En estas fechas tan señaladas me estaba acordando del niño Dios y mi relación de indiferencia con él. Mis abuelos, que para entonces no se habían ido de la olla (aunque no lo parezca), insistieron en que mis padres me bautizasen, a fin de prevenirme de males posibles que pudieran acecharme en mi aún imprevisible desarrollo como tierna ovejita del rebaño del Señor.
Mi padre, rojo con carné, no quiso saber nada del asunto; de hecho, no aparece siquiera en las fotos de tan jubiloso evento. Mi madre, sin embargo, amantísima y deudora de obediencia, organizó un paripé rápido e indoloro y en media mañana estaba bautizada y comida.
La verdad es que yo de cría creía en Dios porque me convenía: mientras que en clase de Religión no hacíamos ni el huevo, en Ética tenían que hacer ejercicios de matemáticas como si fuera una hora de refuerzo. Mi madre siempre me preguntaba que qué quería hacer, y yo iba de cabeza a la clase de los fieles. No es de extrañar que acabase haciendo la comunión con mis compañeros de horario. Todos nosotros, niños de colegio público con trajes prestados, banquetes de ternasco a veinte euros el cubierto y padres recelosos, estábamos contentos de ser especiales. Nuestra profesora nos dijo que íbamos a recibir a Dios como, valga la redundancia, Dios manda, y que ahora sí que éramos catolicos de pleno derecho. Yo no tenía ni puta idea de qué era eso, pero me daba igual. Era la primera vez que me aceptaban como igual en un club de miembros selectos.
No obstante, empecé a notar cosas que me diferenciaban del resto. Por ejemplo, cuando mis compañeros empezaron a descubrir que los Reyes eran sus padres. Joder, yo sabía que los Reyes no existían. En mi casa nunca hubo paripé, yo no sabía ni que la gente hacía eso. También empezaban a hablar de Dios en términos cada vez más precisos, y yo me daba cuenta de que no tenía ni puta idea de qué significaba eso. Así que decidí quedarme con la idea de que en realidad no sabía nada de nada y que en cuanto acabase el colegio no tendría que volver a tocar una Biblia nunca más.
No recuerdo en qué momento empecé a darme cuenta de lo que era la iglesia católica en España, ni cuándo aprendí lo que era la Conferencia Episcopal. Sólo sé que de repente tenía doce años y me daban asco. A partir de entonces, mi padre vio vía libre para instruirme en los misterios del agnosticismo y, sobre todo, para aclararme bien lo que significaban todos y cada uno de esos conceptos. Fui haciéndome a la idea, pues, de que no era una oveja, sino un borrego, y que borrar todo rastro de haber formado parte del rebaño no iba a ser sólo bueno para mí, sino también para el conjunto de la sociedad.
Así pues, a mis diecisiete años fui preparando todo para ir a excomulgarme el día de mi cumpleaños. No obstante, no me dejaron por ser menor de edad, así que me lo aprendí bien todo para hacer el trámite lo antes posible.
Lo primero era conseguir una partida bautismal. Tuve que ir al despacho parroquial, que sólo abría un día a la semana de 8 a 9, y enfrentarme a un pederasta de metro y medio para conseguir unos datos que al fin y al cabo eran míos. El curato me dijo que para qué la quería. Yo le dije que para qué iba a ser, si casarme no me iba a casar y moribunda no estaba. Se cachondeó de mí y me mandó al arzobispado a por una "carta de autorización" para retirar mis datos. Esto es extremadamente ilegal, pero yo con 18 años no podía tirarme el farol de denunciarlos, así que allí que fui.
Me encontré con un vecino de mis padres, que es cura. No me dijo nada, pero lo sabía. Él lo sabía todo.
Total, que al final no me dieron nada. Me dijeron que me lo mandarían por carta. Como dos semanas después me enviaron en una holandesa amarillenta un certificado de que en el efecto me autorizaban a recoger mi propia partida bautismal. La madre que los parió.
Fui otra vez con el mismo cura (tuve que esperar otra semana a que abrieran) y le di la carta sin decirle nada. Me hizo firmar una movida y me despachó sin mediar palabra. Gritó «siguiente» y me di por servida.
Ahora sí, ya casi estaba. Tuve que llamar a un número que me dieron en la holandesa amarilla para concertar una cita con el secretario de la Cancillería o no sé qué movidas. Como sólo tenía clase tres días a la semana, me fui allí un viernes por la mañana. Hacía sol. Me levanté pensando en lo bonito que iba a ser llevar a cabo mi primer acto de autoafirmación como persona legalmente adulta.
Entré a la oficina del secretario que ya conocía, que tenía que imprimirme en otra holandesa amarillenta una suerte de certificado provisional hasta que se deshicieran de todos mis datos personales para siempre. El caso es que el tío se equivocó como cinco veces poniendo mi DNI, mi fecha de nacimiento y hasta mi nombre; cada vez fallaba una cosa diferente. Empecé a mosquearme a la quinta y le pedí que por favor comprobase bien lo que estaba escribiendo antes de darme la hoja otra vez. Al final el tipo me hizo firmar con una pluma dorada que apenas era capaz de sujetar por lo que pesaba. Firmé como pude y el siervo de Dios me despidió deseándome buena suerte en mi nuevo camino y recordándome que siempre sería un miembro más de la Iglesia a ojos del Señor.
A mí me la sudaba todo. Por fin tenía en mi poder un diploma de apóstata. Llamé a mi madre pegando brincos y ella se puso a llorar porque dijo que jamás me contratarían en un colegio concertado si en algún momento de mi vida me daba por dar clase en uno. Mi padre, que se enteró al llegar a casa, vino a darme la enhorabuena en secreto y me regaló El astillero, de Onetti, por motivos que aún no alcanzo a comprender.
A los dos meses me llegó esto:
Ver el archivos adjunto 20860
Ahora sí, mi certificado provisional era permanente. Me fui a comprar una cerveza por el simbolismo de ser mayor de edad, aunque la tiré entera porque el alcohol me da asco. Me volví a casa y me olvidé del asunto.
¿Cuál es vuestra relación con Jesús, niños?