Juvenal
Clásico
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- 23 Ago 2004
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PODEROSO CABALLERO
En multitud de ocasiones lo había intentado satisfacer, y comprobar que el fracaso inexorable se abatía en todas ellas me azogaba continuamente. Circulaba por mis venas el acíbar del deseo no saciado, invisible aguja que punzaba todos los poros de mi enardecido cuerpo.
Cuanto más lo intentaba, más desesperado me veían y cuanto más desesperado, más lo intentaba. Hallábame atrapado en un círculo vicioso, y podría hacerse un chiste sobre pescadillas que me muerden la cola, pero no estaba de humor en aquel momento. No soy de piedra, y la carne insatisfecha me convertía en rugiente dragón ansioso de doncella, escupiendo continuas llamaradas por mis hambrientas fauces.
Como perras en celo contemplaba mi mente las que no dejaban de ser pescadillas congeladas. Ofuscado, en mi delirio encontré la solución: con dinero baila la perra, dice la sabiduría popular. Había intentado infructuosamente descargar gratis; era evidente, a todas luces, que tendría que acudir a una profesional. Ya no era monstruosa sierpe, don Dinero me había transmutado en poderoso caballero.
Conozco un piso regentado por una señora de mediana edad, que ocasionalmente ejerce su oficio, si bien lo realmente interesante son sus pupilas, a cual más apetitosa. Lo visito ocasionalmente cada año. Y hacia allí dirigí mis pasos veloces, esperando apagar aquel doloroso fuego que me consumía.
Fue una lástima no encontrar en el piso a la joven rubia que me había atendido otras veces. En su lugar estaba una chica extranjera con gafas, de piel morena y leves rasgos indios. Empecé a conversar con ella, su meloso acento hispanomericano me hacía pensar que era mexicana, aunque de ello no estoy totalmente seguro.
No es que me apasionen las extranjeras de tono tostado, de hecho esperaba encontrar a la rubia española de anteriores ocasiones pero para el apaño que necesitaba ya me servía. Me acordé de las palabras de Horacio, cuando decía que a la hora de satisfacer a Venus lo mismo daba matrona que liberta.
Así que pasé a la habitación con la mexicana y me tumbé boca arriba. Yo no movía un músculo, y me puse en sus manos. Al fin y al cabo, ella era la profesional y acumulaba evidentemente mucha experiencia en esas lides. Estirado, como un pez congelado estaba yo, con su rostro a escasos centímetros del mío, mientras se afanaba en su labor. Se inclinaba sobre mí y sus tetas casi me daban en la cara; un hilillo de baba se deslizaba por la comisura de mis labios; tenso y nervioso, me dejaba hacer. Finalmente acabó.
–Bueno, ya está —dijo la dentista—. Aparte de la infección, tenías un poquito de sarro, pero por lo demás tienes una dentadura excelente. Procura usar el cepillo cada día y pasarte el hilo dental.
Pagué y salí de la consulta. Hasta el año que viene.
En multitud de ocasiones lo había intentado satisfacer, y comprobar que el fracaso inexorable se abatía en todas ellas me azogaba continuamente. Circulaba por mis venas el acíbar del deseo no saciado, invisible aguja que punzaba todos los poros de mi enardecido cuerpo.
Cuanto más lo intentaba, más desesperado me veían y cuanto más desesperado, más lo intentaba. Hallábame atrapado en un círculo vicioso, y podría hacerse un chiste sobre pescadillas que me muerden la cola, pero no estaba de humor en aquel momento. No soy de piedra, y la carne insatisfecha me convertía en rugiente dragón ansioso de doncella, escupiendo continuas llamaradas por mis hambrientas fauces.
Como perras en celo contemplaba mi mente las que no dejaban de ser pescadillas congeladas. Ofuscado, en mi delirio encontré la solución: con dinero baila la perra, dice la sabiduría popular. Había intentado infructuosamente descargar gratis; era evidente, a todas luces, que tendría que acudir a una profesional. Ya no era monstruosa sierpe, don Dinero me había transmutado en poderoso caballero.
Conozco un piso regentado por una señora de mediana edad, que ocasionalmente ejerce su oficio, si bien lo realmente interesante son sus pupilas, a cual más apetitosa. Lo visito ocasionalmente cada año. Y hacia allí dirigí mis pasos veloces, esperando apagar aquel doloroso fuego que me consumía.
Fue una lástima no encontrar en el piso a la joven rubia que me había atendido otras veces. En su lugar estaba una chica extranjera con gafas, de piel morena y leves rasgos indios. Empecé a conversar con ella, su meloso acento hispanomericano me hacía pensar que era mexicana, aunque de ello no estoy totalmente seguro.
No es que me apasionen las extranjeras de tono tostado, de hecho esperaba encontrar a la rubia española de anteriores ocasiones pero para el apaño que necesitaba ya me servía. Me acordé de las palabras de Horacio, cuando decía que a la hora de satisfacer a Venus lo mismo daba matrona que liberta.
Así que pasé a la habitación con la mexicana y me tumbé boca arriba. Yo no movía un músculo, y me puse en sus manos. Al fin y al cabo, ella era la profesional y acumulaba evidentemente mucha experiencia en esas lides. Estirado, como un pez congelado estaba yo, con su rostro a escasos centímetros del mío, mientras se afanaba en su labor. Se inclinaba sobre mí y sus tetas casi me daban en la cara; un hilillo de baba se deslizaba por la comisura de mis labios; tenso y nervioso, me dejaba hacer. Finalmente acabó.
–Bueno, ya está —dijo la dentista—. Aparte de la infección, tenías un poquito de sarro, pero por lo demás tienes una dentadura excelente. Procura usar el cepillo cada día y pasarte el hilo dental.
Pagué y salí de la consulta. Hasta el año que viene.