Un trono se alzaba, igual al altar mayor de una catedral, bajo innumerables bóvedas que surgían tanto de columnas achaparradas como de pilares románicos, esmaltadas con ladrillos policromos, ornadas con mosaicos, incrustadas de lapislázulis y sardónices en un palacio semejante a una basílica de una arquitectura a la vez musulmana y bizantina.
En el centro del tabernáculo que dominaba el altar precedido de escalones en forma de semicírculos, el Tetrarca Herodes estaba sentado, tocado con una tiara, las piernas juntas, las manos sobre las rodillas.
El rostro era amarillo, y estaba apergaminado, anillado de arrugas, diezmado por la edad; su larga barba flotaba como una nube blanca sobre las estrellas de piedras que constelaban la túnica de orofrés adherida a su pecho.
Alrededor de esta estatua, inmóvil, detenida en una pose hierática de dios hindú, ardían perfumes, despidiendo nubes de vapores que horadaban, al igual que ojos fosforados de animales, los destellos de las piedras encastradas en las paredes del trono; luego el vapor subía, desenroscándose bajo las arcadas donde el humo negro se mezclaba con el polvo de oro de los grandes rayos de luz, caídos de las cúpulas.
En el olor perverso de los perfumes, en la atmósfera recalentada de esta iglesia, Salomé, con el brazo izquierdo extendido, en un gesto de dominio, con el brazo derecho replegado, sosteniendo, a la altura de la cara, una gran flor de loto, avanza lentamente en puntas de pie, a los acordes de una guitarra cuyas cuerdas puntea una mujer en cuclillas.
Con el rostro recogido, solemne, casi augusta, comienza la lúbrica danza que debe despertar los sentidos adormecidos del viejo Herodes; sus senos ondulan y, con el roce de sus collares que se arremolinan, se levantan sus pezones; sobre la humedad de su piel los diamantes, atados, centellean; sus brazaletes, sus cinturones, sus anillos, escupen chispas; sobre su vestido triunfal, bordado de perlas, rameado de plata, laminado de oro, la coraza de las orfebrerías, de la cual cada malla es una piedra, entra en combustión, cruza pequeñas serpientes de fuego, hormiguea sobre la carne mate, sobre la piel rosa té, cual insectos espléndidos de élitros deslumbrantes, marmolados de carmín, puntuados de aurora amarilla, jaspeados de azul de acero, atigrados de verde pavo real.
Concentrada, con los ojos fijos, semejante a una sonámbula, no ve al Tetrarca que se estremece, ni a su madre, la feroz Herodías, que la vigila, ni al hermafrodita o eunuco que se encuentra de pie, con el sable en el puño, en lo bajo del trono, terrible figura, velada hasta las mejillas, y cuya mama de castrado pende, al igual que una cantimplora, bajo su túnica abigarrada de naranja.
Este tipo de Salomé tan acechante para los artistas y para los poetas, obsesionaba, desde hacía años, a des Esseintes. Cuántas veces había leído en la vieja biblia de Pierre Variquet, traducida por los doctores en teología de la Universidad de Lovaina, el evangelio de San Mateo que cuenta, en ingenuas y breves frases, la decolación del Precursor; cuántas veces había soñado, entre estas líneas:
“En el día del festín de la Natividad de Herodes, la hija de Herodías bailó en el medio y gustó a Herodes. Por lo cual éste le prometió, bajo juramento, darle todo cuanto le pidiera. Ella, pues, instigada por su madre, dijo: ‘Dame, en una bandeja, la cabeza de Juan Bautista’. Y el rey se entristeció, pero a causa del juramento y de aquellos que estaban sentados a la mesa con él, ordenó que se la entregaran. Y mandó a decapitar a Juan, en la prisión. Y la cabeza de éste fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha; y ella se la presentó a su madre.”
Pero ni San Mateo, ni San Marcos, ni San Lucas, ni los demás evangelistas se extendían sobre los encantos delirantes, sobre las activas depravaciones de la bailarina. Ella permanecía borrada, se perdía, misteriosa y pasmada, en la bruma lejana de los siglos, inasible para los espíritus precisos y prosaicos, accesible solamente para los cerebros perturbados, agudizados, como vueltos visionarios por la neurosis; rebelde a los pintores de la carne, a Rubens que la disfrazó de carnicera de Flandes, incomprensible para todos los escritores que jamás han podido reproducir la inquietante exaltación de la bailarina, la grandeza refinada de la asesina.
En la obra de Gustave Moreau, concebida fuera de todos los datos del Testamento, des Esseintes veía al fin realizada esta Salomé, sobrehumana y extraña, que él había soñado. Ella ya no era solamente la bailarina que, con una torsión corrompida de su cintura, arrancaba a un anciano un grito de deseo y de celo; que quebraba la energía, fundía la voluntad de un rey, con ondulaciones de senos, sacudidas de vientre, estremecimientos de muslo; ella se convertía, de alguna manera, en la deidad simbólica de la indestructible Lujuria, la diosa de la inmortal Histeria, la Belleza maldita, elegida entre todas por la catalepsia que le endurece las carnes y le pone tiesos los músculos; la Bestia monstruosa, indiferente, irresponsable, insensible, que envenena, al igual que la Helena antigua, todo lo que se le acerca, todo lo que la ve, todo lo que ella toca.
Así comprendida, pertenecía a las teogonías del Extremo Oriente; ya no provenía de las tradiciones bíblicas, ni siquiera podía ser asimilada a la viva imagen de Babilonia, a la regia Prostituta del Apocalipsis, ataviada, como ella, de alhajas y de púrpura, maquillada como ella; pues ésa no era arrojada por un poder fatídico, por una fuerza suprema, en las atractivas abyecciones del desenfreno.
El pintor parecía, por lo demás, haber querido afirmar su voluntad de permanecer fuera de los siglos, de no dar precisiones sobre origen, sobre país, sobre época algunos, al poner a su Salomé en el medio de este extraordinario palacio, de un estilo confuso y grandioso, vistiéndola con suntuosos y quiméricos vestidos, colocándole, a modo de mitra, una incierta diadema en forma de torre fenicia tal como luce la Salammbô, poniéndole por fin en la mano el cetro de Isis, la flor sagrada de Egipto y de la India, el gran loto. Des Esseintes buscaba el sentido de este emblema. ¿Tenía esa significación fálica que le atribuyen los cultos primordiales de la India?; ¿le anunciaba al viejo Herodes una oblación de virginidad, un intercambio de sangre, una llaga impura solicitada, ofrecida bajo la condición expresa de un crimen?; ¿o representaba la alegoría de la fecundidad, el mito hindú de la vida, una existencia tenue entre dedos de mujer, arrancada, oprimida por manos palpitantes de hombre invadido por la demencia, extraviado por una crisis de la carne?
Puede ser también que al dotar a su enigmática diosa de la venerada flor de loto, el pintor haya pensado en la bailarina, en la mujer mortal, en la Vasija mancillada, causa de todos los pecados y de todos los crímenes; acaso se había acordado de los ritos del viejo Egipto, de las ceremonias sepulcrales de embalsamamiento, cuando los químicos y los sacerdotes extienden el cadáver de la muerta sobre un banco de jaspe, con agujas curvas le sacan el cerebro por las fosas nasales, las entrañas por la incisión practicada en su flanco izquierdo, finalmente, antes de dorarle las uñas y los dientes, antes de ungirla con betunes y esencias, le insertan, en las partes sexuales, para purificarlas, los castos pétalos
de la divina flor.