Libros Ladrillos de nuestra vida (Fragmentos memorables y relatos breves)

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Más Kafka:

LOS ÁRBOLES

Porque somos como troncos de árboles en la nieve; en apariencia, están puestos lisos sobre ella, y con un pequeño empujón uno debería hacerlos correr. No; no es posible, porque están fuertemente unidos al suelo. Pero mira... esto es, incluso, sólo aparente.
 
Augusto Monterroso

El dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



El buen hombre debió herniarse para llegar a tanto. No sé qué le verán al famoso microcuento.
 
Bueno, Juvenal, cuanto menos, invita a pensar. Imagino que ahí está el secreto del relato, lo abierto del mismo, aún en apariencia hermético, ya que la visión de cada lector será completamente distinta a cada una de las lecturas que se haya hecho de él.
Desde mi obtusa imaginación, me recreo en el pensamiento de la desesperación, de la pesadilla del profundo sueño patentada con la visión del despertar... o quizá sea un círculo en el que jamás se despierta y las pesadillas nos persiguen, como si fueran pecados que debemos purgar en uno y otro sueño del que jamás despertaremos... o tal vez una vida plagada de miedos en la que no se distingue la realidad del sopor... o simplemente eso, que tenemos un dinosaurio que nos hace compañía :D
 
o imagina que un dinosaurio ha estado persiguiendote en sueños y has despertado cuando casi iba a atraparte y al abrir los ojos ves al dinosaurio frente a ti.........pero, quien dice que tu seas una persona?
 
LA PARTIDA (Kafka)

ordené que trajeran mi caballo del establo. El criado no me entendió, así que fui yo mismo. Ensillé el caballo y lo monté. A la distancia oí el sonido de una trompeta y pregunté al mozo su significado. Él no sabía nada; no había oído sonido alguno. En el portón me detuvo y preguntó:

- ¿Hacia donde cabalga señor?

- No lo sé -respondí-, sólo quiero partir, sólo partir, nada más que partir de aquí. Sólo así lograré llegar a mi meta.

- ¿Entonces conoce usted la meta? -preguntó él.

- Sí -contesté-. Ya te lo he dicho. Partir, esa es mi meta.

- ¿No lleva provisiones? -preguntó.

- No me son necesarias -respondí-, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no consigo alimentos por el camino. No hay provisión que pueda salvarme. Por suerte es un viaje realmente interminable.
 
[24] Como ejemplo de inutilidad de estos filósofos para las cosas de la vida, sirva el mismo Sócrates, juzgado por el oráculo de Delfos como el único hombre sabio, aunque sin ninguna razón. Pues, cuando en cierta ocasión trató de defender en público cierto asunto, tuvo que retirarse en medio de la carcajada general. Digamos, sin embargo, que en un punto este hombre fue lo suficientemente sensato como para rechazar el calificativo de "sabio", atribuyéndoselo a Dios. Sostenía, además, que el hombre sabio debía estar apartado de la política. Aunque quizá debiera haber ido más lejos y aconsejar a todo el que quiera contarse en el número de los hombres que renunciase a la sabiduría. ¿Qué fue sino la sabiduría la que le llevó a beber la cicuta después de las acusaciones? Cuando filosofaba sobre las nubes y las ideas, cuando medía el salto de una pulga o estudiaba el zumbido de un mosquito, se le escapaba todo lo relativo a la vida.
¿Y qué decir de su discípulo Platón, excelente abogado, que acudió a defenderle cuando peligraba su cabeza? Desorientado y aturdido por el tumulto de la chusma, apenas si pudo pronunciar el primer período. Y ¿para qué hablar de Teofrasto? Cuando se adelantaba a hablar ante una asamblea, se quedó de repente mudo como si hubiera visto al lobo. En tiempo de guerra, Isócrates habría electrizado a los soldados, pero era tan tímido que nunca se atrevió a abrir la boca. Cicerón, padre de la elocuencia romana, siempre comenzaba a hablar en un estado de nervios increíble, casi como un niño balbuciente. Fabio Quintiliano explica el hecho como señal de un orador inteligente y consciente del riesgo que corría. Pero, al hablar así, ¿no está admitiendo abiertamente que la sabiduría se opone a la buena gestión de los asuntos? Si la gente se desmaya de miedo cuando tiene que luchar con las simples palabras, ¿qué haría si tuviera que empuñar las armas?
Y lo que más admira es que todavía se siga celebrando, Dios santo, aquella célebre frase de Platón: "Felices los estados en que los filósofos son reyes o los reyes filósofos". Porque si observas la historia, te darás cuenta de que no ha habido peor peste para los estados que cuando el poder ha caído en manos de gobernantes tocados por la filosofía o aficionados a la literatura. Prueba de ello son los dos Catones: el uno perturbó la paz de la república con sus insensatas delaciones, y el otro llevó a la ruina la libertad del pueblo romano al querer defenderla con excesiva sabiduría. Puedes añadir a éstos los Brutos, los Casios, los Gracos y al mismo Cicerón, que fue no menos pernicioso a la república romana que lo fuera Demóstenes para Atenas. Por lo que atañe a Marco Aurelio, concedamos que fue un buen emperador, cosa que yo podría rebatir diciendo que su misma condición de filósofo le hacía impopular y molesto a sus ciudadanos. Admitamos que fue bueno, pero indudablemente hizo más mal a Roma, dejando el hijo que dejó, que beneficio con su administración.
De hecho, este tipo de hombres entregados día y noche a la sabiduría son desdichadísimos en todo, en especial a la hora de engendrar hijos. Me imagino que la naturaleza quiere asegurarse con ello que el mal de la sabiduría no se extienda entre los hombres. Pues es sabido que el hijo de Cicerón fue un degenerado, y que los hijos de aquel gran Sabio que fue Sócrates se parecían más a su madre que a su padre, es decir, que como alguien escribió certeramente: eran necios.

Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura.
 
12 de agosto de 1771

-"¡Ay de vosotros los hombres razonables!- exclamé sonriendo-.
¡Pasión!, ¡embriaguez!, ¡demencia! Estáis ahí tan tranquilos, tan
impasibles, vosotros los virtuosos reprobáis al borracho, despreciáis al
insensato, pasáis de largo como un sacerdote y dais gracias a Dios como
los fariseos, por que no os ha hecho como a uno de esos. Yo me embriagué
más de una vez, mis pasiones rayaron en la locura y ninguna de ambas me
pesa: pues he aprendido a comprender en su medida que todos los hombres
extraordinarios que han realizado cosas grandiosas, algo que parecía
imposible, ha sido siempre tildados de locos y borrachos.
Incluso en la vida ordinaria resulta intolerable el oír gritar a
casi todo el mundo ante una acción libre, noble, inesperada: "¡Ese
hombre está borracho; es un loco! ¡Avergonzaos vosotros los sobrios!
¡Avergonzaos vosotros los sabios!"
(...)
La naturaleza humana -continué argumentando- tiene sus límites:
puede soportar hasta cierto grado la alegría, las penas y sufrimientos,
pero sucumbe en cuanto sobrepasa esa barrera. No se trata por tanto aquí
de si uno es fuerte o débil, sino de si puede soportar el grado de
sufrimiento, bien sea moral o físico. Y me parece igualmente absurdo
tachar de cobarde a quien se quita la vida; como no sería pertinente
tildar de cobarde a quien muere de una fiebre maligna."
(...) Concederás que llamamos enfermedad mortal a aquella que
ataca de tal modo a la naturaleza que destruye en parte sus energías, en
parte las inutiliza para el servicio, hasta que ya no puede valerse más
por sí misma, ni es capaz de restablecer el curso ordinario de la vida
mediante alguna reacción afortunada.
Pues bien, querido, apliquemos esto mismo al espíritu. Observa
al hombre en sus limitaciones, mira cómo actúan sobre él las
impresiones, cómo arraigan en él las ideas, hasta que al fin una pasión
creciente le roba todas las serenas fuerzas de su razón y le impulsa a
su destrucción.
¡En vano el hombre sereno y sensato contempla el estado del
desdichado, vanas serán las palabras que le dirija! Viene a ser lo mismo
que si una persona de buena salud se sienta al lecho de un enfermo; no
podrá transferirle ni un ápice de sus fuerzas."


18 de agosto de 1771

Es como si un telón hubiese caído ante mi alma y el escenario de
la vida infinita se transforma ante mis ojos en el abismo de la tumba
siempre abierta. ¿Podrás decir: "Eso existe" cuando todo pasa?, ¿cuando
todo desaparece con la rapidez del relámpago y tan raramente perdura la
fuerza de su ser, ¡ay! arrastrado por la corriente, sumergido y
estrellado contra las rocas? No hay momento alguno que no te devore ni a
ti, ni a los que te rodean, ni un solo instante que tú no seas y debas
ser destructor; el más inocente paseo cuesta la vida a miles de
gusanillos, una pisada destruye la vivienda que con tanto esfuerzo han
construido las hormigas y sepulta un pequeño mundo en una mísera tumba.
¡Ay! No me conmueven las grandes y raras catástrofes del mundo, ni las
inundaciones que arrasan vuestros pueblos, ni los terremotos que se
tragan vuestras ciudades; asola mi corazón esa fuerza devoradora que
yace oculta en el universo de la naturaleza; que no ha creado nada que
no se autodestruya ni destruya a su vecino y a sí mismo. Y así, camino
tambaleándome, angustiado. Cielo y tierra y sus fuerzas creadoras me
rodean; no veo más que un monstruo eternamente devorando, eternamente
rumiando.


21 de agosto de 1771

Es una desgracia, Wilhelm; mis facultades activas se han
destemplado en una inquieta laxitud, no puedo estar ocioso y tampoco
puedo emprender nada. Ya no tengo imaginación, la naturaleza me deja
insensible, y los libros me hastían. Todo nos falta cuando nos faltamos
a nosotros mismos. Te juro que muchas veces quisiera ser un jornalero
para tener al despertarme por las mañanas una visión global del día, un
impulso, una esperanza. (...), me viene a la memoria la fábula del
caballo que cansado de su libertad se dejó ensillar y poner riendas,
siendo además montado, para su vergüenza... Yo no se´qué voy a hacer...
Y...¡querido amigo!, ¿no será tal vez la nostalgia de mudar de
situación, esa impaciencia íntima y enojosa que me persigue por todas
partes?




WERTHER

WOLFGANG VON GOETHE
 
Erudito e irrepetible Wolfgang. Un poco de ironía británica:

Afirmo que, partiendo de estas premisas, el más virtuoso de los hombres tiene derecho a convertir el fuego en un placer y a pitarlo, como haría con cualquier representación que despertase las expectativas del público para luego defraudarlas. Citemos a otra gran autoridad, veamos lo que dice el Estagirita. Aristóteles (creo que en el Libro Quinto de su Metafísica) describe lo que él llama [...] el ladrón perfecto; y por su parte, el señor Howship, en su obra sobre la Indigestión, no tiene escrúpulos en hablar con admiración de cierta úlcera que había visto y que califica de "una hermosa úlcera". ¿Pretenderá alguien que, considerando las cosas en abstracto, Aristóteles pudiera pensar en un ladrón como en un personaje perfecto o el señor Howship enamorarse de una úlcera? Aristóteles, como es sabido, fue persona tan sumamente moral, que, no contento con escribir su Ética a Nicómaco en un volumen en octavo, escribió también otro sistema, titualdo Magna Moralia o Gran Ética. Es del todo imposible que un hombre que redacta éticas, grandes o pequeñas, admire a un ladrón per se; em cuanto al señor Howship, nadie ignora que está en guerra con las úlceras y, sin dejarse seducir por sus encantos, hace lo posible por desterrarlas del condado de Middlesex. Pero no es menos cierto que, por más reprobables que sean per se, tanto un ladrón como una úlcera pueden tener infinitos grados de mérito en relación con otros individuos de su misma clase. Ambos son, en verdad, imperfecciones, pero como su esencia es ser imperfectos, la grandeza misma de su imperfección se vuelve una perfección. Spartam nactus est, hanc exorna. Un ladrón como Autólico o el una vez famoso George Barrington, y una tremenda úlcera fagedénica soberbiamente definida, con cada una de sus fases naturales bien marcadas, pueden considerarse tan ideales en su clase como la más impecable rosa de musgo entre las flores, en su progreso desde el botón hasta la "pura, encendida rosa", o la más bella muchacha, adornada con todas las galas de la feminidad, entre las flores humanas. Y así no sólo es imposible imaginar el tintero ideal, como lo demostró el Sr. Coleridge en su celebrada correspondencia con el señor Blackwood -lo cual, por lo demás, no creo tan extraordinario, pues un tintero es un objeto laudable y un componente valioso de la sociedad-, sino que hasta la imperfección misma puede tener su estado ideal o perfecto.
Les presento mis disculpas, señores, por hablar tanto y tan seguido de filosofía; permítanme ahora aplicar lo que he dicho. Cuando un asesinato se encuentre en el tiempo futuro imperfecto -o sea, que no se ha cometido ni se está cometiendo sino que aún ha de cometerse- y tengamos noticia de ello, tratémoslo moralmente. Supongamos, en cambio, que ya se ha cometido y podemos decir de él que está consumado, o (en durísimo moloso de Medea) está hecho, es un fait accompli; supongamos que la pobre víctima ha dejado de sufrir y que el miserable asesino ha desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra; supongamos, en fin, que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, estirando la pierna para poner una zancadilla al criminal en su huida, aunque sin éxito -"abiit, evasit, excessit, erupit", etc.-; suponiendo todo esto me permito preguntar: ¿de qué sirve aún más virtud? Ya hemos dado lo suficiente a la moralidad: ha llegado la hora del buen gusto y de las bellas artes. No hay duda de que el caso fue triste, tristísimo, pero no tiene remedio. Hagamos lo que esté a nuestro alcance con lo que nos queda entre manos, y, si es imposible sacar nada limpio para fines morales, tratemos el caso estéticamente y veamos si con ello conseguimos algo. Tal es la lógica del hombre sensato. ¿Cuál es el resultado? Pues que secamos nuestras lágrimas y quizá tengamos la satisfacción de descubrir que unos hechos lamentables y sin defensa posible desde el punto de vista moral resultan una composición de mucho mérito al ser juzgados con arreglo a los principios del buen gusto. Así queda contento todo el mundo; se confirma el viejo refrán de que no hay mal que por bien no venga, el aficionado comienza a levantar cabeza cuando ya empezaba a cobrar un aire bilioso y alicído por su excesiva atención a la virtud, y prevalece la hilaridad general. La virtud ha tenido su momento y en adelante la Virtú, tan parecida que difiere en una sola letra (por la cual no vale la pena pelearse), la Virtú, digo, y el Juicio Crítico tienen licencia para valerse por sí mismos. Este principio, señores, será el que oriente nuestros estudios, desde Caín hasta el Sr. Thurtell. Visitemos cogidos de la mano la gran galería del asesinato, poseídos de deliciosa admiración, mientras trato de señalar a ustedes los objetos en que la crítica se ejercita con provecho.

Thomas De Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes.
 
Les dejo un fragmento interesantísimo de Rayuela (Cortázar):

"Este hombre se mueve en las frecuencias más bajas y las más altas, desdeñando deliberadamente las intermedias, es decir la zona corriente de la aglomeración espiritual humana. Incapaz de liquidar la circunstancia, trata de darle la espalda; inepto para sumarse a quienes luchan por liquidarla, pues cree que esa liquidación será una mera sustitución por otra igualmente parcial e intolerable, se aleja encogiéndose de hombros. Para sus amigos, el hecho de que encuentre su contento en lo nimio, en lo pueril, en un pedazo de piolín o en un solo de Stan Getz, indica un lamentable empobrecimiento; no saben que también está el otro extremo, los arrimos a una suma que se rehúsa y se va ahilando y escondiendo, pero que la cacería no tiene fin y que no acabará ni siquiera con la muerte de ese hombre, porque su muerte no será la muerte de la zona intermedia, de las frecuencias que se escuchan con los oídos que escuchan la marcha fúnebre de Sigfrido."
(...)
"En un plano de hechos cotidianos, la actitud de mi inconformista se traduce por su rechazo de todo lo que huele a idea recibida, a tradición, a estructura gregaria basada en el miedo y en las ventajas falsamente recíprocas. Podría ser Robinsón sin mayor esfuerzo. No es misántropo, pero sólo acepta de hombres y mujeres la parte que no ha sido plastificada por la superestructura social; él mismo tiene medio cuerpo metido en el molde y lo sabe, pero ese saber es activo y no la resignación del que marca el paso. Con su mano libre se abofetea la cara la mayor parte del día, y en los momentos libres abofetea la de los demás, que se lo retribuyen por triplicado. Ocupa así su tiempo con líos monstruosos que abarcan amantes, amigos, acreedores y funcionarios, y en los pocos ratos que le quedan libres hace de su libertad un uso que asombra a los demás y que acaba siempre en pequeñas catástrofes irrisorias, a la medida de él y de sus ambiciones realizables; otra libertad más secreta y evasiva lo trabaja, pero solamente él (y eso apenas) podría dar cuenta de sus juegos."

Me identifico plenamente con esto.
 
Les dejo otro texto terrorífico (con bastantes puntos en común con La Náusea de Sartre):

En Sartor Resartus, Carlyle ha dejado lo que el doctor James Halliday denomina “una asombrosa descripción de un estado mental psicótico, en gran parte depresivo, pero en parte también esquizofrénico”.

“Los hombres y mujeres a mi alrededor –escribe Carlyle-, hasta cuando me hablaban, eran únicamente Figuras; yo había olvidado prácticamente que estaban vivos, que no eran meros autómatas. En medio de sus atestadas calles y reuniones, yo iba solitario y me sentía feroz –aunque era mi propio corazón, no el de otro, lo que estaba devorando- como el tigre en la selva... Para mí, el Universo carecía de Vida, de Propósito, de Volición y hasta de Hostilidad; era una enorme, inconmensurable y muerta máquina de Vapor, girando con la indiferencia de lo muerto para triturarme miembro a miembro... Sin esperanza, no tenía ningún miedo definido, ni del Hombre ni del Diablo. Y sin embargo, de modo extraño, vivía en temor continuo, indefinido y agotador; era un hombre trémulo, pusilánime, temeroso de no sé qué; me parecía que todas las cosas, las de arriba, en el Cielo, y las de abajo, en la Tierra, iban a hacerme daño; como si el Cielo y la Tierra fueran las ilimitadas mandíbulas de un Monstruo devorador, mientras yo, palpitante, permanecía a la espera de ser devorado”.

Renée y el idólatra de los héroes están evidentemente describiendo la misma experiencia. Los dos perciben la Infinitud, pero en la forma del “Sistema”, de la “inconmensurable Máquina de Vapor”. Para los dos también, todo es significativo, de modo que todo suceso carece totalmente de sentido, todo objeto es intensamente irreal y todo ser que se llama a sí mismo humano es un muñeco con cuerda, un muñeco que hace grotescamente sus movimientos de trabajo o juego, sus movimientos de amar, de odiar, de pensar, de ser elocuente, heroico, santo, lo que se quiera. El robot, si no sabe hacer muchas cosas, no es nada.

“Cielo e Infierno”. Aldous Huxley
 
Aquí les dejo esta delicatessen. Al ser un fragmento, he pensado que este es el lugar más indicado, si bien está estrechamente relacionado con el hilo sobre literatura latina. Si alguna autoridad cree conveniente moverlo, adelante.

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Mantuvo relaciones incestuosas con todas sus hermanas, y en pleno convite las colocaba una a una, por turno, en la parte inferior de su asiento, mientras que su mujer se sentaba en la superior. De ellas se cree que cuando todavía vestía la pretexta, violó a Drusila, que era virgen, y que fue sorprendido en cierta ocasión acostado con ella por su abuela Antonia, en cuya casa se criaban juntos; más tarde se la arrebató al ex cónsul Lucio Casio Longino, estando ya casada con él, y la trató públicamente como si fuera su mujer legítima; y, hallándose enfermo, la declaró también heredera de sus bienes y del imperio. Cuando ella murió decretó un período de luto público, durante el cual se consideró delito de pena capital haberse reído, haberse bañado y haber cenado con los padres o la mujer o los hijos. [...]
No fue más respetuoso ni benigno con los senadores. A algunos que habían ejercido los más altos cargos les permitió correr vestidos con la toga junto a su carro, a lo largo de varias millas, y permanecer de pie mientras cenaba, ya junto a su diván, ya a sus pies, con un lienzo a la cintura; a otros, aunque los había eliminado en secreto, siguió no obstante convocándolos como si aún vivieran, fingiendo pocos días después que se habían suicidado voluntariamente. Desposeyó de la magistratura a los cónsules por haberse olvidado de anunciar su natalicio, y el Estado estuvo tres días privado de la más alta potestad. A su cuestor, le mandó azotar despojándole del vestido y extendiéndolo bajo los pies de los soldados, para que se apoyaran con más fuerza al azotarle.
Con similar arrogancia y violencia trató a todos los demás órdenes. Sobresaltado por la algarabía de los que ocupaban las localidades gratuitas en el circo desde la media noche, hizo desalojarlos a todos a palos; y durante aquel tumulto fueron aplastados más de veinte caballeros romanos, otras tantas matronas y una muchedumbre innumerable de gente. [...] En los combates gladiatorios, haciendo quitar a veces los toldos bajo un sol abrasador, prohibía que se dejara salir a nadie, y suprimiendo las competiciones habituales, presentaba fieras escuálidas, gladiadores vulgarísimos y consumidos por la vejez y, en lugar de simples esgrimidores, padres de familia honorables, pero distinguidos por alguna deformidad física. [...]
Obligaba a los padres a presenciar el suplicio de sus hijos: a uno de ellos que se excusaba por su poca salud le envió una litera, y a otro, después de haber presenciado la ejecución, lo invitó al instante a un banquete y lo incitó con toda cortesía a que riera y bromeara. Durante varios días seguidos hizo azotar en su presencia con cadenas a un intendente de juegos gladiatorios y de cacerías, pero no lo mató hasta que se sintió molesto por el hedor de su cerebro putrefacto. Quemó a un poeta de atelanas en medio de la arena del anfiteatro por un verso de doble sentido. Arrojó a un caballero romano a las fieras y, al ver que se había proclamado inocente, ordenó sacarlo del anfiteatro y, tras cortarle la lengua, hizo arrojarlo de nuevo. [...]
Mostraba la misma crueldad en sus actos y palabras cuando relajaba su espíritu y se entregaba al juego y los banquetes. Muchas veces, mientras almorzaba o celebraba la orgía, se hacían en su presencia graves interrogatorios acompañados de torturas, y un soldado, especializado en el arte de degollar, cortaba la cabeza a todos los presos que le llevaban de la cárcel. [...] En Roma, durante un banquete público, porque había sido sustraída una lámina de plata de unos lechos por un esclavo, lo entregó enseguida al verdugo para que fuera conducido por los corros de los comensales con las manos cortadas y colgadas al cuello por delante del pecho, precedido de un cartel que indicara el motivo del castigo. [...] Entre sus múltiples bromas, colocándose un día junto a la estatua de Júpiter, preguntó al actor trágico Apeles quién de los dos le parecía mayor y, al ver que dudaba en responder, lo desgarró a latigazos alabando a menudo la voz con que le suplicaba como una voz dulcísima incluso entre sus gemidos. Siempre que besaba el cuello de su esposa o de alguna amante añadía: "una cabeza tan bella será arrancada en cuanto lo ordene". [...]
Pensó incluso destruir los poemas de Homero, preguntando "por qué rzón no podia hacer él lo que había hecho Platón, que expulsó a aquél de la ciudad que ideaba". Pero faltó poco también para que retirara los escritos y las imágenes de Virgilio y Tito Livio de todas las bibliotecas, pues censuraba al primero como un poeta falto de talento y de muy poca erudición, y al segundo como un historiador prolijo y descuidado en la narración. [...]
Sobrepasó las fantasías de todos los manirrotos con los derroches de su prodigalidad, ideando los tipos de baños y cenas más extraños, hasta el punto de que se lavaba con ungüentos calientes y fríos, sorbía perlas costosísimas disueltas en vinagre y servía a sus convidados panes y alimentos de oro, repitiendo "que convenía que el homnre fuera frugal o César". Más aún, durante varios días arrojó a la plebe incluso monedas de gran valor desde lo alto de la basílica Juila. [...] Y, para no exponer todas las cosas detalladamente, [recordaré que] en el transcurso de un año incompleto dilapidó inmensas riquezas y todo el tesoro de Tiberio César, valorado en dos mil setencientos millones de sestercions.
Así pues, al verse arruinado y sin recursos, se entregó a la rapiña recurriendo a un variado y refinadísimo catálogo de trampas legales, subastas e impuestos. [...]

Suetonio, Vidas de los Césares, IV.
 
JEWEL

Es porque está todo el tiempo ahí fuera, justo debajo de la ventana, martilleando y serrando esa maldita caja. Donde ella tiene que verle por fuerza. Donde cada bocanada de aire que ella aspira está llena de sus martillazos y aserraduras. Donde ella puede ver cómo le dice: Mira. Mira la estupenda caja que te estoy haciendo. Le dije que se fuera a otra parte. Le dije: Santo Dios, ¿es que ya quieres verla dentro? Es como cuando era niño y ella dijo que si tuviera un poco de abono cultivaría algunas flores, y él se llevó la cazuela del pan y la trajo llena de estiércol de la cuadra.
Y ahora todas ésas ahí sentadas, como buitres. Esperando, abanicándose. Porque yo digo que por qué no puede dejar de serrar y clavar clavos ni un momento, no dejando dormir como es debido a nadie y haciendo que tenga que tener las manos fuera de la colcha como dos raíces de esas que cuando las sacas y quieres lavarlas nunca consigues que queden del todo limpias. Veo el abanico y el brazo de Dewey Dell. Digo que por qué no la dejan en paz. Serrando y martillando todo el santo día, y dándole el aire en la cara tan rápido que cuando está cansada casi no puede ni respirarlo, y esa maldita azuela todo el rato "ya queda menos"... Ya queda menos. Ya queda menos, hasta que todo el mundo que pase por el camino tenga que pararse a mirarla y decir lo buen carpintero que es Cash. Si de mí hubiera dependido cuando Cash se cayó de aquella iglesia, si de mí hubiera dependido cuando padre tuvo que guardar cama al caerle encima aquella carga de leña..., hoy no estarían viniendo todos y cada uno de los bastardos del condado a mirarla fijamente como la miran, porque si hay Dios ¿para qué diablos sirve? Estaríamos ella y yo solos en lo alto de una colina, y haría rodar rocas y rocas hacia sus caras, y las levantaría y las lanzaría contra caras y dientes y demás, por Dios bendito, hasta que ella pudiera estar tranquila sin que esa maldita azuela estuviera todo el tiempo repitiendo Ya queda menos. Ya queda menos..., y al fin podríamos estar tranquilos.

William Faulkner; Mientras agonizo.
 
LAS ARTES Y LOS OFICIOS

Hay una actividad común a todos, hombres y mujeres, de la que nadie queda exento: la agricultura. Forma parte de la educación del niño desde su infancia. Todos aprenden sus primeras nociones en la escuela. Y también en la salidas que hacen a los campos cercanos a la ciudad. Aquí son entrenados, no sólo observando los trabajos que se realizan, sino trabajando ellos mismos, lo que les proporciona un buen ejercicio físico.

Además de la agricultura, que, como acabo de decir, es una actividad común a todos, cada uno es iniciado en un oficio o profesión como algo personal. Los oficios más comunes son el tratamiento de la lana, la manipulación del lino, la albañilería, los trabajos de herrería y carpintería. Aparte estos oficios, no hay otros que merezca la pena mencionar, ya que los practican pocos.

Los vestidos tienen la misma forma para todos los habitantes de la isla. Están cortados sobre un mismo patrón, que no cambia nunca. Las únicas diferencias son las que distinguen al hombre de la mujer, al célibe del casado. El corte no deja de ser elegante y facilita los movimientos del cuerpo, al mismo tiempo que inmuniza contra el frío y contra el calor. Cada familia confecciona sus propios vestidos.

Todos, hombres y mujeres, sin excepción, han de aprender uno de los oficios arriba señalados. Las mujeres, sin embargo, por su constitución más débil, se dedican a trabajos menos duros, ya que trabajan casi exclusivamente la lana y el lino. A los hombres, en cambio, se les confía actividades más penosas.

En general, casi todos los niños son educados en la profesión de sus padres. Es algo que llevan en la misma sangre. Pero si alguien se siente atraído hacia otro oficio, es encomendado a otra familia. En tal caso, tanto su padre como el magistrado se cuidan de que sea puesto al servicio de un jefe de familia serio y honesto. Del mismo modo, si alguien especializado en un oficio, quiere aprender otro, se le permite hacerlo en idénticas condiciones. Una vez conseguidos los dos, puede ejercer el que más le agrade, a condición, sin embargo, de que la ciudad no necesite más de uno de ellos.

La principal, por no decir única, misión de los sifograntes, es velar para que nadie se entregue a la ociosidad y a la pereza. Han de procurar que todos se apliquen de una forma asidua a su trabajo. Pero sin, por ello, fatigarse sin resuello, como una bestia de carga desde que amanece hasta que anochece. Esta vida embrutecedora para el espíritu y para el cuerpo, es peor que la tortura y la esclavitud; y sin embargo esta es la condición de los trabajadores en todas partes, ¡excepto entre los utopianos!

Estos dividen en veinticuatro horas iguales el día, incluyendo también la noche. De ellas solamente dedican al trabajo seis horas, distribuidas así: Tres horas, antes del mediodía, y a continuación almuerzan. Terminado el almuerzo dedican dos horas al descanso o siesta. A continuación trabajan otras tres horas, para terminar con la cena. Como quiera que la primera hora se cuenta a partir de mediodía, son las ocho cuando van a la cama. Al sueño se reservan otras ocho horas.

El tiempo que les queda entre el trabajo, la comida y el descanso se deja al libre arbitrio de cada uno. Se busca que cada uno, lejos de perder el tiempo en la molicie y ociosidad, se distraiga, en un hobby, al margen de sus ocupaciones habituales.

La mayor parte consagra estas horas de tiempo libre al estudio. Antes de salir el sol se organizan todos los días cursos públicos. Sólo están obligados a asistir a ellos los que han sido elegidos personalmente para estudiar. Pero hay que reconocer que un gran número, tanto de hombres como de mujeres de todas condiciones, se agolpan en el lugar de los cursos para escuchar sus lecciones, unos a unas, otros a otras según sus preferencias. Por otra parte, si alguno prefiere dedicar este tiempo libre a los trabajos de su oficio, nadie se lo impide. Sabido es que hay un buen número de personas a las que no atrae la alta especulación y lejos de criticarles por ello, se les felicita por el servicio que prestan a la comunidad.

Después de cenar pasan una hora de recreo, durante el verano en el jardín, y en las salas de los comedores públicos durante el invierno. Allí se entregan a la música o se entretienen charlando. Los juegos de azar, como los dados, cartas, tan impropios y nefastos ni siquiera los conocen. No obstante, sí practican dos juegos que se parecen bastante al ajedrez: uno es un combate de números, en el que unos números atrapan a otros. En el segundo, virtudes y vicios entablan una cerrada batalla. Este último juego muestra a las claras la anarquía de los vicios entre sí, y su perfecto acuerdo cuando se trata de luchar contra las virtudes. Hace ver, además, cuáles son los vicios opuestos a determinadas virtudes, qué armas despliegan los vicios cuando atacan por el flanco, qué tropas lanzan a la lucha abierta, y qué posición defensiva permite a las virtudes contener a los ejércitos del vicio, y con qué artimañas burlan sus ataques. Finalmente, hacen ver cuáles son los medios que permiten a uno y otro campo asegurar la victoria.

Pero, en este momento, quiero salir al encuentro de un posible engaño. Quizás se diga: ¿Son suficientes seis horas de trabajo para proporcionar a la población los alimentos de primera necesidad? Ese tiempo no sólo es suficiente sino que sobra para producir no sólo los bienes necesarios, sino también los superfluos. Lo comprenderás enseguida conmigo, si observas atentamente el gran número de gente ociosa que hay en otras naciones. En primer lugar, casi todas las mujeres -que es la mitad de la población- y la mayor parte de los hombres, cuando las mujeres trabajan, roncan a sus anchas durante todo el día.

Has de añadir esa turba ociosa de curas y de los llamados «religiosos». Poned además todos los ricos, sobre todo los terratenientes a los que vulgarmente llaman «señores» y «nobles». Incluid en este número a la servidumbre, esa chusma de bergantes con librea. Y finalmente, ese ejército de mendigos, robustos y sanos, que esconden su pereza tras una enfermedad fingida. Te darás cuenta entonces que hay muchas menos personas de las que piensas, que con su trabajo producen todos los bienes que consumen los mortales.

Ten en cuenta también el pequeño número de los que se dedican a oficios necesarios. Y es natural que así sea: en un mundo en que todo lo medirnos por el dinero, se. ejercen muchas actividades completamente vanas y superfluas, al servicio exclusivo del lujo y del despilfarro. Pero supongamos que la masa de trabajadores actuales se repartiera entre los pocos oficios que producen los igualmente poco numerosos bienes necesarios para una vida sana y cómoda. ¿Qué pasaría, entonces? Pues que habría tal abundancia de bienes que los precios bajarían hasta tal punto que los mismos obreros no podrían sustentar su vida. Supongamos ahora que todos esos que se dedican a las artes improductivas y que esa turba de vagos que languidece en la ociosidad y en la pereza -y que dicho sea de paso, uno de ellos consume más del fruto del trabajo de otros que dos obreros que trabajan- se ponen a trabajar en actividades útiles. ¿Qué sucedería? Comprenderíamos fácilmente que para producir lo que exigen la necesidad, la comodidad e incluso el placer -un placer verdadero y natural, se entiende- habría tiempo suficiente, e incluso sobraría.

Pues esto es lo que los hechos demuestran en Utopía. Allí, en toda la ciudad y sus alrededores difícilmente podremos encontrar quinientas personas en edad y en condiciones de trabajar -hombres y mujeres- exentas del trabajo. Entre ellas se cuentan los sifograntes. Y sin embargo, estos magistrados, aunque exentos oficialmente de trabajos manuales, siguen trabajando como los demás ciudadanos, a fin de estimular con su ejemplo a los demás.

De este mismo privilegio de exención gozan los destinados al estudio de las ciencias y de las letras. El pueblo, asesorado por la recomendación de los sacerdotes y por los votos secretos de los sifograntes les otorga vacación perpetua. Si alguno de los elegidos defrauda las esperanzas del pueblo, es devuelto a la clase trabajadora. Pero, sucede con frecuencia, que si un obrero en sus horas libres llega a adquirir por su constancia y diligencia un dominio notable de las letras, se le libera del trabajo mecánico y se le admite en la clase intelectual.

De esta clase intelectual se eligen los embajadores, los sacerdotes, los traniboros. Y finalmente, al principc mismo, a quien en su lengua primitiva llaman Barzanes, y hoy día «Ademos». El resto de la población, siempre activa y dedicada a actividades útiles produce en pocas horas de trabajo los bienes que necesita y de los que ya he hablado.

Añadamos a lo dicho otro factor económico: la dedicación a los oficios esenciales les permite realizar el trabajo con menos esfuerzo que los demás pueblos. La edificación o restauración de los edificios, por ejemplo, que tanto trabajo y tantos obreros cuesta, se debe a que el inmueble que el padre levantó, un heredero negligente lo deja caer poco a poco. Lógicamente, un edificio que se podría mantener con poco dinero, habrá de ser restaurado por el sucesor con grandes costos. Sucede incluso, y con frecuencia, que una casa levantada con fuertes desembolsos por una determinada persona, viene a manos de un hijo caprichoso. Este la abandona, no la repara y la deja caer, para construir luego otra más lujosa en otro lugar.

En Utopía, por el contrario, donde todo está tan previsto, y la comunidad tan organizada, no se destinan nuevas áreas a edificar casas. No se contentan con reparar las ya existentes, sino que se pone remedio a las que amenazan ruina. Esto hace que con poco trabajo los edificios duren muchísimo. Tampoco los obreros de este gremio tienen gran cosa que hacer. La mayor parte del tiempo la pasan en sus casas preparando el material y tallando y ajustando las piedras, por si surgiera alguna obra levantarla cuanto antes.

Fíjate ahora en la poca mano de obra que los utopianos necesitan para vestirse. Primeramente, el vestido de trabajo es de cuero o de piel, y puede durar hasta siete años. Para vestir en sociedad cubren estos vestidos más toscos con una clámide o manto. Su color es el natural de la tela, y es el mismo para toda la isla. De esta suerte emplean menos cantidad de paño que en otras partes y, lógicamente, es más barato. En cuanto al lino, exige todavía menos trabajo, por lo que su uso es más frecuente. Del lino sólo se aprecia la blancura radiante de la tela, y la limpieza en la lana, sin hacer caso alguno de la finura del hilo. De ordinario, pues, cada uno se contenta con un solo vestido y le dura generalmente dos años. En otras partes, sin embargo, cada uno necesita cuatro o cinco vestidos de lana de diferentes colores y otras tantas camisas de seda, y a los más delicados no les basta con diez. Los utopianos no encuentran razón alguna para desear más. No estarían mejor defendidos contra el frío, ni, por otra parte, irían un pelo más elegantemente vestidos.

En conclusión: Todos en Utopía trabajan en actividades útiles, que requieren poco trabajo. No debe extrañar, pues, que ante la abundancia de todas las cosas necesarias, se envía de tiempo en tiempo a gran número de trabajadores a reparar las vías públicas que pudieran estar deterioradas. Con frecuencia, incluso, si la necesidad de estos trabajos de reparación no se hace sentir, se anuncia oficialmente la disminución de las horas de trabajo. No se debe pensar que los magistrados impongan a los ciudadanos contra su voluntad horas extras de trabajo.

Las instituciones de esta república no buscan más que un fin esencial: rescatar el mayor tiempo posible en la medida que las necesidades públicas y la liberación del propio cuerpo lo permiten, a fin de que todos los ciudadanos tengan garantizados su libertad anterior y el cultivo de su espíritu. En esto consiste, en efecto, según ellos, la verdadera felicidad.


Thomas More; Utopía, II, IV.
 
Este siempre me ha gustado:

-Señor, no hay lugar en el mundo donde no se conozca tu nombre.

- Me dicen que es así.

- Y tienes fama de ser el caballero perfecto.

- He procurado que así sea.

- Estás solo en tu perfección.

- Hasta que venga uno mejor. Cualquiera puede intentarlo. Pero esas son afirmaciones u opiniones ¿cual es la pregunta?

- ¿Es suficiente?

-¿Que?

- ¿Te basta con eso?

Un negro furor estremeció a sir Lanzarote, y sus labios, con una mueca, mostraron los dientes. La mano derecha se conroscó en la empuñadura de la espada como una serpiente, y la mitad de la hoja de plata asomó de la vaina. Lyonel sintió en las mejillas las caricias del viento de la muerte.

Luego presenció en un solo hombre un combate tan feroz como el que jamás habían entablado dos caballeros, vió las estocadas y las heridas y un corazón perforado de un tajo. Y también presenció la victoria, la muerte del furor y el mórbido triunfo de Lanzarote, los ojos perlados de sudor y de fiebre entrecerrados como los de un halcón, el brazo derecho que se arropaba en el manto mientras la hoja se deslizaba en su funda.

-Aquí termina el bosque -dijo Lanzarote-. He oido comentar que el bosque se detiene donde empieza el suelo de pizarra. Qué dorado se ve el sol sobre la hierba dorada. No lejos de aquí, sobre una ladera, se encuentra la figura de un gigante que blande una maza. Y sé que en otro lugar hay un monstruoso caballo blanco. Y nadie sabe quién o cuándo los hizo.

- Señor... -comenzó sir Lyonel.

Y el caballero más grande de todo el mundo se volvió a él con una sonrisa.

- Diles que tenía sueño -dijo Lanzarote-. Diles que tenía más sueño del que nunca tuve en siete años. Y di a tus jovenes amigos que buscaba un poco de sombra para ampararme del sol.

- A mi derecha, señor, veo un manzano.

- Así es. Vayamos hacia él, pues me pesan los párpados.

Y Lyonel supo de la dureza de la batalla y de la fatiga de la victoria, cuyo único trofeo fue el sueño.

Lanzarote se tendió en la hierba, debajo del manzano, usando su yelmo por almohada y se sumió en la más tenebrosa de las cavernas del olvido. Sir Lyonel se sentó al lado de su tio y supo que había presenciado una grandeza que trascendía la razón, un coraje que volvía pusilánimes las palabras, y una paz que no se conquistaba sin padecimientos. Y Lyonel se sintió bajo y mezquino y traicionero como una mosca de muladar mientras Lanzarote dormía como una imagen de alabastro.

Al velar junto al caballero durmiente, sir Lyonel pensó en la interminable cháchara de los jóvenes que se reunían para celebrar la muerte sin haber vivido, en las críticas a los combatientes hechas por quienes jamás habían empuñado una espada, en los perdedores que nada habían apostado. Recordó que, según decían, el caballero dormido era demasiado estúpido para saber que era ridículo, demasiado ingenuo para ver la vida que lo rodeaba, convencido de la perfectibilidad en medio de un cúmulo de maldades, romántico y sentimental en un mundo donde la realidad es dueña y señora, un anaconismo antes de la creación. Y en sus oídos retumbaron las burlonas palabras del fracaso, la flaqueza y la mezquindad engreídas, proclamando con una cobardía disfrazada de prudencia, que la fortaleza y la generosidad eran ilusorias.

Sir Lyonel supo que este caballero dormido acometería su derrota sin angustias ni vacilaciones, y que al final aceptaría la muerte con gracia y cortesía, como si se tratara de un galardón. Y de pronto supo sir Lyonel por qué Lanzarote galoparía por los siglos con la lanza en ristre, entrelazando con ella, como a vibrantes anillos, los corazones de los hombres. Tomó partido por Lanzarote. Ahuyentó una mosca del rostro del caballero.

John Steinbeck: Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros

Perdón si es largo, pero cortarlo me parecía una mutilación.
 
Trafalgar - Benito Pérez Galdós.


"Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre Ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después.

Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.

Pero en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándole, y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la oscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje, el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, el sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, registro de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas pareces ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo couanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.

Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la defensa como brutal la agresión; y, como había oído decir que la justicia triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se encsanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con asiedad; y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una oración que no era padrenuestro ni avemaría, sino algo nuevo que a mí se me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo."


Lo puse no hace mucho en el foro talante, pero éste también es su lugar.
 
¿Qué es el alma?

Uno de los rasgos más dolorosos de los recientes avances de la ciencia es que cada uno de ellos nos hace saber menos de lo que creíamos saber. Cuando yo era joven, todos sabíamos, o creíamos saber, que un hombre consta de un alma y un cuerpo; que el cuerpo existe en el tiempo y en el espacio, pero el alma solamente en el tiempo. Si el alma sobrevive a la muerte, era una cuestión acerca de la cual las opiniones podían diferir; pero que había un alma era tenido por indudable. En cuanto al cuerpo, el hombre sencillo, desde luego, consideraba su existencia como evidente por sí misma; y lo mismo ocurría con el hombre de ciencia; pero el filósofo era capaz de analizarlo de acuerdo con una u otra moda, reduciéndolo, por lo general, a ideas en la mente del hombre que tenía el cuerpo en cuestión, y en la de algún otro que diese en reparar en él. Nadie tomaba en serio al filósofo, sin embargo, y la ciencia continuaba siendo cómodamente materialista, aun en manos de científicos completamente ortodoxos.

Actualmente, aquellas viejas y delicadas ingenuidades se han perdido: los físicos nos aseguran que no hay nada parecido a la materia, y los psicólogos nos aseguran que no hay nada parecido al alma. Es un acontecimiento sin precedentes. ¿Quién oyó jamás a un zapatero decir que no existe nada parecido a unas botas, o a un sastre afirmar que todos los hombres están en realidad desnudos? Sin embargo, ello no hubiese sido más extraño que lo que los físicos y algunos psicólogos han estado haciendo. Para comenzar por los últimos, diremos que algunos de ellos intentan reducir todo lo que parece actividad mental a una actividad del cuerpo. Sin embargo, en esta reducción de actividad mental a actividad física hay varias dificultades. No creo que podamos decir todavía con seguridad si dichas dificultades son o no son insuperables. Lo que podemos decir, sobre la base de la misma física, es que eso que hasta ahora hemos llamado nuestro cuerpo es en realidad una elaborada construcción científica que no se corresponde con ninguna realidad física. Los modernos aspirantes a materialistas se encuentran así en una curiosa situación, porque en tanto pueden reducir las actividades de la mente a actividades corporales con cierto grado de éxito, no pueden explicar el hecho de que este mismo cuerpo sea tan sólo un concepto cómodo elaborado intelectualmente. De modo que nos encontramos dando vueltas y vueltas en un círculo: la mente es una emanación del cuerpo y el cuerpo es una invención de la mente. Evidentemente, esto no puede ser completamente cierto, y tenemos que buscar algo que no sea mente ni cuerpo, y de donde los dos puedan proceder.

Empecemos con el cuerpo. El hombre corriente piensa que los objetos materiales deben de existir, ciertamente, puesto que son evidentes para los sentidos. Podremos dudar de cualquier otra cosa, pero aquello contra lo que podamos darnos un golpe tiene que ser real; ésta es la metafisica del hombre corriente. Esto está muy bien, pero viene el físico y demuestra que usted nunca tropieza con nada; incluso cuando se dé de cabezazos contra un muro de piedra, realmente no lo toca. Cuando usted cree tocar una cosa, existen ciertos electrones y protones que forman parte de su cuerpo y que son atraídos y repelidos por ciertos electrones y protones de la cosa que usted cree estar tocando, pero no existe contacto verdadero. Los electrones y los protones de su cuerpo, al ser agitados por la proximidad de otros electrones y protones, son perturbados, y transmiten la perturbación a lo largo de sus nervios hasta el cerebro; el efecto en el cerebro es lo imprescindible para que se tenga sensación de contacto, y, mediante experimentos apropiados, esta sensación puede hacerse por completo engañosa. Los electrones y los protones, por su parte, son solamente, sin embargo, una primera y burda aproximación, un modo de recoger en un fardo series de ondas o las probabilidades estadísticas de varias clases de sucesos distintas. De esta manera, la materia se ha convertido en algo demasiado fantasmal para que se lo pueda utilizar como bastón adecuado para golpear la mente. La materia en movimiento, que solía parecer tan incuestionable, resulta ser un concepto completamente inadecuado para las necesidades de la física.

No obstante, la ciencia moderna no proporciona indicación alguna acerca de la existencia del alma o de la mente como entidad; en verdad, las razones para no creer en ella son de una especie muy parecida a las razones para no creer en la materia. La mente y la materia eran algo así como el león y el unicornio luchando por la corona; el final de la batalla no es la victoria de uno sobre otro, sino el descubrimiento de que ambos son meras invenciones heráldicas. El mundo está constituido por acontecimientos, no por cosas que perduran durante largo tiempo y tienen propiedades cambiantes. Los acontecimientos pueden ser reunidos en grupos ateniéndonos a sus relaciones causases. Si las relaciones causases son de una clase, el grupo de acontecimientos resultante puede ser llamado objeto físico, y si las relaciones causases son de otro orden, el grupo resultante puede ser llamado mente. Cualquier acontecimiento que se produzca en el interior de la cabeza de un hombre pertenecerá a grupos de ambas clases; considerado como perteneciente a un grupo de una clase, es un elemento constitutivo de su cerebro, y considerado como perteneciente a un grupo de otra clase, es un elemento constitutivo de su mente.

De tal suerte, mente y materia no son más que modos convenientes de organizar acontecimientos. No puede haber razón para suponer que un trozo de mente o un trozo de materia sea inmortal. Se supone que el sol está perdiendo materia a razón de millones de toneladas por minuto. La característica más esencial de la mente es la memoria, y no hay razón alguna para suponer que la memoria asociada con una persona determinada sobreviva a su muerte. En realidad, existen todas las razones para pensar lo contrario, porque la memoria está claramente conectada con un cierto tipo de estructura cerebral; y, puesto que tal estructura se desmorona con la muerte, todo induce a suponer que la memoria también debe cesar. Aunque el materialismo metafísico no puede ser considerado como verdadero, emocionalmente, sin embargo, el mundo se parece mucho al que sería si los materialistas estuviesen en lo cierto. Yo creo que quienes se oponen al materialismo han actuado siempre movidos por dos deseos principales: el primero, demostrar que la mente es inmortal, y el segundo, demostrar que el poder último en el universo es antes mental que físico. Creo que los materialistas tienen razón en ambos respectos. Nuestros deseos, es cierto, tienen un poder considerable sobre la superficie de la tierra; la mayor parte de la tierra sobre este planeta tiene un aspecto completamente diferente del que hubiese tenido si el hombre no la hubiera utilizado para extraer alimento y riqueza. Pero nuestro poder está muy estrictamente limitado. Actualmente no podemos hacerle nada al sol ni a la luna, ni siquiera al interior de la tierra, y no hay la menor razón para suponer que lo que acontece en regiones a las que nuestro poder no alcanza tienen una causa mental. Es decir, para explicar la cuestión en pocas palabras, no hay razón para pensar que, excepto sobre la superficie de la tierra, algo ocurre porque alguien quiere que ocurra. Y puesto que nuestro poder sobre la superficie de la tierra depende enteramente de la provisión de energía que la tierra toma del sol, dependemos necesariamente del sol, y difícilmente pudiésemos realizar cualquiera de nuestros deseos si el sol se enfriase. Desde luego, es temerario dogmatizar acerca de lo que la ciencia puede alcanzar en el futuro. Podemos aprender a prolongar la vida de los hombres mucho más de lo que hoy parece posible; pero si hay alguna verdad en la física moderna, y más particularmente en la segunda ley de la termodinámica, no podemos esperar que la especie humana dure eternamente. Algunas personas podrán encontrar lúgubre esta conclusión, pero si somos honrados con nosotros mismos, tendremos que admitir que lo que suceda dentro de muchos millones de años no tiene mayor interés emocional para nosotros ahora. Y la ciencia, mientras reduce nuestras pretensiones cósmicas, aumenta nuestra comodidad terrena. Es por esto que, a pesar del horror de los teólogos, la ciencia en general haya sido tolerada.

Bertrand Russel; Elogio a la ociosidad.
 
¿Conocen ustedes los escritos de René Guénon, ese masón francés convertdo al Islam que, bajo pretensiones metafísicas, predicaba que la tradición iniciática occidental radica en una Iglesia Católica actualmente alienada de todo esoterismo? Un esoterismo (u ocultismo) fundamentado esencialmente en el hermetismo, el pitagorismo y el Orden del Temple.
Interesantísimos, señores; tanto los suyos como los de su seguidor, Julius Evola, creador de la óptica "tradicional" del fascismo italiano, entendiéndolo como una voluntad vehemente de retomar el orden tradicional del cosmos establecido por Guénon, bajo una visión cíclica de la historia. Les dejo una densa parte de Los Estados múltiples del Ser, de Guénon:

EL INFINITO Y LA POSIBILIDAD (1932)

Según la significación etimológica del término que le designa, el Infinito es lo que no tiene límites; y, para guardar a este término su sentido propio, es menester reservar rigurosamente su empleo para la designación de lo que no tiene absolutamente ningún límite, con la exclusión de todo lo que está sustraído sólo a algunas limitaciones particulares, aunque permanece sometido a otras en virtud de su naturaleza misma, a la cual estas últimas son esencialmente inherentes, como lo son, desde el punto de vista lógico, que no hace en suma más que traducir a su manera el punto de vista que se puede llamar «ontológico», los elementos que intervienen en la definición misma de aquello de lo que se trate. Este último caso es concretamente, como ya hemos tenido la ocasión de indicarlo en diversas ocasiones, el del número, del es-pacio, y del tiempo, incluso en las concepciones más generales y más extensas que sea posible formarse de ellos, y que rebasan con mucho las nociones que se tienen ordinariamente a su respecto; en realidad, todo eso no puede ser nunca más que del dominio de lo indefinido. Es a este indefinido al que algunos, cuando es de orden cuantitativo como en los ejemplos que acabamos de recordar, dan abusivamente el nombre de «infinito matemático», como si la agregación de un epíteto o de una calificación determinante a la palabra «infinito» no implicara ya por sí misma una contradicción pura y simple . De hecho, este indefinido, que procede de lo finito del cual no es más que una extensión o un desarrollo, y, por consiguiente, siendo reductible a lo finito, no tiene ninguna medida común con el verdadero Infinito, como tampoco la individualidad, humana u otra, incluso con la integralidad de los prolongamientos indefinidos de los cuales es susceptible, podría tener ninguna medida común con el ser total. Esta formación de lo indefinido a partir de lo finito, de la cual se tiene un ejemplo muy claro en la producción de la serie de los números, no es posible en efecto sino a condición de que lo finito contenga ya en potencia a este indefinido, y, aunque sus límites fueran retraídos hasta que los perdiéramos de vista en cierto modo, es decir, hasta que escapen a nuestros medios de medida ordinarios, por eso no son suprimidos en modo alguno; es bien evidente, en razón de la naturaleza misma de la relación causal, que lo «más» no puede salir de lo «menos», ni el Infinito de lo finito.

La cosa no puede ser de otro modo cuando se trata, como en el caso que consideramos, de algunos órdenes de posibilidades particulares, que son manifiestamente limitadas por la coexistencia de otros órdenes de posibilidades, y, por consiguiente, en virtud de su naturaleza propia, que hace que sean tales posibilidades determinadas, y no todas las posibilidades sin ninguna restricción. Si ello no fuera así, esta coexistencia de una indefinidad de otras posibilidades, que no están comprendidas en esas, y de las cuales cada una es por otra parte parecidamente susceptible de un desarrollo indefinido, sería una imposibilidad, es decir, una absurdidad en el sentido lógico de esta palabra. Lo Infinito, al contrario, para ser verdaderamente tal, no puede admitir ninguna restricción, lo que supone que es absolutamente incondicionado e indeterminado, ya que toda determinación, cualquiera que sea, es forzosamente una limitación, por eso mismo de que deja algo fuera de ella, a saber, todas las demás determinaciones igualmente posibles. Por otra parte, la limitación presenta el carácter de una verdadera negación: poner un límite, es negar, para lo que está encerrado dentro de él, todo lo que este límite excluye; por consiguiente, la negación de un límite es propiamente la negación de una negación, es decir, lógica e incluso matemáticamente, una afirmación, de tal suerte que la negación de todo límite equivale en realidad a la afirmación total y absoluta. Lo que no tiene límites, es aquello de lo cual no se puede negar nada, y, por consiguiente, aquello que contiene todo, aquello fuera de lo cual no hay nada; y esta idea del Infinito, que es así la más afirmativa de todas, puesto que comprende o envuelve todas las afirmaciones particulares, cualesquiera que puedan ser, no se expresa por un término de forma negativa sino en razón misma de su indeterminación absoluta. En el lenguaje, en efecto, toda afirmación directa es forzosamente una afirmación particular y determinada, la afirmación de algo, mientras que la afirmación total y absoluta no es ninguna afirmación particular con la exclusión de las demás, puesto que las implica a todas igualmente; y es fácil entender desde ahora la relación estrechísima que esto presenta con la Posibilidad universal, que comprende de la misma manera todas las posibilidades particulares .

La idea del Infinito, tal como acabamos de precisarla aquí, desde el punto de vista puramente metafísico, no es en modo alguno discutible ni contestable, ya que no puede encerrar en sí ninguna contradicción, por eso mismo de que no hay en ella nada de negativo; ella es además necesaria, en el sentido lógico de este término , ya que es la negación la que sería contradictoria. En efecto, si se considera el «Todo», en el sentido universal absoluto, es evidente que no puede ser limitado de ninguna manera, ya que no podría serlo más que por algo que fuera exterior, y, si hubiera algo que fuera exterior a él, ya no sería el «Todo». Importa destacar, por lo demás, que el «Todo», en este sentido, no debe ser asimilado en modo alguno a un todo particular y determinado, es decir, a un conjunto compuesto de partes que estarían con él en una relación definida; hablando propiamente, el «Todo» es «sin partes», puesto que, estas partes, debiendo ser necesariamente relativas y finitas, no podrían tener con él ninguna medida común, ni, por consiguiente, ninguna relación, lo que equivale a decir que ellas no existen para él; y esto basta para mostrar que no se debe buscar formarse de él ninguna concepción particular.

Lo que acabamos de decir del Todo universal, en su indeterminación más absoluta, se aplica también a él cuando se considera desde el punto de vista de la Posibilidad; y, a decir verdad, en eso no hay ninguna determinación, o al menos es el mínimo de determinación que se requiere para hacérnosle actualmente concebible, y sobre todo expresable en algún grado. Como hemos tenido la ocasión de indicarlo en otra parte , una limitación de la Posibilidad total es, en el sentido propio de la palabra, una imposibilidad, puesto que, debiendo comprender la Posibilidad para limitarla, no podría estar comprendida en ella, y lo que está fuera de lo posible no podría ser nada más que imposible; pero una imposibilidad, no siendo nada más que una negación pura y simple, una verdadera nada, no puede limitar evidentemente a ninguna otra cosa, de donde resulta inmediatamente que la Posibilidad universal es necesariamente ilimitada. Es menester entender bien, por lo demás, que esto no es naturalmente aplicable más que a la Posibilidad universal y total, que no es así más que lo que podemos llamar un aspecto del Infinito, del cual no es distinta de ninguna manera ni en medida alguna; no puede haber nada que esté fuera del Infinito, puesto que eso sería una limitación, y puesto que entonces ya no sería el Infinito. La concepción de una «pluralidad de infinitos» es una absurdidad, puesto que se limitarían recíprocamente, de suerte que, en realidad, ninguno de ellos sería infinito; por consiguiente, cuando decimos que la Posibilidad universal es infinita o ilimitada, es menester entender que ella no es otra cosa que el Infinito mismo, considerado bajo un cierto aspecto, en la medida en la que es permisible decir que hay aspectos del Infinito. Puesto que el Infinito es verdaderamente «sin partes», en todo rigor, no podría ser cuestión tampoco de una multiplicidad de aspectos existentes real y «distintamente» en él; a decir verdad, somos nosotros quienes concebimos el Infinito bajo tal o cual aspecto, porque no nos es posible hacerlo de otro modo, e, incluso si nuestra concepción no fuera esencialmente limitada, como lo es mientras estamos en un estado in-dividual, debería limitarse forzosamente para devenir expresable, puesto que para eso le es menester revestirse de una forma determinada. Solamente, lo que importa, es que comprendamos bien de dónde viene la limitación y dónde se encuentra, a fin de no atribuirla más que a nuestra propia imperfección, o más bien a la de los instrumentos interiores y exteriores de que disponemos actualmente en tanto que seres individuales, que no poseen efectivamente como tales más que una existencia definida y condicionada, y a fin de no transportar esta imperfección, puramente contingente y transitoria como las condiciones a las cuales se refiere y de las cuales resulta, al dominio ilimitado de la Posibilidad universal misma.

Agregaremos todavía una última precisión: si se habla correlativamente del Infinito y de la Posibilidad, no es para establecer entre estos dos términos una distinción que no podría existir realmente; es porque el Infinito se considera entonces más especialmente bajo su aspecto activo, mientras que la Posibilidad es su aspecto pasivo ; pero, ya sea considerado por nosotros como activo o como pasivo, es siempre el Infinito, que no podría ser afectado por estos puntos de vista contingentes, y las determinaciones, cualquiera que sea el principio por el cual se efectúen, no existen aquí sino en relación a nuestra concepción. Así pues, en suma, es la misma cosa que lo que hemos llamado en otra parte, según la terminología de la doctrina extremo-oriental, la «perfección activa» (Khien), y la «perfección pasiva» (Khouen), siendo la Perfección, en el sentido absoluto, idéntica al Infinito entendido en toda su indeterminación; y, como lo hemos dicho entonces, también es el análogo, pero a un grado diferente y bajo un punto de vista mucho más universal, de lo que son, en el Ser, la «esencia» y la «substancia» . Debe comprenderse bien, desde ahora, que el Ser no encierra toda la Posibilidad, y que, por consiguiente, no puede ser idéntico al Infinito en modo alguno; es por lo que decimos que el punto de vista en el que nos colocamos aquí es mucho más universal que aquel donde no tenemos que considerar más que al Ser; esto se indica solamente para evitar toda confusión, ya que, en lo que sigue, tendremos la ocasión de explicarnos más ampliamente sobre ello.
 
DE LA ARISTOCRACIA

Tenemos aquí dos personas morales muy distintas. a saber: el gobierno y el soberano; y, por consiguiente, dos voluntades generales, una con relación a todos los ciudadanos, y otra solamente con respecto a los miembros de la administración. Así, aunque el gobierno pueda reglamentar su política interior como le plazca, no puede nunca hablar al pueblo sino en nombre del soberano, es decir, en nombre del pueblo mismo: no hay que olvidar nunca esto.

Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los jefes de las familias deliberaban entre sí sobre los asuntos públicos. Los jóvenes cedían sin trabajo a la autoridad de la experiencia. De aquí, los nombres de sacerdotes, senado, qerontes. Los salvajes de América septentrional se gobiernan todavía así en nuestros días, y están muy bien gobernados.

Pero a medida que la desigualdad de la institución prevalece sobre la desigualdad natural, la riqueza o el poder fueron preferidos a la edad, y la aristocracia se convirtió en electiva. Finalmente, el poder transmitido con los bienes de padres a hijos formó las familias patricias, convirtió al gobierno en hereditario y se vieron senadores de veinte años.

Hay, pues, tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera no es apropiada sino para los pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor: es la aristocracia propiamente dicha.

Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros, porque en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados; pero éste los limita a un pequeño número y no llegan a serlo sino por elección, medio por el cual la probidad, las luces, la experiencia y todas las demás razones de preferencia y estimación pública son otras tantas nuevas garantías de que será gobernado con acierto.

Además, las asambleas se hacen más cómodamente: los negocios se discuten más a conciencia, solucionándose con más orden y diligencia: el crédito del Estado se mantiene mejor entre los extranjeros por venerables senadores que por una multitud desconocida o despreciada.

En una palabra: es el orden mejor y más natural aquel por el cual los más sabios gobiernan a la multitud, cuando se está seguro que la gobiernan en provecho de ella y no para el bien propio. No es necesario multiplicar en vano estos resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que ciento bien elegidos pueden hacer aún mejor. Pero es preciso reparar en que el interés de cuerpo comienza ya aquí a dirigir menos la fuerza pública sobre la regla de la voluntad general y que otra pendiente inevitable arrebata a las leyes una parte del poder ejecutivo.

Atendiendo a las conveniencias particulares, no se necesita ni un Estado tan pequeño ni un pueblo tan sencillo y recto que la ejecución de las leyes sea una secuela inmediata de la voluntad pública, como acontece en una buena democracia. Y no es conveniente tampoco una nación tan grande que los jefes dispersos con la misión de gobernarla puedan romper con el soberano cada uno en su provincia, y comenzar por hacerse independientes para terminar por ser los dueños.

Mas si la aristocracia exige algunas virtudes menos el gobierno popular, exige también otras que le son propias, como la moderación en los ricos y la conformisdad en los pobres; porque parece que una igualdad rigurosa estaría fuera de lugar: ni en Esparta fue observada.

Por lo demás, si esta forma de gobierno lleva consigo una cierta desigualdad de fortuna es porque, en general, la administración de los asuntos públicos está confiada a los que mejor pueden dar todo su tiempo; pero no, como pretende Aristóteles, porque los ricos sean siempre preferidos. Por el contrario, importa que una elección opuesta enseñe algunas veces al pueblo que hay en el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la riqueza.

Rousseau; El contrato social, III, V.
 
La disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre (por quien quiera que fuera) y a los que están incondicionalmente de acuerdo con él.

En el transfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser.
Si hasta hace poco la palabra mierda se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del water!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.

De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama Kitsh.
Es una palabra alemana que nació en medio del sentimental siglo diecinueve y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es decir: el Kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.


MILAN KUNDERA
LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER
 
Puede parecer fuera de la tónica general, pero ayer durante una conversación recordé ´ste párrafo que me pareció genial y con el que me llevé riéndome un rato cuando leí ese libro.
Supongo que Molay lo reconocerá.

-Habla marrano, confiesa que os la metíais por el trasero!
-Nosotros? A mí vuestras tenazas me dan risa, no sabéis de los que es capaz un templario, yo os la meto por el trasero a vos, al Papa y si cae en mis manos al mismísimo rey Felipe!
-Ha confesado! Ha confesado!
 
Un trocito de un discurso de Settembrini de "La montaña mágica" de Mann:

"Mire, la muerte es digna de honores en tanto es la cuna de la vida, el seno materno de la renovación. Sin embargo, vista como la antítesis de la vida y separada de ella se convierte en un fantasma, en una máscara horrenda o en algo peor todavía. Porque la muerte entendida como fuerza espiritual independiente es una fuerza enteramente depravada, cuya perversa seducción sin duda es sinónimo del más espantoso extravío del género humano."

GRANDIOSO!
 
Yo tiré para casa acompañado de tres o cuatro de los íntimos, algo fastidiado por lo que acababa de ocurrir.
-También fue mala pata..., a los tres días de casado.
Íbamos callados, con la cabeza gacha, como pesarosos.
-Él se lo buscó; la conciencia bien tranquila la tengo. ¡Si no hubiera hablado!
-No le des más vueltas, Pascual.
-¡Hombre, es que lo siento, ya ves! ¡Después de que todo pasó!
Era ya la madrugada y los gallos cantores lanzaban a los aires su pregón. El campo olía a jaras y a tomillo.
-¿Dónde le di?
-En un hombro.
-¿Muchas?
-Tres.
-¿Sale?
-¡Hombre, sí! ¡Yo creo que saldrá!
-Más vale.
Nunca me pareció mi casa tan lejos como aquella noche.
-Hace frío...
-No sé, yo no tengo.
-¡Será el cuerpo!
-Puede...
Pasábamos por el cementerio.
-¡Qué mal se debe estar ahí dentro!
-¡Hombre! ¿Por qué dices es o? ¡Qué pensamientos tan raros se te ocurren!
-¡Ya ves!
El ciprés parecía un fantasma alto y seco, un centinela de los muertos.
-Feo está el ciprés...
-Feo.
En el ciprés una lechuza, un pájaro de mal agüero. dejaba oír su silbo misterioso.
-Mal pájaro ese.
-Malo...
-Y que todas las noches está ahí.
-Todas...
-Parece como si gustase de acompañar a los muertos.
-Parece...
-¿Qué tienes?
-¡Nada! ¡No tengo nada! Ya ves, manías...
Miré para Domingo; estaba pálido como un agonizante.
-¿Estás enfermo?
-No...
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo yo? ¿De quién he de tener miedo?
-De nadie, hombre, de nadie; era por decir algo.
El señorito Sebastián intervino:
-Venga, callaros; a ver si ahora la vais a emprender vosotros.
-No...
-¿Falta mucho, Pascual?
-Poco; ¿por qué?
-Por nada...

Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte, IX
 
LA MUERTE

Nacimiento y muerte pertenecen igualmente a la vida y se contrapesan. El uno es la condición de la otra. Forman los dos extremos, los dos polos de todas las manifestaciones de la vida. Esto es lo que la más sabia de las mitologías, la de la India, expresa con un símbolo, dando como atributo a Siva, el dios de la destrucción, al mismo tiempo que su collar de cabezas de muerto, el linga, órgano y símbolo de la generación. El amor es la compensación de la muerte, su correlativo esencial; se neutralizan, se suprimen el uno al otro. Por eso los griegos y los romanos adornaban esos preciosos sarcófagos que aún vemos hoy con bajorrelieves figurando fiestas, danzas, bodas, cazas, combates de animales, bacanales, en una palabra, imágenes de la vida más alegre, más animada, más intensa, hasta grupos voluptuosos y hasta sátiros ayuntados con cabras.
Su objeto era evidentemente llamar la atención al espíritu de la manera más sensibles, por el contraste entre la muerte del hombre, quien se llora encerrado en la tumba, y la vida inmortal de la naturaleza.

***

La murte es el desate doloroso del nudo formado por la generación con voluptuosidad. Es la destrucción violenta del error fundamental de nuestro ser, el gran desengaño.

***

La individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable y tan insignificante, que nada pierden con la muerte. Lo que en ellos puede aún tener algún valor, es decir, los rasgos generales de humanidad, eso subsiste en los demás hombres. A la humanidad y no al individuo es a quien se le puede asegurar la duración.
Si le concediesen al hombre una vida eterna, la rigidez inmutable de su carácter y los estrechos límites de su inteligencia le parecerían a la larga tan monótonos y le inspirarían un disgusto tan grande, que para verse libre de ellos concluiría por preferir la nada.
Exigir la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el infinito. En el fondo, toda individualidad es un error especial, una equivocación, algo que no debiera existir, y el verdadero objetivo de la vida es librarnos de él.
Prueba de ello que la mayoría de los hombres, por no decir todos, están constituidos de tal suerte, que no podrían ser felices en ningún mundo donde sueñan verse colocados. Si ese mundo estuviera exento de miseria y de pena, se verían presa del tedio, y en la medida en que puedieran escapar de éste volverían a caer en las miserias, los tormentos, los sufrimientos. Así, pues, para conducir al hombre a un estado mejor, no bastaría ponerle en un mundo mejor, sino que sería preciso de toda necesidad transformarle totalmente, hacer de modo que no sea lo que es y llegara a ser lo que no es. Por tanto, necesariamente tiene que dejar de ser lo que es. Esta condición previa la realiza la muerte, y desde este punto de vista, concíbese su necesidad moral.
Ser colocado en otro mundo y cambiar totalmente su ser, son en el fondo una sola y misma cosa.
Una vez que la muerte ha puesto término a una conciencia individual, ¿sería deseable que esta misma conciencia se concediese de nuevo para durar una eternidad? ¿Qué contiene la mayor parte de las veces? Nada más que un torrente de ideas pobres, estrechas, terrenales y cuidados sin cuento. Dejadla, pues, descansar en paz para siempre.
Parece que la conclusión de toda actividad vital es un maravilloso alivio para la fuerza que la mantiene. Esto explica tal vez la expresión de dulce serenidad difundida en el rostro de la mayoría de los muertos.

***

¡Cuán larga es la noche del tiempo ilimitado, si se compara con el breve ensueño de la vida!


Arthur Schopenhauer; El amor, las mujeres y la muerte, III
 
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