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Bueno, en vista de que nadie lo quiere abrir, pues lo hago yo.
Para abrir boca, el comienzo de "Cita con Rama" de Arthur C. Clarke
Un capítulo de "La caligrafía secreta", lo puse en el otro hilo, pero nunca está de más recordarlo.
También quería poner un fragmento de "El lobo-hombre" de Boris Vian, ya que estaban hablando de él últimamente, lo tenía en un bloc de notas pero no lo encuentro.
Para abrir boca, el comienzo de "Cita con Rama" de Arthur C. Clarke
Más temprano o más tarde, tenía que suceder. El 30 de junio de 1908 Moscú escapó de la destrucción por tres horas y cuatro mil kilómetros, un margen invisiblemente pequeño para las normas del universo. El 12 de febrero de 1947 otra ciudad rusa se salvó por un margen aún más estrecho, cuando el segundo gran meteorito del siglo veinte estalló a
menos de cuatrocientos kilómetros de VIadivostok provocando una explosión que rivalizaba con la bomba de uranio recientemente inventada.
En aquellos días nada habla que los hombres pudieran hacer para protegerse de las últimas descargas al azar del bombardeo cósmico que alguna vez marcó la cara de la Luna. Los meteoritos de 1908 y 1947 se abatieron sobre regiones desiertas; pero hacia fines del siglo veintiuno no quedaba región alguna en la Tierra que pudiera ser utilizada sin peligro para la práctica celeste de tiro al blanco. La raza humana se habla extendido de polo a polo. Y así, inevitablemente...
A las 9.46 (meridiano de Greenwich) de la mañana del 11 de septiembre, en el verano excepcionalmente hermoso del año 2077, la mayor parte de los habitantes de Europa vieron aparecer en el cielo oriental una deslumbrante bola ígnea. En cuestión de segundos se tornó más brillante que el sol y al desplazarse en el cielo -al principio en completo silencio- iba dejando detrás una ondulante columna de polvo y humo.
En algún punto sobre Austria comenzó a desintegrarse produciendo una serie de explosiones, tan violentas que más de un millón de personas quedaron con los oídos dañados para siempre. Estas fueron las afortunadas.
Desplazándose a cincuenta kilómetros por segundo, un millón de toneladas de roca y metal cayó sobre las llanuras al norte de Italia y destruyó con una llamarada de segundos la labor de siglos. Las ciudades de Padua y Verona fueron barridas de la faz de la Tierra; y las últimas glorias de Venecia se hundieron para siempre en el mar cuando las aguas del Adriático avanzaron atronadoras hacia tierra después de aquel golpe fulminante venido del espacio.
Seiscientas mil personas murieron, y el daño material se calculó en más de un trillón de dólares. Pero la pérdida que significó para el arte, la historia, la ciencia-para el género humano en general por el resto de los tiempos estaba más allá de todo cálculo. Era como si una gran guerra hubiese estallado y se hubiese perdido en una sola mañana, y pocos pudieron sentir algún placer por el hecho de que, mientras el polvo de la destrucción se
depositaba, el mundo entero presenció durante meses los más espléndidos amaneceres y ocasos que se recordaban desde el Krakatoa.
Un capítulo de "La caligrafía secreta", lo puse en el otro hilo, pero nunca está de más recordarlo.
Y ante nuestros ojos apareció la primera letra del alfabeto adánico.
Era un signo dibujado a pincel con tinta china, una línea curvada sobre sí misma formando un doble bucle espiral. En realidad, se trataba de un diseño muy simple, pero resultaría inútil intentar describirlo pues, pese a su sencillez, había un mundo de matices en cada línea, en cada curvatura, en cada variación del grosor del trazo.
Al principio me pareció un simple garabato sin sentido, pero casi al instante descubrí que había algo familiar en él. No es que creyera haberlo visto antes, pues estaba seguro de no haber contemplado jamás nada semejante, más bien era como si lo conociese desde siempre, como si formara parte de mí, pero nunca, hasta entonces, lo hubiera advertido. Fascinado, recorrí lentamente con la mirada la armoniosa declinación de los trazos, deslizándome por la geometría de sus líneas y saboreando, como si de un manjar visual se tratase, el exquisito equilibrio de sus proporciones. No me di cuenta, pero estaba hechizado, igual que un ratón atrapado por la magnética mirada de una serpiente.
Poco a poco, el sentido del tiempo se fue difuminando hasta desvanecerse, simultáneamente, el espacio que me rodeaba se contrajo, concentrándose en aquel signo, como si todo lo demás hubiera dejado de existir. Entonces, muy débilmente al principio, comencé a escuchar un sonido, una voz diciendo: <aa-uu-mm>. Más tarde, mi maestro me contó que era un sonido similar al de OM, la sílaba sagrada del hinduismo, aunque en realidad esa sílaba sólo era un mero remedo del sonido que ahora estaba escuchando, el reflejo de un reflejo, una imagen deformada, pues estoy seguro de que nadie jamás había emitido un sonido semejante.
Pero ¿quién lo pronunciaba? No yo, desde luego, ni don Lázaro, en realidad, no sonaba en ninguna parte, salvo en el interior de mi mente. Por inexplicable que resulte, aquella letra no era un mero símbolo, sino sonido transmutado en grafía. Ver aquel signo era exactamente lo mismo que oírlo.
El sonido, un retumbo grave y profundo, fue creciendo progresivamente en mi cabeza, hasta envolverme por completo. Lo sentía en la piel, en los huesos, en las tripas, en las venas, en los ojos, en los nervios, yo era ese sonido, pura vibración, ondas de energía, luz y oscuridad. Aquella voz lo abarcaba todo, lo contenía todo, era todo.
De pronto, mi conciencia se elevó vertiginosamente, expandiéndose en todas direcciones, como si explotase conservando al tiempo su integridad. El sonido se convirtió en un clamor y entonces sentí, en lo más profundo de mi esencia, la descomunal masa del planeta desplazándose en el firmamento, girando sobre sí misma al tiempo que describía una órbita levemente elíptica en torno al Sol.
Yo seguía estando ahí, en el salón, junto a mi maestro, pero simultáneamente era el planeta, cada roca, cada gota de lluvia, cada penacho de humo, cada planta, cada pájaro del cuelo, cada soplo de brisa, cada pez del océano, y también era el mar, y las nubes, y el magma que fluía viscoso bajo la corteza terrestre, y el núcleo metálico que giraba veloz en lo más profundo de las entrañas de La Tierra. No es que lo viese, ni que lo discerniese de algún modo sobrenatural; es que yo era todo eso. Lo sentía igual que siento la mano que sostiene esta pluma o el corazón que palpita en mi pecho mientras escribo. Es cierto que no advertía los detalles, no lo percibía todo, en realidad, sólo experimentaba la masa y el movimiento de cada átomo que conformaba el planeta, pero eso ya era en sí suficientemente abrumador.
Una fluctuación del sonido lo hizo descender por la escala de los graves y, súbitamente, un nuevo salto cambió la magnitud de mi perspectiva. Ahora era el Sol, era su masa monstruosa, era una tormenta de llamaradas, era un crisol transmutando los elementos, era pura energía. Y seguía siendo la Tierra en su órbita, con la Luna girando alrededor, y era el rojo fulgor de Marte, y el blanco destello de Venus, y la titánica danza de Júpiter con su cortejo de lunas, era todos los planetas, era un enjambre de enormes rocas, era un tapiz de cometas, era cada cuerpo del sistema solar, era el Sistema Solar.
El sonido de OM se volvió más grave aún y de nuevo me impulsé en todas direcciones, hasta abarcar un grupo de estrellas trabadas por lazos de gravedad. Y fui cada estrella, y cada planeta, y cada mota de polvo flotando en el vacío.
Un súbito y vertiginoso impulso amplió la escala de mi percepción, proyectándome hacia una espiral lenticular de astros que giraba sobre su eje como un descomunal torbellino de gas, hielo, roca y fuego. Mi mente se entrelazó con cien mil millones de estrellas y fui la Galaxia, fui un pozo de gravedad, fui un gigante gaseoso, fui una hoja arrastrada por la brisa, fui una lágrima de dolor, fui una partícula microscópica saltando de un nivel a otro de energía.
OM se volvió tan grave que ya no podía oírlo, aunque lo sentía vibrando muy en mi interior, en las vísceras y el tuétano de los huesos. El siguiente salto abarcó el universo entero, pero no puedo describir lo que experimenté, pues las palabras no están concebidas para expresar algo como eso. Ya no pensaba ni sentía, mi identidad se había fragmentado hasta fundirse con el cosmos.
De repente, sin solución de continuidad, la gloria del universo desapareció, incluso el sonido de OM dejó de reverberar. Y quedó la nada, una nada absoluta donde no existía ni materia, ni tiempo, ni dimensiones. Eso duró una eternidad, o una fracción de segundo. ¿Cómo medir lo que no existe?
Poco a poco, de forma apenas audible al principio, pero incrementándose a una velocidad vertiginosa, el sonido comenzó a vibrar de nuevo, y creció, y creció, y creció hasta estallar, convirtiéndose en un cegador relámpago de luz y energía.
Y supe que estaba asistiendo al acto de la creación.
Entonces, don Lázaro tendió una mano, cogió el papel donde estaba inscrita la letra adánica y lo arrugó con gesto crispado. Al desaparecer el signo OM de mi vista y regresar bruscamente a la realidad cotidiana, sentí una abrumadora frustración y quise gritar, arrebatarle el papel y contemplar de nuevo aquel símbolo prodigioso, pero estaba agotado, vacío, muerto por dentro, y de pronto me eché a llorar sin poder contenerme, pues la experiencia que acababa de vivir sobrepasaba con mucho los límites de la cordura.
No sé cuánto tiempo estuve sollozando desconsoladamente. Al cabo de un rato, noté la mano de don Lázaro acariciándome la cabeza. Me enjugué las lágrimas con el antebrazo y contemplé el rostro de mi maestro, sus ojos, igual que los míos, estaban enrojecidos por el llanto.
Era un signo dibujado a pincel con tinta china, una línea curvada sobre sí misma formando un doble bucle espiral. En realidad, se trataba de un diseño muy simple, pero resultaría inútil intentar describirlo pues, pese a su sencillez, había un mundo de matices en cada línea, en cada curvatura, en cada variación del grosor del trazo.
Al principio me pareció un simple garabato sin sentido, pero casi al instante descubrí que había algo familiar en él. No es que creyera haberlo visto antes, pues estaba seguro de no haber contemplado jamás nada semejante, más bien era como si lo conociese desde siempre, como si formara parte de mí, pero nunca, hasta entonces, lo hubiera advertido. Fascinado, recorrí lentamente con la mirada la armoniosa declinación de los trazos, deslizándome por la geometría de sus líneas y saboreando, como si de un manjar visual se tratase, el exquisito equilibrio de sus proporciones. No me di cuenta, pero estaba hechizado, igual que un ratón atrapado por la magnética mirada de una serpiente.
Poco a poco, el sentido del tiempo se fue difuminando hasta desvanecerse, simultáneamente, el espacio que me rodeaba se contrajo, concentrándose en aquel signo, como si todo lo demás hubiera dejado de existir. Entonces, muy débilmente al principio, comencé a escuchar un sonido, una voz diciendo: <aa-uu-mm>. Más tarde, mi maestro me contó que era un sonido similar al de OM, la sílaba sagrada del hinduismo, aunque en realidad esa sílaba sólo era un mero remedo del sonido que ahora estaba escuchando, el reflejo de un reflejo, una imagen deformada, pues estoy seguro de que nadie jamás había emitido un sonido semejante.
Pero ¿quién lo pronunciaba? No yo, desde luego, ni don Lázaro, en realidad, no sonaba en ninguna parte, salvo en el interior de mi mente. Por inexplicable que resulte, aquella letra no era un mero símbolo, sino sonido transmutado en grafía. Ver aquel signo era exactamente lo mismo que oírlo.
El sonido, un retumbo grave y profundo, fue creciendo progresivamente en mi cabeza, hasta envolverme por completo. Lo sentía en la piel, en los huesos, en las tripas, en las venas, en los ojos, en los nervios, yo era ese sonido, pura vibración, ondas de energía, luz y oscuridad. Aquella voz lo abarcaba todo, lo contenía todo, era todo.
De pronto, mi conciencia se elevó vertiginosamente, expandiéndose en todas direcciones, como si explotase conservando al tiempo su integridad. El sonido se convirtió en un clamor y entonces sentí, en lo más profundo de mi esencia, la descomunal masa del planeta desplazándose en el firmamento, girando sobre sí misma al tiempo que describía una órbita levemente elíptica en torno al Sol.
Yo seguía estando ahí, en el salón, junto a mi maestro, pero simultáneamente era el planeta, cada roca, cada gota de lluvia, cada penacho de humo, cada planta, cada pájaro del cuelo, cada soplo de brisa, cada pez del océano, y también era el mar, y las nubes, y el magma que fluía viscoso bajo la corteza terrestre, y el núcleo metálico que giraba veloz en lo más profundo de las entrañas de La Tierra. No es que lo viese, ni que lo discerniese de algún modo sobrenatural; es que yo era todo eso. Lo sentía igual que siento la mano que sostiene esta pluma o el corazón que palpita en mi pecho mientras escribo. Es cierto que no advertía los detalles, no lo percibía todo, en realidad, sólo experimentaba la masa y el movimiento de cada átomo que conformaba el planeta, pero eso ya era en sí suficientemente abrumador.
Una fluctuación del sonido lo hizo descender por la escala de los graves y, súbitamente, un nuevo salto cambió la magnitud de mi perspectiva. Ahora era el Sol, era su masa monstruosa, era una tormenta de llamaradas, era un crisol transmutando los elementos, era pura energía. Y seguía siendo la Tierra en su órbita, con la Luna girando alrededor, y era el rojo fulgor de Marte, y el blanco destello de Venus, y la titánica danza de Júpiter con su cortejo de lunas, era todos los planetas, era un enjambre de enormes rocas, era un tapiz de cometas, era cada cuerpo del sistema solar, era el Sistema Solar.
El sonido de OM se volvió más grave aún y de nuevo me impulsé en todas direcciones, hasta abarcar un grupo de estrellas trabadas por lazos de gravedad. Y fui cada estrella, y cada planeta, y cada mota de polvo flotando en el vacío.
Un súbito y vertiginoso impulso amplió la escala de mi percepción, proyectándome hacia una espiral lenticular de astros que giraba sobre su eje como un descomunal torbellino de gas, hielo, roca y fuego. Mi mente se entrelazó con cien mil millones de estrellas y fui la Galaxia, fui un pozo de gravedad, fui un gigante gaseoso, fui una hoja arrastrada por la brisa, fui una lágrima de dolor, fui una partícula microscópica saltando de un nivel a otro de energía.
OM se volvió tan grave que ya no podía oírlo, aunque lo sentía vibrando muy en mi interior, en las vísceras y el tuétano de los huesos. El siguiente salto abarcó el universo entero, pero no puedo describir lo que experimenté, pues las palabras no están concebidas para expresar algo como eso. Ya no pensaba ni sentía, mi identidad se había fragmentado hasta fundirse con el cosmos.
De repente, sin solución de continuidad, la gloria del universo desapareció, incluso el sonido de OM dejó de reverberar. Y quedó la nada, una nada absoluta donde no existía ni materia, ni tiempo, ni dimensiones. Eso duró una eternidad, o una fracción de segundo. ¿Cómo medir lo que no existe?
Poco a poco, de forma apenas audible al principio, pero incrementándose a una velocidad vertiginosa, el sonido comenzó a vibrar de nuevo, y creció, y creció, y creció hasta estallar, convirtiéndose en un cegador relámpago de luz y energía.
Y supe que estaba asistiendo al acto de la creación.
Entonces, don Lázaro tendió una mano, cogió el papel donde estaba inscrita la letra adánica y lo arrugó con gesto crispado. Al desaparecer el signo OM de mi vista y regresar bruscamente a la realidad cotidiana, sentí una abrumadora frustración y quise gritar, arrebatarle el papel y contemplar de nuevo aquel símbolo prodigioso, pero estaba agotado, vacío, muerto por dentro, y de pronto me eché a llorar sin poder contenerme, pues la experiencia que acababa de vivir sobrepasaba con mucho los límites de la cordura.
No sé cuánto tiempo estuve sollozando desconsoladamente. Al cabo de un rato, noté la mano de don Lázaro acariciándome la cabeza. Me enjugué las lágrimas con el antebrazo y contemplé el rostro de mi maestro, sus ojos, igual que los míos, estaban enrojecidos por el llanto.
También quería poner un fragmento de "El lobo-hombre" de Boris Vian, ya que estaban hablando de él últimamente, lo tenía en un bloc de notas pero no lo encuentro.