Ahora es fácil mostrarse insolente y olvidadizo, renegar desde nuestra soberbia cibernética, con los graneros rebosantes de contenidos multimedia y porno a coste cero. Son tiempos de pajas felices y ahítas, de gula sexual siempre satisfecha, donde el capricho y el acto convergen inmediatamente. El desear y el tener se han convertido en una misma cosa, sin esperas infinitas, sin acechar la oportunidad durante interminables horas. No hay nada imposible mientras nuestra conexión adsl siga operativa y suministrado jpg llenos de coños esquilados y protuberancias siliconadas.
Los que hemos vivido una adolescencia de pajas televisivas no podemos renegar de nuestra pantalla amiga, del medio gracias al cual le vimos la tetas a Sabrina, que nos puso en contacto con la pericia sexual de Pajares y Esteso o con el onanismo codificado y aberrante de las pelis porno del plus, los viernes por la noche, cuando al volver al casa con la punzante desilusión del fracaso, siempre quedaba el consuelo de acuchillarse la entrepierna con los ojos entreabiertos y la intuición afilada.
Hoy una teta es una vulgaridad. Antaño era un acontecimiento. Había que conservarla en la memoria durante días después hasta que la casualidad nos regalaba otro pecho descubierto, otros glúteos desbordados o tal vez, gloriosa dádiva, una pradera inmensa y selvática. Todo esto no hubiera sido posible sin la televisión. Mi inmensa gratitud por lo bien que atendió mis pajas, por todos los motivos que me dio para pelármela, no me permite pedir su ejecución y exterminio. Mi tele, mi querida tele, hogar de las películas de Ozores y Tamara Seisdedos, de los dibujos de Dartacán y los concursos de Bertín Osborne, cobíjate bajo mi regazo en estos tiempos ingratos.