorado?
-Dios mío, señor -dijo Nicolás-, evidentemente puede darse el caso... He de confesar al señor que a mí no me ha sucedido nunca.
-Está claro -dijo Chick-. Usted tiene el mismo tipo que Johnny Weissmüller. Pero eso no es el caso general.
-Agradezco al señor esa apreciación que me llega a lo más hondo -dijo Nicolás-. Yo aconsejo al señor -prosiguió, dirigiéndose a Colin- que trate de recoger, por conducto de la persona en casa de la cual ha conocido a la chica cuya presencia parece faltar al señor, ciertas informaciones sobre las costumbres y amistades de esta última.
-Pese a la complejidad de los giros que emplea usted, Nicolás, creo que ésa es, en efecto, una posibilidad. Pero, ¿sabe usted una cosa?, cuando se está enamorado, uno se vuelve idiota. Por esa razón no le he dicho a Chick que se me había ocurrido eso mismo hace mucho tiempo.
Nicolás se volvió a la cocina.
- Este muchacho no tiene precio -dijo Colin.
-Sí -dijo Chick -, cocina muy bien.
Bebieron un poco más de Sauternes. Nicolás volvía trayendo una enorme tarta.
- Aquí tienen los señores un postre suplementario -dijo.
Colin cogió un cuchillo, pero, cuando iba a cortar la superficie virgen, se detuvo.
-Es demasiado hermosa -dijo-o Vamos a esperar un poco.
-La espera -dijo Chick - es un preludio en tono menor.
-¿Qué te hace hablar así? -dijo Colin.
Tomó la copa de Chick y la llenó con un vino dorado, denso y móvil como éter pesado.
-No lo sé -repuso Chick-. Ha sido una idea repentina.
-¡Pruébalo! -dijo Colin.
Vaciaron las copas al mismo tiempo.
-¡Es tremendo!... -dijo Chick, y sus ojos se pusieron a brillar con destellos rojizos que se encendían y se apagaban.
Colin se apretaba el pecho.
-Es algo mejor todavía -dijo-. No se parece a nada conocido.
Eso no tiene la menor importancia -señaló Chick-. Tú tampoco te pareces a nada conocido.
-Tengo la seguridad de que, si bebemos lo suficiente de este vino, Chloé vendrá inmediatamente -dijo Colin.
-¡De eso no hay la menor prueba en absoluto! -dijo Chick.
-Me estás provocando -dijo Colin, acercando su copa.
Chick llenó las dos copas.
-¡Espera! -dijo Colin.
Apagó la lámpara del techo y la lamparita que iluminaba la mesa. Sólo brillaba, en un rincón, la luz verde del icono escocés delante del cual Colin solía meditar.
-¡Oh!... -murmuró Chick.
A través del cristal, el vino relucía con un resplandor fosforescente e incierto que parecía emanar de una miríada de puntos luminosos de todos los colores.
-Bebe -dijo Colin.
Bebieron los dos. El resplandor quedaba adherido a sus labios. Colin volvió a encender las luces. Parecía dudar si quedarse de pie.
-Una vez al año no hace daño -dijo-o Creo que podríamos terminamos la botella.
- ¿Y si cortáramos la tarta? -dijo Chick.
Colin cogió un cuchillo de plata y se puso a trazar una espiral sobre la blancura pulida de la tarta. De repente, se detuvo y miró su obra con sorpresa. Voy a probar una cosa -dijo.
Tomó una hoja de acebo del ramo de la mesa y, con una mano, asió la tarta. Haciéndola girar rápidamente sobre la punta del dedo, colocó, con la otra mano, una de las puntas del acebo en la espiral.
-¡Escucha!... -dijo.
Chick escuchó. Era la canción Chloé en la versión arreglada por Duke Ellington.
Chick miró a Colin. Estaba tremendamente pálido.
Chick le quitó el cuchillo de la mano y lo hincó con ademán firme en la tarta. La cortó en dos y, dentro de la tarta, vieron que había un nuevo artículo de Partre para Chick y una cita con Chloé para Colin.



Uno de mis párrafos favoritos de la misma obra:


El profesor la auscultaba. Se levantó.
-Está bien -dijo-. Evidentemente, eso ha dejado secuelas.
-¿Ah, sí? -dijo Chloé.
-Sí -dijo el profesor-. En la actualidad tiene usted un pulmón completamente inutilizado, o casi.
-¡Bueno -dijo Chloé-, no me importa mientras funcione el otro!
-Si coge usted algo en el otro, su marido lo pasará mal -dijo el profesor.
- ¿Y yo no? -preguntó Chloé.
- Usted ya no -dijo el profesor.
Se levantó.
-No quiero asustarles sin necesidad, pero tengan mucho cuidado.
-Yo ya tengo mucho cuidado -dijo Chloé.
Sus ojos se agrandaron. Se pasó una mano tímidamente por el pelo.
-¿Qué puedo hacer para estar segura de no coger nada más? -dijo, y su voz casi lloraba.
-No se preocupe, pequeña -dijo el profesor-. No hay ninguna razón para que coja usted nada.
Miró en torno suyo.
-Me gustaba más su primera casa. El aire era más saludable.
-Sí -dijo Colin-. pero no es culpa nuestra...
-¿A qué se dedica usted en la vida? -preguntó el profesor.
-Aprendo cosas -dijo Colin-. Y amo a Chloé
.
 
Interesantes fragmentos los que habéis escogido para engancharnos a la lectura de vuestras obras favoritas ;)
(Rubén creo que me voy a hacer con el de B.Vian que parece gustarte tanto)

Y Rubén, otra cosa: cómo abro un casillero para introducir los párrafos elegidos? (casillero, ventana, caja, como se llame)
 
Cuando estás en la ventana de respuesta verás que hay muchos botones arriba. Hay uno que tiene la forma del típico bocadillo de diálogo de cómic, lo presionas y aparece esta fórmula:

ROJO[/QUOTE ]


Introduce el texto seleccionado entre los dos corchetes centrales como te pongo la palabra en rojo y ya está. O bien puedes seleccionar el texto a enmarcar y, con el texto seleccionado, presionar el símbolo del bocadillo.
 
(explicación)
vielen Dank ;)



Un fragmento de "El gran Gatsby", de uno mis escritores favoritos, F.Scott Fitzgerald:

En las noches de verano se oía música en la casa de mi vecino.
En sus azules jardines, hombres y mujeres iban y venían, semejantes a polillas, entre los susurros, el champán y las estrellas. Por las tardes, a la hora de la marea alta, contemplaba a sus huéspedes zambullirse desde el trampolín de su piscina, o tomar el sol en la cálida arena de su playa, en tanto que sus dos lanchas a motor cortaban las aguas del Sound arrastrando, sobre cataratas de espuma, veloces acuaplanos. En los fines de semana, su Rolls Royce se convirtió en ómnibus, transportando gente desde o hacia la ciudad, a partir de las nueve de la mañana y hasta mucho después de medianoche, mientras su rubia corría, cual dinámico insecto amarillo, a recibir todos los trenes. Y los lunes, ocho criados, incluyendo un jardinero extra, trabajaban todo el día, con bayetas, cepillos, martillos y tijeras de jardín, reparando los destrozos de la noche anterior.


Creo que la primera noche que acudí a casa de Gatsby, era yo uno de los pocos que habían sido verdaderamente invitados. La gente no estaba invitada; acudía por las buenas. Se metían en automóviles que les llevaban a Long Island y, de una manera u otra, acababan en la puerta de Gatsby. Una vez allí, eran introducidos por alguien que conocía a Gatsby, y después se conducían de acuerdo con las reglas de conducta adecuadas a un parque de diversiones. A veces iban y venían sin haberle conocido. Acudían a las fiestas con una sencillez de corazón que era su propio billete de entrada.
Yo había sido realmente invitado. Un chófer, con uniforme azul cobalto, cruzó mi césped a primera hora de la mañana de aquél sábado, portador de una nota sorprendentemente ceremoniosa de su patrón: el honor sería de Gatsby, decía, si aquella noche asistía a su pequeña fiesta.





¿no os huele a verano, a hierba recién cortada, a rayos de sol calentando la cara, a dolce far niente, música de gramófono con un "Summertime" tocado por Charlie Parker de fondo, a horas de siesta, y una copa hasta arriba de hielo esperándoos en la mesa del porche...?
 
La dedicatoria de El Principito

"A LEÓN WERTH
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una disculpa muy seria: Esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo otra disculpa: Esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños. Y aún tengo una tercera disculpa: Esta persona mayor vive en Francia donde pasa hambre y frío. Tiene, por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. Si no bastaren todas estas disculpas, quiero entonces dedicar este libro al niño que fué hace tiempo esta persona mayor. Todas las personas mayores han comenzado por ser niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, por consiguiente, mi dedicatoria:

A LEÓN WERTH cuando era niño"

Borges, en el cuento "La casa de Asterión"

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera

 
Caótico Fanegas rebuznó:
Borges, en el cuento "La casa de Asterión"

Es curioso. Esta misma tarde, sólo hace un par de horas, quería incluir esa historia en el hilo de Arte y literatura, cuando me he dado cuenta de que ya lo hice con anterioridad, no ahí, sino en otro hilo similar del foro Cultura.

Copio el relato completo para quien no la conozca:

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito (1) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. no me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. ( A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el del otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Esto no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá que me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?



El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba un vestigio de sangre.

- ¿Lo creerás, Ariadna? - dijo Teseo -. El minotauro apenas se defendió.
 
"¿Conoces el caso del esquizofrénico paranoico que, convencido de que era Napoleón Bonaparte, se avino a someterse a la prueba del detector de mentiras? ... Lo primero que le preguntaron: ¿Es usted Napoleón? Y la respuesta que él dio, seguramente con una sonrisa de malicia: No. Y ellos miran la máquina que, con toda la agudeza de la ciencia moderna, dice que el loco miente."
Salman Rushdie - Los Versos Satánicos
 
Nadie puede aconsejarlo ni ayudarlo, nadie. Solamente existe una manera: entre en si mismo. Descubra el fundamento que lo lleva a escribir; investigue si tiene raíces en el lugar mas profundo de su corazón; reconozca si para usted sería necesaria la muerte en caso de ser privado de escribir. Esto ante todo: pregúntese en la hora mas callada de la noche: ¿debo escribir?. Busque en lo mas profundo de si mismo la respuesta. Y si esta es afirmativa, si enfrenta esta grave pregunta con un seguro y sencillo "debo", siendo así, edifique su vida conforme a tal necesidad: su vida, aún en la hora mas insignificante y pequeña, debe ser signo y testimonio de ese acto. Entonces, trate de expresar como el hombre primigenio lo que ve y siente, lo que ama y pierde. No escriba poesías de amor; sobre todo, apártese de las formas demasiado comunes y que se encuentran con facilidad: son las mas difíciles, porque se necesita mucha madurez para aportar algo propio donde existen en cantidades buenas y, en parte, sobresalientes tradiciones. Por tal motivo, líbrese de los motivos generales y tome los que le ofrece su diario devenir. Muestre sus tristezas y deseos, los pensamientos que acuden a su muerte y su fe en algo bello; muestre todo eso con profunda sinceridad interior, serena, sumisa, y para expresarse, use los objetos de su entorno, imágenes de sus sueños y las cosas esenciales de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese a usted mismo, reconozca que no es lo suficiente poeta para encontrar en ella sus riquezas. En los creadores no cabe la pobreza, ni los lugares pobres e indiferentes. Y aunque usted estuviera en una cárcel sin poder percibir los rumores del mundo exterior, ¿no tendría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, grandiosa, fuente inagotable de recuerdos?. Regrese a ella su mirada. Intente aflorar las brumosas sensaciones de tan inmenso pasado; se fortalecerá su personalidad, se acrecentará su soledad y se hará un lugar a la sombra, en el cual, el estrépito de los otros pasa de largo y lejano. Y si de ese regreso a lo interior, de ese adentrarse a su propio mundo brotan versos, no acuda a nadie para saber si sus versos son "buenos".


Cartas a un joven poeta, Rainer M. Rilke.
 
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

Julio Cortázar, Rayuela.
 
Hay un momento preciso del beso que Cortázar cita en ese fragmento de forma velada. Hablo de cuando en un beso prolongado notas que la saliva deja de pertenecerte y se renueva, de cómo la saliva acude fresca a las bocas, sin sabor, pura. Tu boca deja de saber a ti, su boca deja de saber a ella, y no sabes bien dónde nace toda esa frescura. Es jodidamente perfecto.
 
Los fragmentos más LOL que recuerdo de Trópico de Cáncer:

Henry Miller rebuznó:
¡Oh, Tania! ¿Dónde estarán ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo un hueso en la picha de quince centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del coño, Tania, hinchado de semen. Te voy a enviar a casa con tu Sylvester con dolor en el vientre y una matriz vuelta del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Disparo dardos ardientes a tus entrañas, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He dejado un poco más anchas las orillas. He alisado las arrugas. Después de mí, puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si te apetece, o templar una cítara a través de tu ombligo. Te estoy jodiendo, Tania, para que permanezcas jodida. Y si tienes miedo a que te jodan en público, te joderé en privado. Te arrancaré algunos pelos del coño y los pegaré a la barbilla de Boris. Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco...

Henry Miller rebuznó:
-Después de eso -ahora el propio Van Norden no puede por menos de sonreír-, después de eso, fíjate bien, me dice que ella se sentó en la silla con las piernas levantadas... en pelotas... y que él se sentó en el suelo mirándola, diciéndole lo guapa que estaba... ¿te dijo que parecía un Matisse?... Espera un momento... me gustaría recordar exactamente lo que dijo. Fue una frase muy bonita en la que citó a una odalisca... por cierto, ¿qué cojones es una odalisca? Lo pronunció en francés, por eso es difícil recordar cómo coño dijo... pero sonaba bien. Sonaba exactamente como la clase de cosas que es capaz de decir. Y ella probablemente pensó que era original suya... Supongo que cree que es un poeta o algo así. Pero, oye, eso no es nada... le paso por alto su imaginación. Lo que ocurrió después es lo que me saca de quicio. He estado toda la noche dando vueltas en la cama, jugando con esas imágenes que me dejó en la cabeza. No me lo puedo quitar del pensamiento. Parece tan real, que si no hubiera ocurrido así, podría estrangularlo a ese cabrón. Nadie tiene derecho a inventar cosas así. A no ser que esté enfermo...

A lo que voy es al momento en que, según dice, se arrodilló y con esos flacos dedos suyos le abrió el coño. ¿Recuerdas eso? Dice que ella estaba sentada con las piernas colgando de los brazos del sillón y de repente, según dice, tuvo una ocurrencia. Es fue después de haber echado ya dos polvos... después de haber soltado el discursito sobre Matisse. Va y se arrodilla -¡tú fíjate!- y con los dos dedos... sólo con las puntas de los dedos, fíjate... va y abre los petalitos... tris-tris... como si nada. Un ruidito pegadizo... casi inaudible. ¡Tris-tris! ¡Joder, he estado oyéndolo toda la noche! Y después va y me dice -como si no fuera eso bastante para mí-, va y me dice que hundió la cabeza en su peludo chocho.

Y cuando hizo eso, ella le colgó las piernas del cuello y lo dejó así encerrado, ¡palabra!... ¡Ahí si que me mató! ¡Imagínatelo! ¡Imagínate a una mujer fina y sensible como ésa colgándole las piernas alrededor del cuello! ¡Hay algo ponzoñoso en eso! Es tan fantástico, que parece convincente. Si sólo me hubiera contado lo del champaña y el paseo por el Bois e incluso aquella escena en el balcón, habría podido desecharlo. Pero esto es tan increíble, que ya no parece una mentira. No puedo creer que haya leído algo así en ninguna parte, y no veo qué puede haberle sugerido la idea, a no ser que haya algo de verdad en ella. Ya sabes que con un capullo como ése puede ocurrir cualquier cosa. Puede que no se la follara, pero a lo mejor ella le dejó que le hiciera una pajita... con esas tías ricas no sabes lo que pueden esperar que les hagas.

Henry Miller rebuznó:
-Además se me cae el pelo... y tendría que ir al dentista. Tengo la sensación de estar desintegrándome. Le conté que eres un buen muchacho... Lo harás por mí, ¿eh? Tú no eres delicado, ¿eh? Si vamos a Borneo, no volveré a tener almorranas. Quizá me salga otra cosa... algo peor... fiebre tal vez... o cólera. ¡Qué coño! Es mejor morir de una buena enfermedad de ésas que ir dejándote la vida en un periódico con almorranas en el culo y los botones cayéndosete de los pantalones. Me gustaría ser rico, aunque sólo fuera por una semana, y después ir al hospital con una buena enfermedad, una enfermedad fatal, y tener flores en la habitación y enfermeras bailando á mi alrededor y recibir telegramas. Si eres rico, te cuidan bien. Te lavan con algodón en rama y te peinan. Lo sé muy bien, ¡qué leche! Quizá tuviera suerte y no muriese. Tal vez quedara inválido para toda la vida... puede que quedase paralítico y tuviera que ir sentado en una silla de ruedas. Pero, aun así, me cuidarían igualmente... aunque no me quedase más dinero. Si eres inválido -inválido de verdad-, no te dejan morir de hambre. Y te dan una cama limpia donde acostarte... y te cambian las toallas cada día. En cambio, así a nadie le importas tres cojones, especialmente si tienes trabajo. Creen que un hombre debe estar contento si tiene trabajo. ¿Qué preferirías, ser un inválido toda la vida o tener trabajo... o casarte con una tía rica? Ya veo que preferirías casarte con una tía rica. Sólo piensas en la comida. Pero, suponiendo que te casaras con ella y después no pudieses tener una erección nunca más, es algo que ocurre a veces, ¿qué harías, entonces? Estarías a su merced. Tendrías que comer en su mano, como un perrito de lanas. ¿Te gustaría eso? ¿Eh? ¿O quizá no piensas en esas cosas? Yo pienso en todo. Pienso en los trajes que escogería y en los lugares a los que me gustaría ir, pero también pienso en lo otro. Eso es lo importante. ¿De qué te sirven las corbatas de fantasía y los trajes elegantes, si no puedes tener una erección nunca más? Ni siquiera podrías pegársela... porque la tendrías todo el tiempo en los talones. No, lo mejor sería casarte con ella y después contraer una enfermedad al instante. Pero que no fuera la sífilis. El cólera, pongamos por caso, o la fiebre amarilla. De modo que, si se produjera un milagro y te salvase la vida, quedarías inválido para toda la vida. Entonces no tendrías que preocuparte de follarla nunca más, y tampoco tendrías que preocuparte del alquiler. Probablemente, ella te compraría una buena silla de ruedas con cubiertas de goma y toda clase de palancas y qué sé yo. Tal vez pudieras incluso usar las manos... quiero decir lo suficiente para poder escribir. O podrías tener una secretaria, si vamos a eso. Exactamente: ésa es la mejor solución para un escritor. ¿Para qué quiere uno los brazos y las piernas? No necesitas los brazos ni las piernas para escribir. Necesitas seguridad... paz... protección. Todos esos héroes que desfilan en sillas de ruedas... es una lástima que no sean escritores. Simplemente con que pudiera uno estar seguro de que, al ir a la guerra, sólo perdería las piernas... si pudiese uno estar seguro de eso, por mí que estallara una guerra mañana. Me importarían tres cojones las medallas... podrían guardarse las medallas. Lo único que desearía sería una silla de ruedas y tres comidas al día. Entonces les daría algo para leer, a esos capullos.

Y uno de los fragmentos más perturbadores que recuerdo de Crimen y Castigo: Raskolnikov rememora una escena de maltrato animal en plan efukt o liveleak vivida en la infancia.

Fedor Dostoievski rebuznó:
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora ‑cosa extraña‑ la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
‑¡Subid, subid todos! ‑grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria‑. Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
‑¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
‑¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
‑¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
‑¡Subid! ¡Os llevaré a todos! ‑vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
‑El caballo bayo ‑dice a grandes voces‑ se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
‑Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! ‑exclamó una voz burlona entre la multitud.
‑¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
‑Por lo menos, os llevará a buena marcha.
‑¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
‑¡Dejadme subir también a mí, hermanos! ‑grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
‑¡Sube! ¡Subid! ‑grita Mikolka‑. ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
‑Papá, papaíto ‑exclama Rodia‑. ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
‑Vámonos, vámonos ‑responde el padre‑. Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles... Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de sí, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
‑¡Pegadle hasta matarlo! ‑ruge Mikolka‑. ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
‑¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! ‑grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
‑¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
‑¡Lo vas a matar! ‑vocifera un tercero.
‑¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
‑Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! ‑vocifera Mikolka.
‑¡Cantemos una canción, camaradas! ‑dice una voz en la carreta‑. El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
‑¡El diablo te lleve! ‑vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
‑¡Lo vas a matar! ‑grita uno de los espectadores.
‑Seguro que lo mata ‑dice otro.
‑¿Acaso no es mío? ‑ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
‑¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? ‑gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
‑¡Es duro de pelar! ‑exclama uno de los espectadores.
‑Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora ‑dice otro de los curiosos.
‑¡Coge un hacha! ‑sugiere un tercero‑. ¡Hay que acabar de una vez!
‑¡No decís más que tonterías! ‑brama Mikolka‑. ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
‑¡Cuidado! ‑exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
‑¡Acabemos con él! ‑ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran ‑látigos, palos, estacas‑ y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
‑¡Ya está! ‑dice una voz entre la multitud.
‑Se había empeñado en no galopar.
‑¡Es mío! ‑exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
‑Desde luego, tú no crees en Dios ‑dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
‑Ven, ven ‑le dice‑. Vámonos a casa.
‑Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? ‑gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
‑Están borrachos ‑responde el padre‑. Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.
 
Otro fragmento mítico harto loleante: los Dos Minutos de Odio de "1984":

Cerca de las once y ciento en el Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas de las cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos personas a quienes él conocía de vista, pero a las cuales nunca había hablado. Una de estas personas era una muchacha con la que se había encontrado frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre. pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela. Probablemente - ya que la había visto algunas veces con las manos grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta - tendría alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el «mono» cedido por una estrecha faja roja que le daba varias veces la vuelta a la cintura realzando así la atractiva forma de sus caderas; y ese cinturón era el emblema de la Liga juvenil Anti-Sex. A Winston le produjo una sensación desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía de ella. En realidad, a Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y bonitas porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo más fanático del Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la impresión de ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó aterrado a Winston. Incluso se le había ocurrido que podía ser una agente de la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo, Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la muchacha se hallaba cerca de él, una mezcla de miedo y hostilidad. La otra persona era un hombre llamado O'Brien, miembro del Partido Interior y titular de un cargo tan remoto e importante, que Winston tenía una idea muy confusa de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron acercarse el «mono» negro de un miembro del Partido Interior. O'Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto, brutal, y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales eran bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto - si alguien hubiera sido capaz de pensar así todavía - podía haber recordado a un aristócrata del siglo XVI ofreciendo rapé en su cajita. Winston había visto a O'Brien quizás sólo una docena de veces en otros tantos años. Sentíase fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de O'Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta que quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza - de que la ortodoxia política de O'Brien no era perfecta. Algo había en su cara que le impulsaba a uno a sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su aspecto era el de una persona a la cual se le podría hablar si, de algún modo, se pudiera eludir la telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos sillas., Una mujer bajita y de cabello color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro se sentó detrás de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando.
Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para que pudiera uno alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias algunas personas ignorantes. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa que era una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso utilizando palabras de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que solían emplear los miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás de él desfilaban interminables columnas del ejército de Eurasia, para que nadie interpretase como simple palabrería la oculta maldad de las frases de Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con impasibles rostros asiáticos; se acercaban a primer término y desaparecían. El sordo y rítmico clap-clap de las botas militares formaba el contrapunto de la hiriente voz de Goldstein.
Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día - y cada día ocurría esto mil veces - sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'Brien tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba identificado por completo con la gente que le rodeaba y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran Hermano se transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda que flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra dirección mediante un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos permite separar de la almohada la cabeza para huir de una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta. Sin embargo se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre los espectadores disparando atronadoramente su fusil ametralladora. Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en grandes letras:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
 
Neutral Malvado rebuznó:
Y uno de los fragmentos más perturbadores que recuerdo de Crimen y Castigo: Raskolnikov rememora una escena de maltrato animal en plan efukt o liveleak vivida en la infancia.


Un día llegué borracho al foro y comenté el paralelismo entre esta escena y cierto acontecimiento de tintes míticos del ya en ese momento enfermo Nietzsche. Cuando leí Crimen y castigo me llegó a obsesionar esa similitud.

Pero de ese libro mi escena favorita sigue siendo esta, que aviso que contiene un spoiler importante. Svidrigailov es uno de mis personajes favoritos de siempre:

A su izquierda se alzaba una torre. «He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo menos, tendré un testigo oficial.»

Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio coronado por la torre.

Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo secular en la raza judía.

Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por parecerle extraño que aquel desconocido, que no parecía estar borracho, se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada.

-¿Qué quiere usted? -preguntó ceceando y sin hacer el menor movimiento.

-Nada, amigo mío -respondió Svidrigailov-. Buenos días.

-Siga su camino.

-¿Mi camino? Me voy al extranjero.

-¿Al extranjero?

-A América.

-¿A América?

Svidrigailov sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado arqueó las cejas.

-Oiga, aquí no quiero bromas -ceceó.

-¿Por qué?

-Porque este no es sitio.

-El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he marchado a América.

Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.

-¡Eh, eh! -exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expresión de terror-. Ya le he dicho que éste no es sitio.

Svidrigailov oprimió el gatillo.

Que en su momento también relacioné con otro fragmento de Dostoyevski en Los demonios:

- ¿Qué es, en su opinión, lo que contiene a la gente del suicidio? -inquirí.


Kirílov se miró distraído, cual si tratara de recordar el tema de nuestra conversación




- Yo... yo sé muy poco todavía. Dos prejuicios la contienen, dos cosas, sólo dos: una muy pequeña, y la otra muy grande; pero también la pequeña es muy grande.


- ¿Cuál es la pequeña?
- El dolor.
- ¿El dolor? ¿Estan trascendental el dolor... en este caso?
- Es lo principal. Hay dos géneros: el de los que se suicidan a causa de una pena muy honda, o por ira, o por demencia, o porque todo les da lo mismo... Esos se matan de un golpe. Piensan poco en el dolor, y todo es repentino. En cambio, los que se dan muerte por raciocinio piensan mucho.
- Pero ¿hay quien se mata por raciocinio?
- Muchísimos. De no existir los prejuicios, serían más; muchos más; todos.
- ¿Dice usted todos?

Kirílov no respondió.

- ¿Es que no hay manera de morir sin dolor? -pregunté.
- Imagínese -repuso, deteniéndose ante mí-, imagínese una piedra del tamaño de una enorme casa, que pendiera sobre su cabeza. Si se le cayera encima, ¿le dolería?
- ¿Una piedra del tamaño de una casa? Verdaderamente, da miedo.
- No me refiero al miedo. Le pregunto si le dolería.
- ¿Una piedra como una montaña, de un millón de puds? Naturalmente, no me causaría dolor alguno.
- Bien; pero colóquese de verdad y mientras tenga la piedra sobre la cabeza sentirá usted un miedo horrible, lo cual es doloroso. Hasta el primer científico, hasta el más eminente doctor, todos, todos tendrán miedo. Aunque sepan que el golpe no les dolerá, cada cual se horrorizará pensando que le va a doler.
- Bueno, ¿y cuál es el segundo motivo, el que usted considera grande?
- El otro mundo.
- Es decir, el castigo...
- Da igual. El otro mundo. Sólo el otro mundo.
- ¿Acaso no hay ateos, que no creen en absoluto en la existencia del otro mundo?

Kirílov volvió a guardar silencio.

- ¿Tal vez juzga por sí mismo?
- Nadie puede juzgar más que por sí mismo -profirió, sonrojándose-. La libertad completa existirá cuando sea in¡ndiferente vivir o no vivir. Ése es el fin de todo.
- ¿El fin? Pero es que entonces quizá nadie quiera vivir.
- Nadie -repuso decidido.
- El hombre teme a la muerte porque ama la vida -observé-. Así lo entiendo yo, y así lo tiene ordenado la naturaleza.
- Esa es una ruindad, y ahí está todo el engaño -refulguieron sus ojos-. La vida es dolor, la vida es miedo, y el hombre es un desdichado. Hoy todo es dolor y miedo. El hombre ama la vida porque ama el dolor y el miedo. Y así lo han hecho. La vida se interpreta hoy como dolor y miedo, y ahí reside todo el engaño. El hombre de hoy no es todavía el que debiera ser. Surgurá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. Aquél a quien le dé igual vivir o no vivir será el hombre nuevo. Quien venza el dolor y el miedo a Dios. Y el otro Dios no existirá.
- Luego, según usted, el otro Dios existe.
- No existe, pero existe. Una piedra no encierra dolor, pero el miedo a la piedra sí lo encierra. Dios representa el dolor del miedo a la muerte. Quien venza al dolor y al miedo será Dios. Entonces nacerá una vida nueva, entonces un hombre nuevo, todo nuevo... La historia se dividirá en dos partes: desde el gorila hasta la destrucción de Dios y desde la destrucción de Dios hasta...
- ¿Hasta el gorila?
- Hasta la transformación de la tierra y del hombre físicamente. El hombre será Dios y cambiará físicamente. Y el mundo cambiará, y las cosas cambiarán, y las ideas, y todos los sentimientos. ¿Qué opina usted? ¿Cambiará entonces físicamente el hombre?
- Si va a dar igual vivir o no vivir, todos se suicidarán, y acaso sea ése el cambio que se produzca.
- No importa. Matarán el engaño. Quienquiera que desee la libertad máxima, debe perder el miedo al suicidio. Quien se atreva a darse muerte, descubrirá el enigma del engaño. Más allá de eso no hay libertad; en eso está todo, y más allá no hay nada. Aquel que tenga fuerza para suicidarse será Dios. Cualquiera puede hacer ya que no haya Dios y que no haya nada. Pero nadie lo ha hecho ni una sola vez.
- Ha habido millones de suicidas.
- Pero no con el fin que yo digo; todo ha sido por temor, no para matar el miedo. Quien se suicide con el solo objeto de matar el miedo se convertirá inmediatamente en Dios.
- Puede que no le dé tiempo -objeté.
- Da lo mismo -respondió en voz baja, con serena altanería, punto menos que con desprecio-. Lamento que usted, al parecer, lo tome a broma -añadió tras una pausa de medio minuto.
 
"Mientras las personas son jóvenes y la composición musical de su vida está aún en sus primeros compases, pueden escribirla juntas e intercambiarse motivos (tal como Tomás y Sabina se intercambiaron el motivo del sombrero hongo), pero cuando se encuentran y son ya mayores, sus composiciones musicales están ya más o menos cerradas y cada palabra, cada objeto, significa una cosa distinta en la composición de la una y en la de la otra."
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser

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