Son nuestras costumbres y hay que respetarlas.
Sobre este tema, hace tiempo hubo debate de cómo a partir de las migraciones tras WWII en la segunda mitad del siglo XX todo cambió en la enculturación de los migrantes, antaño durante casi toda la historia de la humanidad el migrante se adaptaba a la cultura de la sociedad que lo recibía, no siempre de brazos abiertos, como los exconvictos, maleantes, vagos y lumpen variopinto que la moderna Commonwealth enviaba en navíos a ultramar en las primeras oleadas offshore para poblar Oceanía.
No como los vikingos medievales que desde Dinamarca y la patriótica Götland, arribaron con sus drakkars para conquistar toda Escandinavia y para poblar inhóspitas, gélidas tierras del círculo polar ártico como las islas Feroes o Islandia, llevaron a la fuerza a mujeres suecas, hijas de Eva, en manifiesto contraste a los arios cíngaros, cuya diáspora de inadaptados patriarcas prolíficos soportamos en Europa desde hace medio milenio.
En la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, las primeras generaciones migrantes mantienen intactas sus costumbres y prácticas sociales, no meramente de un modo intimista en el domicilio familiar, sino también de cara a la galería, incluyendo la forma suprema de arte que es la originaria triúnica choreia. Cuando se da el cambio generacional, ves a sus vástagos como vallas publicitarias con más de diez logotipos parcheados para ser aceptados socialmente en la aldea global de ninguna parte, en la homogeneización programática del mundo sampleado en cadena.
Desde el Derecho Romano y el imperialismo colonial, ius migrationis concedía derechos civiles independientemente de la procedencia del ciudadano, a diferencia de los metecos griegos inscritos en el demo de alguna polis de los tiempos de Pericles. Por aquel entonces, y al menos hasta el Renacimiento, los migrantes se integraban en la sociedad de recepción adoptando las mismas prácticas sociales normadas, donde fueres haz lo que vieres, dejaban su cultura original para seguir las costumbres del pueblo que los acogía como uno más de los suyos.
Los criollos de las colonias americanas, las indias occidentales por aquello de encontrar una ruta alternativa de la seda hasta la India tras la toma de Constantinopla por los turcos otomanos de la dinastía osmanlí, cambiaron esta cosmovisión occidental tan mediterránea. Frente a la encomienda de la monarquía absolutista desde el viejo continente, los aristócratas locales decidieron dejar la cultura europea para convertirse en la nueva élite natural de cada población americana y agitar la revolución de la independencia, tras el genocidio de los nativos y el tráfico esclavista desde el Dahomey del África negra. El aristócrata gentilhomme a la americana, Rialta, antillana quintaesencia de lo criollo.