Hay algo bonito y poético en los yonkis. Esa decadencia física y mental que los convierte en desechos andantes y con esa forma de hablar tan característica. Y los ojos, con esas pupilas gigantes que ocupan toda el iris, llorosos, que miran sin ver; ojos de otro mundo. Sus greñas sucias, su piel cerosa, sus arrugas, su edad indefinida. A un yonki no se le puede adivinar la edad, cuando le miras lo único que sabes es que está machacado y la muerte le ronda. Una vez frecuenté a una puta ex-yonki, me la follaba a pelo porque me daba morbo. Estaba tísica perdida, chupada, era un saco de pellejo relleno de huesos. Hablaba por los codos y me contaba cosas entre mixto y mixto. Le faltaban algunos dientes y parecía tener 15 años más de los que decía. Me contaba que su ex-marido era yonki, que su hermano había muerto por yonki e historias de sus colegas y tal. Me gustaba porque me sentía como un marrano hozando en un charco de mugre humana. Tenía un cuerpo tan ridículo y enfermizo que me atraía. Era la viva imagen del sida.
En el entierro de mi madre me vino un amigo de los de verdad, de los de toda la vida, un amigo de mi quinta que conocí en párvulo. Uno de eso dos o tres amigos de verdad que una persona puede tener a lo largo de su vida. Estaba chupado, un esqueleto andante, la piel grisácea, los ojos hundidos en las cuencas, un aspecto sepulcral. Se me acercó con la confianza que entre amigos hay, yo me alegré mucho de verle, hacía décadas que no lo veía. Me habló, supongo que me dio el pésame, y entonces lo pude oír. Esa voz de yonki, esa voz extraña que parece el eco de una cueva, esa voz que no tiene fuerza y que se había comido la voz original de mi colega. Me dio pena, pero como buen amigo mio respeto el camino que ha seguido.