Sólo conozco dos bebidas que pueden tomarse de madrugada, al amanecer, como desayuno, como aperitivo, de postre, antes de, después de: una es el agua, la otra el champagne. Aunque como todo lo que es interesante, rico, dorado y resplandeciente escasea, agua y champagne, lógicamente, no son lo mismo. ¡Qué más quisiéramos que tener el champagne al alcance de la mano y, sobre todo, del bolsillo! ¿De qué íbamos a beber tanta agua? Beberíamos champagne a todas horas, como Luchino Visconti, que lo arrastraba por su palacete romano en una neverita con ruedas, o Sarah Bernard, que lo tomaba con ostras para el desayuno.
Solo con leer la entrevista del noviete de la zorra ésa se ve que no todos estamos hechos para las grandes delicias ni tenemos algo interesante que decir. Lo mediocre abunda y su mensaje es, como el agua, incoloro, inodoro e insípido. Probablemente, los que tengan algo con sabor que contar no sienten la necesidad del discurso de autobombo personal propio de las zorras, experimentan y se equivocan, y en su equivocación, a veces, se salen de los limes de la mediocridad, como cuando Don Perignon anduvo por Borgoña y logró, con su error, la doble fermentación prodigiosa del champagne.
El vino se afina cuando llega a los confines de su hábitat, en el limes del territorio mediterráneo. En esas zonas fronterizas, la astucia humana debe suplir en elaboración lo que el sol, ya no tan generoso, da al vino en latitudes más cálidas. Y el terreno, en su mixtura geológica, manda a la savia de las cepas moléculas irrepetibles, propias de cada región, a veces incluso de cada viña. Y más al norte de Borgoña, donde el vino ya parece imposible, aparece, por equivocación, el champagne. Debemos pues declarar a éste como esa quintaesencia rara y extremosa que se da allí donde lo vulgar ya no es posible, y por lo mismo resulta tan escaso como imposible de imitar.
Entrevistad a algún Don Perignon con champagne que aportar o cerrad esta mierda de hilo para siempre.