Mujeres dominantes
Hace un par de semanas, caminaba este cronista en dirección a una céntrica estación de Metro madrileña (Tirso de Molina) cuando vió venir de cara a una chica bastante atractiva, con el pelo corto.
Como soy bastante miope, su cara me resultaba bastante familiar pero no acababa de situar a esa chavala que parecía llevar de la correa a un muchachote de hombros caídos, barba de dos días y pintas modernitas, como recién salido del festival de Benicassim.
A los diez metros a los que me encontraba, sí me pareció percibir que la chica estaba muy mosqueada y el chico, compungido, acobardado, acojonado, intentaba arreglar una situación que podría calificarse de trifulca mañanera (eran las 10 más o menos). Unos momentos antes de que pasaran a mi lado por la estrecha acera, la chica se paró en seco y gritó con una perfecta vocalización:
-¡QUE ME DE-JES EN PAZ!
Aunque he reproducido la frase con mayúsculas para que os hagáis una idea del pedazo de grito que soltó la chavala (la calle entera se dio la vuelta para ver lo que pasaba), en rigor habría que decir que la palabra paz sonó en un tono más alto que el resto, es decir, la chica se dio la vuelta y le espetó, con un odio in crescendo, irracional, esa frase en la cara del ejemplar de buen rollito que tenía (¿tiene?) por novio.
Entonces, cuando la tuve delante, me di cuenta de que la bella chavala era la actriz Najwa Nimri. La misma que, en un golpe orgulloso de timón, se cambió de acera y continuó caminando, mientras el desdichado noviete continuaba andando en paralelo, intentando tímidamente, de acera a acera, iniciar un acercamiento (mientras ella seguía vociferando que se fuera a la mierda, a él apenas se le oía).
En su día, una amiga que era vecina suya cuando estaba con el director de cine Calparsoro, ya me había contado de las sonadas trifulcas que montaban los famosetes, y del histérico carácter de la atractiva actriz y el farlopero director. Claro, que no es lo mismo que te lo cuenten, a verlo en persona. Como todo hijo de vecino, y después de ver alguna de sus películas, he soñado trajinarme a la bella Najwa, pero os puedo decir que, después de contemplar esta otra escena, tan sólo me la imagino en alguna escena sadomaso (ella con el látigo, por supuesto).
Si este artículo lo leyera una mujer, seguro que diría: habría que ver lo que le había hecho él para que ella se pusiera como se puso. Evidentemente, lo desconozco, pues sólo capté esa corta escena, pero observando la timidez beatífica con la que el modernito intentaba comprender, sólo comprender, lo que estaba sucediendo, me trasladé a alguna situación similar que he vivido en mis propias carnes.
Ese tipo de situaciones en las que eres culpable tanto si haces como si no haces, si hablas como si te quedas callado, si intentas arreglarlo como si dejas pasar la situación hasta que se tranquilice. En definitiva, no hay explicación posible, un fusible se ha fundido en la mente femenina y por más que intentes arreglarlo, nada conseguirás.
Dicho esto, que nadie espere que con este artículo voy a encontrar una solución a este tipo de situaciones, pues en 32 años de vida no he obtenido más que fracasos en este sentido. Lo que sí podemos es bucear en la mente femenina para explicar por qué actúan así.
Para empezar a comprender cómo piensan las mujeres modernas, hay que entender que las han obligado a comportarse como hombres. Es decir, las feministas han inculcado a nuestra generación de féminas que tenían que ser iguales a los tíos, lo cual quiere decir que, de una manera sutil, las han obligado a fumar como nosotros, beber, presumir de sus coitos, decir tacos y ser in-dependientes.
En otras palabras, que han tenido que matar sus instintos para convertirse en supermujeres, sexys y a la vez masculinas, duras, arrogantes y seguras de sí mismas, en una palabra, perfectas. Por eso, lo peor que puede hacer un hombre en esos momentos en los que caen en la histeria es preguntarle, con voz tímida:
-¿No será que te ha venido la regla?
Esa pregunta, que puede ser dicha con la mejor intención, no hay por qué ser malpensados, para entender su comportamiento a partir de lo que siente, despierta en las mujeres el recordatorio de que lo son, de que son diferentes a los hombres, de que hay algo en ellas que se escapa a su mente, un instinto dormido pero no muerto, una descarga hormonal que llega con la luna para variar su estado de ánimo y que las hace más susceptibles, más lánguidas, más DEPENDIENTES.
En la mente de las mujeres modernas, esta palabra, dependencia, es la claudicación ante el hombre que, supuestamente, desea dominarla (primer axioma feminista). El tabú número uno, el fusible que las conduce al psicólogo, al Cosmopolitan o a la sempiterna dieta, porque no tiene solución. En realidad, y pese a lo que digan las revistas, no quieren ser mujeres o no las dejan, por eso esa aversión a la regla, la prueba de su femineidad, de la diosa que llevan dentro.
Puede que hayan conseguido ganar dinero, vivir solas, follarse a quien les dé la gana, pero en la programación de su disco duro hay una necesidad imperiosa de un sistema operativo que les dé seguridad, que les informe de errores en su procesador cuando le llegan esos y otros días, en definitiva, que las complete.
¡Ojo!, esto no es ninguna teoría, es un hecho empírico que procede de la biología, de la propia constitución del ser humano: ying yang, viene de fábrica. Del mismo modo que el hombre siente la necesidad de proteger a su hembra, la mujer siente la necesidad de un compañero al que cuidar y que le infunda, al mismo tiempo, su seguridad masculina, la seguridad que un día encontró en su padre (si su padre la abandonó porque se divorciaron sus padres, y su madre le ha inculcado un resentimiento hacia el sexo opuesto, el problema todavía tiene peor solución. ¡Tienen pánico a que la historia se repita!).
Por ahí podemos entender, que no arreglar, puesto que la maquinaria del sistema compete a que hombre y mujer se lleven mal, la mayor parte de los muchísimos trastornos mentales de la mujer moderna. La anorexia, la bulimia, la obsesión por la dieta, el tabaquismo, las depresiones, el extendido lesbianismo... La mujer tiene que compensar la ausencia del hombre de alguna forma, y lo hace creándose otras dependencias, otras neuras que la mantengan ocupada, creando un enemigo ficticio que no está más que en su interior, y, por supuesto, no compensará nunca el olor a macho y los pelánganos, que les causan repulsión y, al mismo tiempo, una atracción instintiva, la del espermatozoide del que proceden.
Su maldad, la maldad de muchas mujeres, como Najwa, que dominan a hombres a los que al mismo tiempo desprecian profundamente, sólo es una consecuencia de un problema mental social: no poder actuar conforme a su ser interior, femenino, que pide a gritos un hombre que las pare los pies (a veces, y no estoy hablando de violencia, sino con argumentos y con cariño viril).
Así pues, si dejas que ella domine, lo llevas claro, porque te va a putear hasta anularte y hacerte sopesar las ventajas de la homosexualidad; si le dices cuatro cosas muy claras, las que ella está queriendo, inconscientemente, que le digas, una lucecita roja que dice NO DEPENDENCIA se iluminará en su cerebro, por lo cual, te buscará las cosquillas hasta que te coloque el cartel de MACHISTA.
Como todo el mundo sabe, ante esa palabra, la masculinidad retrocede como Drácula ante una ristra de ajos. Con todo el dolor de su corazón, pero con la aprobación de su mente, la chica buscará a otro más dócil, más sumiso, más femenino, uno al que pueda dominar (por supuesto, eso le dejará unas llagas en su corazón que la volverá todavía más loca). Esta es una buena solución para la mujer, a corto plazo, por supuesto, puesto que, en el fondo, toda mujer desprecia a los hombres que se dejan dominar por sus mujeres, incluidas ellas mismas.
Así que, una vez conseguido este ejemplar de hombre pusilánime (los hay a puñaos, como el noviete de la Najwa), empezará a putearle y putearle, a darle celos o a mentirle, con lo que el perfecto hombre feminista, ese que ha reprimido todos sus instintos tan perfectamente como mandan esos oportunistas llamados José María Mendiluce o Antonio Fraguas Forges acabará tan trastornado que será capaz de cualquier cosa (y cuando digo cualquier cosa, quiero decir cualquier cosa, como diría la diputada Leire Pajín).
En ese estado de cosas, haga lo que haga el hombre, será culpable. Si intenta ayudarla, ella lo interpretará como un acoso a su independencia, a su capacidad para hacer frente a sus problemas ella solita. Si se come su natural tendencia a ayudarla para preservar su autonomía, se le acusará de escaquearse, de egoísta, de no apoyarla. No hay solución.
Las revistas femeninas ejemplifican mejor que nada esa gran contradicción en la que vive la mujer moderna, sus ansias por embellecerse para... encontrar novio y su obligación de resolver todos sus problemas ella solita porque, al final, no hay que olvidarse, de que se quedan más solas que Carmen Alborch. Y nosotros, claro, si es que no nos pasamos a la acera de enfrente.