stavroguin 11
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Abro este hilo ya que el amigo saca-al- tarado no recoge el guante lanzado en otro lugar. Quizás porque él vive su lucidez de manera festiva y relajada, y yo suelo pintar mis conclusiones de colores sombríos.
La muerte interior no suele ser súbita, cardíaca, inapelable, como un corazón fibrilante que de repente traiciona a su portador. Suele recordar más a las enfermedades degenerativas, que primero te anquilosan un poco las extremidades, más tarde te obligan al bastón, luego a la silla de ruedas para acabar con traqueotomía y ventilación mecánica.
Empiezan como una punzada insidiosa que poco a poco va haciéndose más sensible, aunque procures minimizarlo cual ventana abierta en el ordenador. Luego va dominando tu mente y tus estados de ánimo hasta fagocitarlo todo. Y la idea que se impone es la siguiente: la vida es una fiesta a la que ya no estás invitado. No merece la pena moverse de un lado para otro, porque no hay nada para ti en ninguna parte.
Recuerdo perfectamente el primer síntoma:una escala de 24 horas en la que otrora fue mi ciudad favorita: La Habana. Una bella expectativa de callejeo, de comprar libros antiguos en la Plaza de Armas, de una buena cena criolla con habano, de elegir a la mejor puta entre un millón...
Pero no hice nada.
Me quedé sentado en el hall del hotel, sorbiendo una cerveza, luego dos, tres, muchas... en algún momento comprendí que no saldría de allí en todo el día, que ya no tenía motivación ni interés lúdico de ningún tipo que me obligase a trasponer el umbral de la puerta...
Poco a poco fueron siguiendo más cambios: abandoné casi por completo la vida nocturna, dejé de dirigirle la palabra a las mujeres que trabajan conmigo si no era estrictamente necesario, empecé a relativizar amistades que otrora eran sagradas cuando vi que empezaban a distanciarse, empecé a considerar cualquier contacto humano con una perspectiva cínica y oportunista. Sólo la proyección a mi trabajo, las putas y un par de aficiones que me llenan me renovaban un poco el alma.
No me considero portador de una inteligencia deslumbrante, pero tampoco soy gilipollas para esperar un súbito cambio que pinte mi vida de color de rosa, conociendo a una mujer que valga la pena. Sé perfectamente como funcionan casi todas y aquella energía cargada de mala hostia que me permitía lanzarme a por ellas como si en lugar de una mísera pareja de dieces tuviese un poker de ases ha desaparecido para siempre hace ya mucho tiempo. Me miro en el espejo y veo un cuarentón entrecano, con arrugas en la comisura de los ojos y el desencanto pintado en la facies, que lo único que espera de la vida es que no le toquen los cojones más de la cuenta.
A veces miro a personas solitarias una década más viejas y veo mi futuro retrato. No es fácil asumirlo, pero es lo que me espera: ser un perfecto desubicado, un outsider que no se interesa y no interesa a nadie.
Cuando quiero recrearme en mi solipsismo autocompasivo, nada mejor que releer este poema de Borges:
A QUIEN YA NO ES JOVEN
Al acabar la lectura trago saliva. Y entonces descubro que el miedo sabe a ceniza fría.
La muerte interior no suele ser súbita, cardíaca, inapelable, como un corazón fibrilante que de repente traiciona a su portador. Suele recordar más a las enfermedades degenerativas, que primero te anquilosan un poco las extremidades, más tarde te obligan al bastón, luego a la silla de ruedas para acabar con traqueotomía y ventilación mecánica.
Empiezan como una punzada insidiosa que poco a poco va haciéndose más sensible, aunque procures minimizarlo cual ventana abierta en el ordenador. Luego va dominando tu mente y tus estados de ánimo hasta fagocitarlo todo. Y la idea que se impone es la siguiente: la vida es una fiesta a la que ya no estás invitado. No merece la pena moverse de un lado para otro, porque no hay nada para ti en ninguna parte.
Recuerdo perfectamente el primer síntoma:una escala de 24 horas en la que otrora fue mi ciudad favorita: La Habana. Una bella expectativa de callejeo, de comprar libros antiguos en la Plaza de Armas, de una buena cena criolla con habano, de elegir a la mejor puta entre un millón...
Pero no hice nada.
Me quedé sentado en el hall del hotel, sorbiendo una cerveza, luego dos, tres, muchas... en algún momento comprendí que no saldría de allí en todo el día, que ya no tenía motivación ni interés lúdico de ningún tipo que me obligase a trasponer el umbral de la puerta...
Poco a poco fueron siguiendo más cambios: abandoné casi por completo la vida nocturna, dejé de dirigirle la palabra a las mujeres que trabajan conmigo si no era estrictamente necesario, empecé a relativizar amistades que otrora eran sagradas cuando vi que empezaban a distanciarse, empecé a considerar cualquier contacto humano con una perspectiva cínica y oportunista. Sólo la proyección a mi trabajo, las putas y un par de aficiones que me llenan me renovaban un poco el alma.
No me considero portador de una inteligencia deslumbrante, pero tampoco soy gilipollas para esperar un súbito cambio que pinte mi vida de color de rosa, conociendo a una mujer que valga la pena. Sé perfectamente como funcionan casi todas y aquella energía cargada de mala hostia que me permitía lanzarme a por ellas como si en lugar de una mísera pareja de dieces tuviese un poker de ases ha desaparecido para siempre hace ya mucho tiempo. Me miro en el espejo y veo un cuarentón entrecano, con arrugas en la comisura de los ojos y el desencanto pintado en la facies, que lo único que espera de la vida es que no le toquen los cojones más de la cuenta.
A veces miro a personas solitarias una década más viejas y veo mi futuro retrato. No es fácil asumirlo, pero es lo que me espera: ser un perfecto desubicado, un outsider que no se interesa y no interesa a nadie.
Cuando quiero recrearme en mi solipsismo autocompasivo, nada mejor que releer este poema de Borges:
A QUIEN YA NO ES JOVEN
Ya puedes ver el trágico escenario
Y cada cosa en el lugar debido;
La espada y la ceniza para Dios
Y la moneda para Belisario.
¿A qué sigues buscando en el brumoso
Bronce de los hexámetros la guerra
Si están aquí los siete pies de la tierra,
La brusca sangre y el abierto foso?
Aquí te acecha el insondable espejo
Que soñara y olvidará el reflejo
De tus postrimerías y agonías.
Ya te cerca lo último. Es la casa
Donde tu lenta y breve tarde pasa
Y la calle que ves todos los días.
Y cada cosa en el lugar debido;
La espada y la ceniza para Dios
Y la moneda para Belisario.
¿A qué sigues buscando en el brumoso
Bronce de los hexámetros la guerra
Si están aquí los siete pies de la tierra,
La brusca sangre y el abierto foso?
Aquí te acecha el insondable espejo
Que soñara y olvidará el reflejo
De tus postrimerías y agonías.
Ya te cerca lo último. Es la casa
Donde tu lenta y breve tarde pasa
Y la calle que ves todos los días.
Al acabar la lectura trago saliva. Y entonces descubro que el miedo sabe a ceniza fría.