MALASPINTAS (epílogo)
Durante aquellos dos días pasados entre remordimientos por haber abandonado a mi perro, un recuerdo volvía a mi mente una y otra vez. Hubo algo que sucedió años antes. No lo he querido contar en medio del relato del abandono y recuperación de Malaspintas porque hubiera alargado los posts y desviado la atención.
Pero la verdad es que yo tuve a los 18 años una desasosegante experiencia con un perro abandonado. En aquel tiempo, yo solía pasear por un descampado que, durante algunos años, hubo junto a mi casa. Mucho antes de que esa zona se edificara y ajardinara en parte, aquello era un erial deprimente donde reinaban el sol sin sombras, el polvo y el viento. No obstante, yo acudía allí para hacerme el encontradizo con una chica del vecindario que paseaba a su perro por esa explanada.
Uno de esos días me encontraba sentado en un banco, cerca de la zona desértica mencionada, cuando vi a un tipo que soltaba la correa del collar de su perro y lo dejaba correr. El hombre se alejó unos metros. Yo seguí con la vista al animal en sus correrías, y no me di cuenta de que el dueño del animal aprovechaba para desaparecer. El perro, grande y fuerte, de cabeza redonda como la bola de una maza, se acercó a mí y pude verlo con detenimiento. Al poco, me levanté y fui hacia el posible encuentro con la hermosa de mi barrio.
Al cabo de unos días pude constatar que aquel perro había sido abandonado a su suerte en esa zona terrible, territorio sin construir, sin nada. Me lo encontré deambulando por ahí con el culo cagado, con movimientos muy extraños de la cabeza y de las patas.
Caminando junto a esa chica, también nos lo encontramos. Ella intentó mantener a su mascota lejos de este infeliz dejado a la intemperie. La última vez que vi al perro abandonado fue terrible: se había deteriorado de forma notoria, estaba famélico y polvoriento. Yo iba solo. Me enseñó los dientes babeantes, gruñía amenazador. Tal vez estaba rabioso. Con mucho tiento y sin prisa, me alejé de él. No recuerdo si hice alguna llamada para alertar de la situación.
La imagen de ese perro rabioso volvía a mi recuerdo durante el día en que no supe nada de mi propia mascota abandonada. Sus gruñidos eran el acompañamiento tétrico de mis remordimientos. Su repulsiva imagen se alzaba como un reproche. Sus ladridos eran acusaciones inapelables.
Lo sorprendente es que, teniendo este recuerdo en mi memoria, yo fuese capaz de abandonar a mi perro y hacer lo mismo que aquel individuo (en el que no me fijé en absoluto y que no puedo describir). Sólo el encaprichamiento por Helen, el deseo loco que suscitaba en mí, la perspectiva erótica y romántica de nuestro viaje proyectado, y para el que Malaspintas era un estorbo, me sirven para explicarme mi falta. Para explicarla, ya que no para perdonarla.
 
Está claro que el perro abandonado en el descampado no tuvo salvación, pero quizás su espectro vivió en mi recuerdo, sirvió para que yo salvara in extremis a mi perro y lo rescatara de mi propia dureza y falta de sentimientos. Como sabían los escultores de la Edad Media, a veces la visión de los demonios nos empuja a obrar bien.