Hace un par de noches, vi algo que, no siendo de gran importancia, me impidió cumplir las pocas horas de sueño que me quedaban.
La gran ciudad, 2.10 de la mañana. Me encontraba caminando entre el gentío de la noche: putas, gays, malotes, parejas felices y solteros de cacería, inundaban las calles con sus griteríos e incongruentes historias. Y yo no era más que una mera espectadora -y ahora, narradora omnisciente- entre aquella muchedumbre, pues nunca he pertenecido a nadie ni nadie me ha pertenecido. Creo que es mejor así.
Andaba, como decía, sola, de vuelta a casa después de dejar a unos amigos algunos metros atrás en un antro de mala muerte. Fue entonces cuando me encontré con una anciana -¿qué pintaba una anciana en un sitio como ése y a esas horas?- a la que hacía tiempo que no veía. Su nombre es... Vestía... Me saludó con un par de húmedos besos que tuve que devolver mientras mis labios notaban, muy a su pesar, el paso de los años en aquel rostro de vieja decrépita. No obstante, era y es una buena señora.
- Erinia, hija, ¿puedes acompañarme hasta la parada del metro que está a la vuelta de la esquina? Aquella zona está muy oscura y temo que algún gañán se lleve el dinero que me he ganado en la partida de Bingo.
- Claro, precisamente iba para allá, así que no se preocupe.
Puse la mejor de mis sonrisas. La vieja se agarró a mi brazo y comenzamos a caminar. Bueno, caminar, lo que se dice caminar... Digamos que esta señora tiene un concepto de la palabra caminar muy distinto al mío. Cosa lógica, por otra parte, teniendo en cuenta que la mujer tiene ya ochentaytantas primaveras. Así que decidí hacer una excepción comportándome como una persona benévola: amable, atenta y con predisposición a la charla.
El caso es que, tras unos tres minutos de una vacía conversación sobre el insufrible calor acontecido durante estas últimas semanas, notaba como el sopor se adueñaba de mí. Pero no tardaríamos en llegar al metro y sería entonces cuando, por fin, pudiese dejar a aquella pesada abandonada a su suerte en algún vagón mientras una servidora se excusaba diciendo que aquel no era su destino. Una larga avenida que se encontraba repleta de diversos tipos de puestos ambulantes presididos por familias de inmigrantes peruanos, ecuatorianos y chinos, era lo único que teníamos que atravesar.
Iba distraída, haciendo caso omiso a las neuras de la anciana, cuando, de pronto, me fijé en un grupo de jóvenes que marchaba en dirección opuesta a nosotras y que, entre risas, iba acelerando el paso. Nada hacía sospechar que aquellos mozalbetes habían hecho de las suyas, quizá asustando a alguna chiquilla o bien ahuyentando a algún animalillo lanzándole piedras. Segundos después, pude comprobar que no era una pequeña fechoría aquella que acababan de cometer. De uno de aquellos puestos salió una mujer peruana, de unos treinta años de edad, muy bajita, tras ellos. Giré disimuladamente la cabeza varias veces y pude observar por el rabillo del ojo lo siguiente: la mujer les alcanzó y uno de los jóvenes le devolvió de muy malas maneras varias cajitas sorpresa que habían robado descaradamente del puesto de aquella mujer. Así pues, habiéndole empujado las cajitas contra su pecho, le gritó:
- Aquí tienes, zorra indígena.
- Toma, pedazo de cerda, ahí tienes, todo para ti – espetó otro mindundi más atrás.
La chica retrocedió unos pasos atrás a causa de la fuerza con la que el tipo le entregó sus cajitas y volvió, resignada, hacia su puesto, donde la esperaba su hija, de unos diez años.
Me sentí impotente, llena de rabia, porque no pude hacer nada y, aunque lo hubiera hecho, ¿de qué hubiera servido? Aquellos mal nacidos seguirían burlándose de la gente que les plazca, independientemente de que la víctima hubiera nacido en España, Suiza o en Tombuctú.
- Llorando no conseguirás nada... – me dijo la vieja al notar cómo me empezaba a ruborizar medio enfadada, medio triste por la situación.
No tardó, pues, en pedirme que nos parásemos un momento para ver unos pendientes. Precisamente, fue en el puesto de esta chica. La hija de la mujer me sonrió. He de confesar que no soy muy dada a tratar con niños y que, por ello, me sorprendí al ver que a esa pequeña le parecí simpática. Me arrodillé y le pregunté su nombre y su edad. La vieja se compró unos pendientes de plata con moneditas. Tiene el gusto en el culo, pensé. Yo le compré a la niña una cajita sorpresa, de esas que aquellos gamberros intentaron robar. También me compré yo una. La abrimos juntas mientras mi acompañante pagaba a la mujer. A la niña le tocó un peluche de un tigre y a mí un yo-yo con luces y música. Se lo di.
Fue entonces cuando dejé de sentirme tan impotente y una sonrisa se dibujó en mi cara.
Quizá hubiera dado mucho más juego que les hubiera contado que, por ejemplo, me enzarcé en una pelea callejera contra aquellos muchachos. Pero lo cierto es que me siento mucho mejor, aun en el hipotético caso de que, si hubiera ocurrido tal escaramuza, les hubiera ganado. De todas formas, esto último, a no ser que la vieja se hubiera sacado del bolso un par de zapatillas de Kung Fu y un par de cuchillos y hubiéramos empezado a repartir leña al unísono al más puro estilo Kill Bill, dudo que hubiera pasado, ciertamente.
Llorando no conseguirás nada.
Tenía razón aquella maldita vieja.
La gran ciudad, 2.10 de la mañana. Me encontraba caminando entre el gentío de la noche: putas, gays, malotes, parejas felices y solteros de cacería, inundaban las calles con sus griteríos e incongruentes historias. Y yo no era más que una mera espectadora -y ahora, narradora omnisciente- entre aquella muchedumbre, pues nunca he pertenecido a nadie ni nadie me ha pertenecido. Creo que es mejor así.
Andaba, como decía, sola, de vuelta a casa después de dejar a unos amigos algunos metros atrás en un antro de mala muerte. Fue entonces cuando me encontré con una anciana -¿qué pintaba una anciana en un sitio como ése y a esas horas?- a la que hacía tiempo que no veía. Su nombre es... Vestía... Me saludó con un par de húmedos besos que tuve que devolver mientras mis labios notaban, muy a su pesar, el paso de los años en aquel rostro de vieja decrépita. No obstante, era y es una buena señora.
- Erinia, hija, ¿puedes acompañarme hasta la parada del metro que está a la vuelta de la esquina? Aquella zona está muy oscura y temo que algún gañán se lleve el dinero que me he ganado en la partida de Bingo.
- Claro, precisamente iba para allá, así que no se preocupe.
Puse la mejor de mis sonrisas. La vieja se agarró a mi brazo y comenzamos a caminar. Bueno, caminar, lo que se dice caminar... Digamos que esta señora tiene un concepto de la palabra caminar muy distinto al mío. Cosa lógica, por otra parte, teniendo en cuenta que la mujer tiene ya ochentaytantas primaveras. Así que decidí hacer una excepción comportándome como una persona benévola: amable, atenta y con predisposición a la charla.
El caso es que, tras unos tres minutos de una vacía conversación sobre el insufrible calor acontecido durante estas últimas semanas, notaba como el sopor se adueñaba de mí. Pero no tardaríamos en llegar al metro y sería entonces cuando, por fin, pudiese dejar a aquella pesada abandonada a su suerte en algún vagón mientras una servidora se excusaba diciendo que aquel no era su destino. Una larga avenida que se encontraba repleta de diversos tipos de puestos ambulantes presididos por familias de inmigrantes peruanos, ecuatorianos y chinos, era lo único que teníamos que atravesar.
Iba distraída, haciendo caso omiso a las neuras de la anciana, cuando, de pronto, me fijé en un grupo de jóvenes que marchaba en dirección opuesta a nosotras y que, entre risas, iba acelerando el paso. Nada hacía sospechar que aquellos mozalbetes habían hecho de las suyas, quizá asustando a alguna chiquilla o bien ahuyentando a algún animalillo lanzándole piedras. Segundos después, pude comprobar que no era una pequeña fechoría aquella que acababan de cometer. De uno de aquellos puestos salió una mujer peruana, de unos treinta años de edad, muy bajita, tras ellos. Giré disimuladamente la cabeza varias veces y pude observar por el rabillo del ojo lo siguiente: la mujer les alcanzó y uno de los jóvenes le devolvió de muy malas maneras varias cajitas sorpresa que habían robado descaradamente del puesto de aquella mujer. Así pues, habiéndole empujado las cajitas contra su pecho, le gritó:
- Aquí tienes, zorra indígena.
- Toma, pedazo de cerda, ahí tienes, todo para ti – espetó otro mindundi más atrás.
La chica retrocedió unos pasos atrás a causa de la fuerza con la que el tipo le entregó sus cajitas y volvió, resignada, hacia su puesto, donde la esperaba su hija, de unos diez años.
Me sentí impotente, llena de rabia, porque no pude hacer nada y, aunque lo hubiera hecho, ¿de qué hubiera servido? Aquellos mal nacidos seguirían burlándose de la gente que les plazca, independientemente de que la víctima hubiera nacido en España, Suiza o en Tombuctú.
- Llorando no conseguirás nada... – me dijo la vieja al notar cómo me empezaba a ruborizar medio enfadada, medio triste por la situación.
No tardó, pues, en pedirme que nos parásemos un momento para ver unos pendientes. Precisamente, fue en el puesto de esta chica. La hija de la mujer me sonrió. He de confesar que no soy muy dada a tratar con niños y que, por ello, me sorprendí al ver que a esa pequeña le parecí simpática. Me arrodillé y le pregunté su nombre y su edad. La vieja se compró unos pendientes de plata con moneditas. Tiene el gusto en el culo, pensé. Yo le compré a la niña una cajita sorpresa, de esas que aquellos gamberros intentaron robar. También me compré yo una. La abrimos juntas mientras mi acompañante pagaba a la mujer. A la niña le tocó un peluche de un tigre y a mí un yo-yo con luces y música. Se lo di.
Fue entonces cuando dejé de sentirme tan impotente y una sonrisa se dibujó en mi cara.
Quizá hubiera dado mucho más juego que les hubiera contado que, por ejemplo, me enzarcé en una pelea callejera contra aquellos muchachos. Pero lo cierto es que me siento mucho mejor, aun en el hipotético caso de que, si hubiera ocurrido tal escaramuza, les hubiera ganado. De todas formas, esto último, a no ser que la vieja se hubiera sacado del bolso un par de zapatillas de Kung Fu y un par de cuchillos y hubiéramos empezado a repartir leña al unísono al más puro estilo Kill Bill, dudo que hubiera pasado, ciertamente.
Llorando no conseguirás nada.
Tenía razón aquella maldita vieja.