En mi instituto había un chico gordito y de sonrisa bonachona. En mi clase unos macarrillas, no gente mala, pero de esos que probaban un poco de todo, se juntaban con lo peor del barrio aunque con ciertas reservas, y alguno marcaba un poco su pequeño territorio, pero sin atormentabar a nadie.
La cosa es que aquel chico gordito no llevaba mochila al hombro como los demás, llevaba un carrito de esos que a veces recomiendan los médicos para no cargar la espalda. Y cada vez que pasaba por nuestro pasillo le empezaban a preguntar "¿has facturado? ¿Has facturado ya?". El chavalín ponía su mejor cara de cabreo, enfurruñaba los labios y fruncía el ceño, y se iba con esa cara a donde fuera. Me hacía gracia esa transformación, ese mostrar de dientes como hace un perro patada que está acojonado.
Pues el niño este creció y creció y se hartó de ver pollas en el gimnasio, y se tatuó, y ahora va por el barrio siempre con esa cara de perdonar la vida, mirando a los ojos de todo el mundo. Todo impostado, todo pose, quien no le conozca le verá y pensará que es mejor no tocar los huevos a un maromo así, pero yo veo miedo, músculos forzados para parecer fiero, complejo de inferioridad.
El verdadero macarra ya puede ser un canijo, que hasta cuando está durmiendo tiene esa cara curtida, bregada, no va mirando a los ojos para medirse.