Fui al bautizo de mi sobrino con Clemente y Vitiza. Cuando le echaron el agua al muchacho, éste se revolvió y se le deformó la cara que daba miedo verle; pegó un bote, saltó de la madre y se enganchó al cuello del cura dando unas voces que parecía que estaba hueco.
El pobre hombre se lo quitó como pudo y lo encerró en el armario de los copones. Nos dijo que el niño era una criatura de Satán; en ese momento se fue la luz y allí se reveló el mismísimo Príncipe de las Mentiras entre nubes de azufre. Salimos tres o cuatro a defender el honor de mi hermana; nos arremangamos y le tiramos un par de bancos, pero nos mantenía a raya con las pezuñas. Se fue mi cuñado por detrás y lo descalabró con el gato del coche, momento que aprovechamos para castigarle la existencia con las tonfas del monaguillo. El otro hizo una maniobra evasiva, nos echó encima una nube de sortilegios con mierdas espadachinescas y escapó por la salida de emergencia. Nos juntamos allí los trabados del bautizo con los del Jente, los antidisturbios y unos taxistas que se quisieron unir al convite.